¿Por qué todo lo español siempre es cutre? ¡Incluso el porno! Aarón Rodríguez Serrano reflexiona sobre lo salchichero del género para adultos hecho aquí.
Por
Aarón Rodríguez
Serrano
La nostalgia por lo que hemos vivido siempre se acomoda con más facilidad en el acto de mirar. Los que hemos crecido entre filmotecas sabemos aquello de ir rastreando los fotogramas ajenos buscando pistas sobre el tiempo vivido, haciendo de cada película una magdalena-Proust, un espejo retrovisor. Quizá nadie nos definió tan bien como espectadores como Arcade Fire cuando cantaron aquello de . Las películas como puertas de entrada hacia un reflejo de nuestro propio rostro.
En oposición, el GIF es la escritura de un tiempo que retorna constantemente, que gira sobre sí mismo. La tragedia de las películas que nos apasionan es que, cuando terminan, nos descubren siempre un poco más viejos y un poco más cerca de la muerte. Los GIFs, al contrario, son un derroche de presente que no admite melancolías románticas ni poses de dama lánguida del XIX en el tocador: el GIF está ocurriendo siempre, y por eso, lo promete todo y tiene en su interior todos los horizontes de sucesos de nuestro deseo. La película es el deseo de un tiempo que no retorna, el GIF es el tiempo de un deseo que se promete interminable. Quizá por eso las nuevas generaciones se entienden mejor con el GIF: porque ya no se tragan aquello del sentido de la linealidad, del proyecto moderno del mundo que se habitaba poco a poco estudiando, leyendo y pensando lo que Dios manda. El monólogo inicial de Trainspotting se mudó de los chutódromos decadentes de los noventa a una página de Tumblr y desde ahí ha de venir a juzgar a vivos y muertos; con la excepción, es sabido, de que la muerte no existe en un GIF, ni siquiera en aquellos que recogen primorosamente el asesinato real o fantaseado de un ser humano.
El GIF es eminentemente nietzscheano en tanto promete un eterno retorno de sí mismo, incansable, la experiencia de todo lo vivido –en su abismo y en su grandeza- en un desfile interminable de repeticiones. Nos definimos emocionalmente en las redes sociales hablando de nuestro dolor y nuestro triunfo intercambiando bucles, pequeños gestos arrancados de la totalidad, y así demostramos al menos dos cosas a la vez: que la totalidad es un coñazo terrible –no crean a nadie que, en 2017, presuma de tener la verdad total sobre nada: puede ser un psicópata o un tipo aburridísimo-, y que nos negamos abiertamente a desaparecer en un proyecto lineal de vida que, como tantas otras cosas, no nos representa. Queremos una y otra vez el mismo trozo de la misma magdalena-Proust, el mismo beso, la misma cicatriz, la misma revolución dentro de los ojos. Y queremos que ese bucle sea, en efecto, un programa nietzscheano: volvamos a vivir el mismo GIF/la misma emoción como si fuera digna de ser repetida incontables veces, como si una y otra vez fuéramos a gozar del mismo parpadeo porno, el mismo gesto de Patrick Bateman, el mismo gato haciendo el único mohín adorable que deseamos ahora –la “totalidad gato”, por supuesto, acaba en la muerte del gato, y eso es algo que el GIF se toma la molestia de evitarnos.
Patrick Crogan lleva años diciéndolo: necesitamos nuevas tecnologías que nos permitan experimentar el tiempo de manera diferente. Cada vez que compartimos un GIF, el viejo reloj que dominaba el salón señorial de nuestros abuelos se dispara en la sien y su caída se convierte en una orgía de ideologías y engranajes oxidados.