La autopercepción – O Productora Audiovisual

VIÑETAS ROBADAS

A

La autopercepción

POR
Jordi Costa

Había un recurso expresivo en Dr. Slump que me encantaba: en ocasiones, el trazo de Senbei Norimaki, el científico loco que había creado a Arale, la carismática niña robot que protagonizaba el manga, mudaba de la suave estilización redondeada que caracterizaba a los habitantes de la tan idílica como delirante Villa Pingüino en recia línea realista. La transformación tenía lugar en aquellos momentos en los que el personaje, un tipo ridículo y achaparrado, se percibía a sí mismo como héroe de una vida épica que, de hecho, solo existía en el espacio subjetivo de su propia autopercepción. Senbei Norimaki se conceptualizaba como galán siempre que se hallaba ante Midori Yamabuki, la chica de sus sueños, pero la realidad acababa imponiéndose, haciéndole resbalar en la inmaterial piel de plátano de su propio engaño. Cuando disfrutaba embelesado del serial animado que adaptaba las viñetas de Akira Toriyama, y que fue emitido por la televisión autonómica catalana, no recordaba que, en algún lugar de mi memoria, permanecía el recuerdo de un recurso similar.

Lo que supuso la aparición de El Habichuelo para mi generación ya fue más o menos glosado en estas páginas. Pues bien, eso, esa anticipación del Efecto Norimaki de autoengaño, se encontraba ahí, precisamente en la página que cerraba el primer especial de El Habichuelo, también conocido como Especial TBO nº 11 y publicado, al precio de cincuenta pesetas, en 1978. La idea que cerraba esa publicación revolucionaria no podía ser más afortunada: la perversión/homenaje de una de las grandes señas de identidad de la cabecera, la Familia Ulises, en una suerte de pseudo-cadáver exquisito que unió a los jóvenes revolucionarios habichuelistas con la gloriosa vieja guardia de la escudería Buigas, Estivill y Viña. Lo denomino ‘pseudo-cadáver exquisito’ porque, si bien en la parte gráfica colaboraban varias manos, todo se hacía sobre un guion del veterano Carlos Bech, que por entonces contaba con sesenta y cuatro años, edad que no resultó óbice para que, en esa breve ficción de una página, compuesta de diecisiete viñetas, problematizara con mucha agudeza el choque entre esos venerables personajes de clase media con una Modernidad indescifrable para padres y abuela. Esa aventura de los Ulises se titulaba Tarde catastrófica y les presentaba en el trance de asistir a una merienda ofrecida en la casa del jefe del paterfamilias. De camino hacia allí, los Ulises se topaban con un pintor moderno cuyo aspecto espoleaba preguntas sobre identidad de género y cuya práctica sobre lienzo incitaba a indelicadas reflexiones sobre los límites del arte. El pintor reaccionaba mal, agrediendo a Don Ulises, que llegaba a casa del señor Mordancio, su superior, un poco atribulado. Al final de la historieta, los sufridos Ulises acababan descubriendo que el artista callejero de vanguardia no era otro que el hijo yeyé del director Mordancio. Un chasco característico en la trayectoria de ese grupo familiar concebido por Benejam, pero que aquí se insertaba en esa dialéctica entre tradición y modernidad que la propia página convertía en fascinante espectáculo visual al confiar cada viñeta a un artista diferente, combinando los placeres del reconocimiento (de trazos clásicos) con los de la sorpresa (ante unos trazos progresivos y discutidores de las esencias).

En esta página de oro, que podría ser objeto de toda una tesina, participaron algunos históricos de Casa TBO como Blanco, Arturo Moreno, Pañella, Cubero y Sabatés, junto a esos maestros de la neopsicodelia cómica que eran los miembros de El Habichuelo: Esegé, Paco Mir, Sirvent y Tha. La Viñeta aquí Robada es la tercera de esa página y está dibujada por Tha, autor al que descubrí como habichuelista pero que, más tarde, una vez emancipado de la formación y en productivo tándem con su hermano TP. Bigart, se iba a convertir en un punto de referencia esencial en mis años de lectura postadolescente, con trabajos tan rotundos como Absurdus Delirium. En la viñeta, Don Ulises y su esposa aparecen dibujados con trazo realista, en consonancia con un momento de la existencia en el que los personajes creen estar haciendo las cosas bien -es decir, como en el futuro Senbei Norimaki, creen ser más dignos de trazo académico que de estilización chuflera-. Don Ulises se ha adelantado a los protocolos establecidos por su mujer y ha comprado un obsequio para el “niño” de la casa. En ese momento, ninguno de los dos puede calibrar la medida del autoengaño. El Mecano será solo la anticipación de la cadena de humillaciones que culminará con la aparición del vanguardista agresor en el espacio doméstico del anfitrión. Don Ulises compra un regalo inadecuado al haber malinterpretado la edad posible del hijo de su superior, sin saber que ese destinatario de la dádiva se convertirá, en pocos minutos, en su inopinada némesis. Lo paradójico y lo hermoso es que ese sintético Tractatus en viñetas sobre la dialéctica entre Tradición y Modernidad se hizo posible a través de una irrepetible concordia entre venerables tebeístas y bárbaros habichuelistas. Tarde catastrófica fue un We’re the World, We’re the Children avant la lettre, puro hermanamiento hecho arte.