TV killed
the Michelin
star.
por Mar Calpena

TV killed the Michelin star – O Productora Audiovisual

Incluso hoy en día, Julia Child puede considerarse una rara avis entre los cocineros catódicos

TV killed the Michelin star – O Productora Audiovisual

A la chita callando, Arguiñano lleva casi veinticinco años consiguiendo unas audiencias envidiables. ¿El Jim Henson de los cooking shows?

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Jamie Oliver y su estudiada autenticidad




Una de las primeras veces que trabajé en un programa de televisión, en un magazine matinal, el realizador sugirió cargarse la sección de gastronomía “porque a la gente le da mucha rabia ver cómo se marranea la comida”. La anécdota se pone fecha a sí misma: corrían los noventa.

¿Qué ha ocurrido en estos veinte años para que la gastronomía haya pasado de ser considerada relleno de segunda en espacios de marujeo a ocupar el prime time? ¿Cómo se han convertido los cocineros en rockstars? ¿Se puede aprender a cocinar a través de la pequeña pantalla? Y, sobre todo, ¿por qué nos gusta tanto mirar programas de cocina? Vayamos por partes, porque aunque las cuatro preguntas están relacionadas, no comparten una única respuesta.

Décadas de cambio

Cuando se habla de gastronomía contemporánea se produce un curioso efecto simplificador que suele poner la piedra fundacional en el año 1 D. A. (es decir, después de Ferran Adrià), y es verdad que el boom de la alta gastronomía le debe mucho a él. Pero la cocina está presente en la televisión desde prácticamente los mismos inicios del medio, y, en parte, como herencia de los seriales dedicados a las amas de casa que ya existían en la radio. Afirma Kathleen Collins, autora de que los programas de cocina en televisión son un reflejo de nuestras vidas domésticas. Pero a esta idea se antepone otra: “La televisión es también entretenimiento”, apunta Jordi Rosell, quien dirigió la primera temporada de MasterChef y de MasterChef Junior. “Miramos la televisión para que pasen cosas. El primero en tener esto muy asumido fue Karlos Arguiñano, quien de un modo natural vio cómo su éxito crecía cuanto más desparpajo él le echaba. Encontró un formato que lo arropaba y que, sin ser estrictamente un programa de entretenimiento, lo podías tener puesto de fondo mientras hacías otra cosa. Luego, el que entendió la parte de negocio del asunto fue Arola. Comprendió antes que nadie que el espectáculo atraía gente a la alta gastronomía”. En el resto del mundo se han vivido procesos similares. El librero y crítico cultural Jónatan Sark ha escrito regularmente sobre la historia de la cocina televisiva, y opina que parte del éxito se debe a la irrupción de una serie de formatos americanos, que a su vez, se originan por las exigencias del mercado televisivo estadounidense. “Mucho de lo que vemos se debe al cambio que vivió la cadena Food Network cuando dejó de resultarle rentable ofrecerse como parte del paquete básico de la mayoría de operadores de cable de Estados Unidos. La dirección decide que el público está cansado de los programas de encimera y que al americano medio le repateaba ver a Anthony Bourdain comiendo escargots en Francia, y que lo que hacía falta era volver a la carnaca, a los fritos, y a los presentadores que se percibieran como auténticos”. Además, el auge de formatos de otros países, como el concurso japonés Iron Chef (poco menos que un Humor amarillo entre fogones) o los dedicados al coaching (como Kitchen Nightmares de Gordon Ramsay, adaptado aquí como Pesadilla en la cocina) convergieron con lo que estaba pasando también fuera de las ondas.

“Creo que el éxito se debe a una especie de conjunción de los astros. La gastronomía está de moda. Los chefs se han convertido en estrellas mediáticas. La cocina ha dejado de ser una profesión que no despertaba demasiado interés para convertirse en un oficio con estatus, y lo ha hecho a una velocidad insólita (¿veinte años?). En la propia tele, han surgido formatos muy adictivos, como MasterChef, Top Chef o Pesadilla, que han hecho de todo eso un espectáculo y que, encima, han encontrado en las redes sociales su mejor aliado. Aunque si me pides una razón más profunda, creo que todo se debe a que la gente cada vez cocina menos. Tengo la sensación de que cada vez nos gusta más ser voyeurs de la cocina y menos ser cocineros”, me dice el periodista gastronómico Mikel Iturriaga, director del blog El Comidista de El País. Coincide con él Sark: “Los programas de cocina tienen mucho de aspiracional, pero también de cotidiano. Todos comemos cada día, todos nos sentimos cualificados para juzgar cómo cocinan los demás. Por esta razón, un programa de cocina nos atrae más que uno de bricolaje, aunque los formatos puedan ser similares. Y por esto mismo ahora están funcionando los programas de estilismo y cambio de imagen, porque todos nos vestimos cada día y creemos saber cómo hacerlo, aunque no sea verdad”. Sin embargo, el conocimiento del espectador, lo aplique luego o no en su vida diaria, está ahí. Lo ilustra una anécdota que me cuenta Rosell: “Hace años yo dirigía un programa en TV3, La cuina de l’Isma, bastante popular. La batalla entonces era para no sacar recetas con más de diez ingredientes. El espectador quería cosas fáciles y resultonas. Me cuentan mis compañeros que aún siguen en MasterChef que ahora los candidatos se presenta a los castings haciendo esferificaciones”.

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Un Adrià simpsonizado era la portada del Comida para pensar, el libro que dedicó Vicente Todolí a la vertiente artística del cocinero





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No, no son los Power Rangers. Es Iron Chef

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Los concursantes de MasterChef marcándose un Señor de las moscas.

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No es fácil ser Gordon Ramsay (o Alberto Chicote) y comer según qué cosas por exigencias del guión





El cocinero como rockstar: foodiepocalypsis now

No es estrictamente nuevo que haya cocineros que alcancen el estatus de estrella, y si las broncas de Chicote a los mediocres hosteleros de Pesadilla en la cocina o los “Sí, chef” de los concursantes de MasterChef nos recuerdan a las broncas del sargento instructor de La chaqueta metálica quizá sea porque Auguste Escoffier, el padre de la moderna organización de las cocinas profesionales, creó el sistema organizativo de partidas, altamente jerárquico y rezumante de testosterona, a raíz de su movilización durante la guerra franco-prusiana.  “Ojo, la sociedad reverenció antes a los cocineros que la televisión”, matiza Jónatan Sark, “a Arzak no lo descubrió la tele. Pero la cocina televisiva se centraba todavía en lo doméstico. Pese a las diferencias, los programas de Julia Child, Elena Santonja y Karlos Arguiñano siguen perteneciendo al género de la encimera”. A finales de los noventa y principios de los dosmil, coincidiendo con la eclosión de la alta gastronomía, cobra forma también otra figura social, la del foodie, que no es sino la traslación al mundo de la gastronomía los “bobos” que describía el libro del año 2000 Bobos en el paraíso, de David Brooks. Estos bobos, medio bohemios, medio burgueses (bourgeois, en francés), protohipsters, se definían por su aversión a la ostentación, pero en cambio estaban más que dispuestos a gastarse mucho dinero (o precioso tiempo libre) en cosas consideradas necesarias o culturales, desde un robot industrial de cocina Kitchenaid hasta un reproductor de discos de vinilo o una colección de figurillas de Astroboy, todo en el marco de una nostalgia por la vuelta a lo natural y lo auténtico, que los lleva a hacer cupcakes, fabricarse su propia cerveza, o criar pollos en el patio trasero al más puro estilo Portlandia. Los bobos, y los foodies encuentran el espacio natural para sus gustos en Internet, donde pueden arroparse al abrigo de otros similares a ellos, expertos por la vía autodidacta (aunque muchas veces no sean realmente expertos ni tampoco autodidactas). Su reflejo en televisión es el boy next door: de Jamie Oliver a Jordi Cruz, un joven urbano y de clase media, versión gentrificada de él mismo (y remarcamos el “él”. Los modelos de cocinera televisiva son más diversos, pero también más tradicionales. Incluso para los estándares actuales, Julia Child es una anomalía).

Junto al boy next door, y como reacción a la ultraprecisión y pulcritud de la cocina de vanguardia de cuasicientíficos como Ferran Adrià o Heston Blumenthal, aparece también el cocinero canalla. El propio Anthony Bourdain, que tanto criticó públicamente a las insípidas estrellas de Food Network, tiene buena parte de culpa en el asunto, porque aunque quizá no juegue en la primera división de la gastronomía, su libro (también del 2000), en el que contaba con un estilo huntersthompsesco su paso por cocinas y drogas, dio pie al estereotipo del cocinero à la Keith Richards. Por culpa de Confesiones de un chef, una generación de periodistas gastronómicos –en ocasiones sin la sólida base teórica de Bourdain- comenzó a reivindicar la vertiente literaria y lúdica de su género, lo que dieron en llamar el rock’n’roll (vamos, lo que sería el “hedonismo” dicho en malote). Algunos cocineros también se vieron liberados de la imagen monacal de su profesión. Sergi Arola aparecía tocando la guitarra cubierto de tatuajes junto a Franz Ferdinand, Jordi Cruz y Paco Roncero salían en la portada de Men’s Health cual modernos espartanos y David Muñoz, Dabiz, “el de la cresta”, vestía a sus cocineros con uniforme de psiquiátrico. De este fenómeno comenta Mikel Iturriaga que le “encanta que los cocineros se conviertan en figuras mediáticas, siempre que no se les vaya la pinza y se crean estrellas del rock o, lo que es peor, filósofos de la comida. Todo lo que sirva para atraer atención sobre el buen comer me parece positivo; todo lo que sea replicar actitudes ególatras y elitistas que ya hemos visto en famosos de otros ámbitos me parece lo peor. Y en la cocina pasan ambas cosas”.

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Jordi Cruz es la digievolución del boy next door en cocinero rockstar.




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Anthony Bourdain es al mundo de la gastronomía lo que Iggy Pop a la música: ética de currito, estética de iguana, alma de artista

Hambre de tele

¿Qué nos aporta entonces la tele gastronómica? ¿Se aprende a cocinar con ella? Dice Iturriaga: “para mí, el mejor entretenimiento es el que te distrae pero también te enseña algo, y en ese sentido, me gustan más los concursos y demás en los que también aprendes cocina o gastronomía. Pero tampoco creo que haya que ponerse muy plastas exigiendo que este tipo de shows se conviertan en tutoriales para amantes de lo culinario: el gran público desconectaría”.

“Nuestra misión no es esa”, remarca Rosell, “pero los concursantes sí aprenden a cocinar. Para nosotros era importante mostrar una evolución en sus conocimientos, por lo que reciben clases de cocina fuera de pantalla”. Porque, llegados a este punto, no está de más recordar que los programas de no ficción SÍ tienen guión, solo que este, si está bien hecho, debe ser invisible, y muchas veces se hace en la sala de edición, quitando partes aburridas y condensando conversaciones y momentos. “Sabíamos que, para hacer atractivo un programa, tiene que haber cierto conflicto. En el momento en el que pones a los concursantes a cocinar contrarreloj, algo bastante artificial, eso les pondrá tensión. Viven alejados de su entorno, y aunque no es un Gran Hermano, esto hace que todo lo que pase en el programa se convierta en una montaña. La gente llora porque se le ha caído un suflé porque en ese momento el suflé es el centro de su universo. Y hay que controlar los ritmos. No les puedes poner a cocinar un plato que sea muy lineal, sino que la receta debe contar con puntos de giro, con momentos críticos en los que corran el riesgo de hacerlo mal. Hay que contar con buenos asesores y ensayar mucho en plató sin los concursantes, porque cada horno es de su padre y de su madre y hay que asegurarse de que todos funcionan y van más o menos igual. Y sobre todo explicarlo todo muy bien, porque el espectador no puede oler ni probar lo que tiene delante, ni sabe identificar que algo está mal solo con un vistazo, como en cambio podrían hacer los jueces. No estamos para enseñar, pero necesitamos ser muy didácticos para hacer buena televisión”.

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Sergi Arola no le ha tenido nunca miedo a hacer declaraciones sangrantes

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Sí, Dabiz es de los que deben soltar aquello de “a este plato le falta rock’n’roll”