Nos encanta castigar a los famosos. Los vemos desde el televisor como si fuéramos jueces en un tribunal. Óscar del Pozo explora ese sentimiento.
Qué significó para mí
La primera vez que vi La ley del deseo fue en 1988, un año después de su estreno, cuando yo tenía 15 años. La última fue el pasado 3 de marzo, coincidiendo con el inicio del ciclo que la Filmoteca Española dedica a Pedro Almodóvar. En estas tres décadas, España ha cambiado mucho y servidor también. En su momento, el film provocó un pequeño escándalo en un país que evolucionaba a marchas forzadas y, aunque no fue un gran éxito, se convirtió en una cinta de culto. Chocó especialmente que, pese a ser una historia de pasiones y locura amorosa, no incluyera personajes heterosexuales. Era una “película de maricones” y resultaba muy audaz para la época. El director manchego la definió como un melodrama que habla de “la necesidad absoluta de sentirse deseado y el hecho de que, en esa ronda de gente que desea a gente, los deseos rara vez coinciden”. Con el paso de los años, La ley del deseo ha adquirido un estatus de clásico del cine español y de título intocable en la filmografía de su autor. Y como ya se ha hablado y escrito mucho sobre la película, no quiero incidir en lo de siempre. Por eso, aunque no soy muy partidario de la crítica de cine en primera persona, creo que explicar mi propia experiencia puede servir para entender mejor lo que supuso para algunos espectadores hace treinta años y lo que puede suponer ahora. Y si resiste bien o no la erosión del tiempo.
TEXTO POR
OSCAR DEL POZO
Flashback. Estamos en 1988. Me pasé varias semanas viendo la película en la estantería del videoclub antes de atreverme a alquilarla. Temía que el dueño dedujera que me gustaban los chicos, así que me llevé también Nueve semanas y media para despistar. Como muchos de los adolescentes de mi generación, vivía mi homosexualidad con miedo, vergüenza y sin hablar del tema con nadie. Todavía me veo dando vueltas a la manzana, nerviosísimo, antes de decidirme a entrar por primera vez en la desaparecida discoteca Martin’s de Barcelona, para acabar descubriendo que ese ambiente sórdido, oscuro, lleno de hombres que iban solos y que no parecían divertirse, no es lo que quería en mi vida. La ley del deseo, en cambio, era todo lo contrario. La estética exuberante y sensual, los colores chillones, un protagonista que vivía su condición sexual sin complejos y sin esconderse. Todo eso fue muy importante para mí. Gracias a Almodóvar empecé a idealizar esa otra ciudad donde podías ser tú mismo, divertirte con gente guapa y cosmopolita, liberarte de la represión emocional y vivir intensamente. Esta película, y la Movida en general, contribuyeron decisivamente a convertir Madrid en un territorio mítico para los gays de la época, que emigraron en masa en los noventa desde provincias a la capital, convirtiendo Chueca en su particular El Dorado.
Gracias a La ley del deseo también aprendí cómo follaban dos chicos. La famosa secuencia en la que Eusebio Poncela desvirga a Antonio Banderas fue la clase de educación sexual que nunca tuve, aunque entonces se me pasó por alto el detalle del lubricante, que aún no sabía ni qué era ni para qué servía. De todas formas, para mí lo más revelador fue descubrir que se podía ser maricón y no tener pluma. Qué tontería, ¿verdad? Pero es que, hasta ese momento, solo había tenido acceso a representaciones de la homosexualidad en las confesiones públicas del escritor Terenci Moix, en las actuaciones en programas musicales de TVE de los muy amanerados (maravillosos, eso sí) Marc Almond y Boy George, en los chistes de mariquitas de Arévalo o Martes y Trece, en las comedias trogloditas de Mariano Ozores o en la infame pero popularísima No desearás al vecino del quinto, con Alfredo Landa. En 1988 no existía aún el término ‘heteronormativo’, pero está claro que se quedaba corto para describir semejante panorama.
Flash-forward. Volvemos a 2017. Todo lo que acabo de explicar no tiene ninguna importancia, ninguna trascendencia en la España actual. Un chaval gay de 15 años no necesita ver La ley del deseo para modelar su identidad. Afortunadamente, en este tema hemos evolucionado para bien. Tampoco escandalizan ya a nadie las escenas de sexo, ni las pollas, ni la cocaína, ni todo eso que en su momento dio tanto que hablar. Lo que queda, pues, es la obra despojada de su dimensión sociológica, un melodrama loquísimo que se mira en el espejo de Fassbinder, Douglas Sirk y el cine criminal. Así lo disfruté en mi último visionado, con la mirada limpia de cualquier condicionante, y me sorprendió gratamente comprobar lo bien que resiste el paso del tiempo la primera parte, la más costumbrista. En ella se concentra lo mejor del film, con esa apología de las familias no-tradicionales, lejos de la norma; una defensa que volverá a aparecer en otras cintas de Almodóvar, especialmente en la excelsa Todo sobre mi madre. El protagonista, Pablo (Eusebio Poncela), su hermana transexual Tina (Carmen Maura) y la niña Ada (Manuela Velasco), hija de la exnovia de Tina, forman una familia cuyo vínculo es el afecto, no la biología. Hay que tener en cuenta que para muchos gays, que durante años sufrieron el rechazo de sus familias de sangre, que todavía tienen prohibido en algunos casos llevar a sus parejas a casa de sus padres o simplemente hablar de su condición, y que hasta hace cuatro días no podían adoptar niños, inventarse una familia era la única salida para escapar de la soledad y hacer frente a las desgracias. Almodóvar lo sabe y de ahí su desprecio a la herencia genética: la familia es la gente que eliges tú.
El primer acto incluye también las tres mejores secuencias de la película, no por casualidad protagonizadas por la grandísima Carmen Maura. El encuentro con el cura que abusó de ella cuando era niño es realmente perturbador, pero casi mejor es el ensayo de La voz humana interrumpido por la llegada de su exnovia (Bibiana Fernández, entonces aún conocida como Bibi Andersen). En un salto al vacío sin red, Tina y Ada le piden desde el escenario no ser abandonadas, la niña a través de un playback de Ne me quitte pas y la adulta a través del monólogo de Jean Cocteau. Explicado parece ridículo, pero visto resulta casi sublime. Aunque lo más sublime de La ley del deseo es y será siempre el momentazo “no se corte, riégueme”, del que nunca lograré cansarme, aunque lo vea cien o mil veces. Lo extraordinario de ese improvisado manguerazo nocturno es que funciona como metáfora del deseo. En la escena anterior vemos a Pablo, Tina y Ada cenando desganados y de mal humor. Caminan apáticos hasta que a Tina se le ocurre decirle al barrendero que la riegue, y ese baño le proporciona una nueva energía y vigor. Inmediatamente después, propone a Pablo ir a emborracharse. Esa ducha es, pues, como el deseo, que nos da fuerza e ímpetu, es el motor de la vida.
Desgraciadamente, cuando La ley del deseo se convierte en un thriller, a partir del asesinato del personaje de Micky Molina, el film resiste muchísimo peor el paso del tiempo. A ratos se hunde sin remedio. Por ejemplo, durante la visita de Pablo a Sevilla, con la irrisoria confesión del crimen por parte del personaje de Antonio Banderas. No menos irrisoria es el agua que cae delante del objetivo para que percibamos cómo la vista de Pablo se nubla por las lágrimas, antes de su accidente de coche. La pareja de policías interpretados por Fernando Guillén y su hijo, convertidos en una versión cañí de los ineptos Hernández y Fernández de Tintín, arruinan todas las secuencias en las que aparecen, que no son pocas (especialmente grotesco es su encuentro con Tina, en el que Fernando Guillén Cuervo la abofetea y ella le acaba dando un puñetazo). Y, en fin, qué decir de la escena que anticipa el clímax, cuando Pablo se da cuenta de que su hermana está en peligro y la llama por teléfono. Esas líneas de diálogo (“Tina, él asesinó a Juan. No es mal chico, pero está completamente loco”) merecen un lugar entre las más ridículas firmadas nunca por el Almodóvar guionista (y eso que acumula unas cuantas muy, muy ridículas). Y Pablo en plena catarsis lanzando la máquina de escribir por la ventana, que estalla –¡estalla!– como si fuera una granada de mano… eso ya no tiene perdón de Dios, por muy simbólico que pretenda ser.
A pesar de todo, al final de la proyección prevalece la sensación de haber visto una película en la que su autor se arriesga en términos estrictamente cinematográficos: por algunas decisiones de puesta en escena (esa cámara que avanza a toda velocidad en dirección contraria a Carmen Maura en el pasillo del hospital, ese travelling que sigue a Antonio Banderas antes de fundirse en un apasionado beso con Poncela, o ese desplazamiento lateral que cierra el ya citado ensayo de La voz humana) y por tensar la cuerda de la verosimilitud en busca de esa dosis de pura locura que existe en algunas de las más estilizadas obras de Sirk, Minnelli, Fassbinder, De Palma… Ese riesgo, esa osadía, es lo que hace que merezca la pena ver La ley del deseo en 2017. Supongo que es una bonita recompensa para cualquier cineasta que se la juega (aunque se equivoque): que treinta años después, cuando ya no eres un enfant terrible, cuando el ruido a tu alrededor ha cesado, tu película sea capaz de resultar excitante y de seguir despertando el deseo de nuevos espectadores.