Jordi Costa se despide (temporalmente, no sufráis) de su sección Viñetas robadas con un recorte de El náufrago de A, de Fred. ¿Y?
VIÑETAS
ROBADAS:
POP
CARRUSEL
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El submarino amarillo fue mi primera película subtitulada. La vi en el cine Maryland de la plaza Urquinaona, en Barcelona, en compañía de mis padres y, de entrada, hubo varias cosas que frenaron la posibilidad de entregarme al puro arrebato de aquella experiencia iniciática. No sé cuántos años tendría: más de siete, probablemente, pero pocos más. Quizá era el único niño en la sala y algo –¿qué sería, el pie forzado de estar viendo una película hablada en un idioma extranjero, con el significado de esa fonética ajena desvelado a pie de imagen?– me transmitía la sensación de que yo no debería estar allí, que me estaba colando en una fiesta (de mayores) a la que no había sido invitado. Ahora caigo en que, por entonces, en el mundo real, los Beatles ya se habían separado, pero por aquel entonces eran mi grupo favorito y ni se me pasaba por la cabeza la posibilidad de que los grupos podían romperse. Mi amor a los Beatles se sustentaba en la posesión de tan solo dos cintas de cassette: With the Beatles y Help (cuya correspondencia cinematográfica también acabaría viendo en el cine Maryland, experiencia que me llevó a la pintoresca conclusión de que John Lennon tenía que ser, indefectiblemente, chino, porque le notaba los ojos rasgados y, en una escena de la película, bromeaba esbozando movimientos de luchador de kung fu). O sea que ni siquiera tenía el cassette de Yellow Submarine.
La experiencia fue agridulce, porque me sentía fuera de sitio, pero también porque la temprana escena levantada sobre Eleanor Rigby me transmitió (aunque no entendía el sentido de la letra) una profunda tristeza derivada puramente de las imágenes. Y, además, cuando el submarino del título se sumergía en las profundidades marinas, tengo que confesar que tuve miedo: aquello era tan distinto a los dibujos animados a los que estaba acostumbrado que creía que cualquier cosa era posible a vuelta de fotograma. Por tanto, me aterrorizaba la perspectiva de que algún monstruo marino de visión pavorosa atravesase el plano. ¡Qué tiempos aquellos en los que el miedo era tan puro! Recuerdo otro día, frente a un quiosco de Castelldefels, en que la simple mención del título de una entrega de las Joyas Literarias Juveniles de Bruguera –El buque fantasma del Capitán Marryat– me hizo dar un instantáneo bote que me levantó varios palmos del suelo. Por cierto, hablando de experiencias traumáticas fundacionales, tengo otra relacionada precisamente con los Beatles: durante mucho tiempo, en casa tuvimos un televisor en blanco y negro con un solo canal. Un buen día, alguna paga extra de mi padre posibilitó la adquisición de un televisor portátil ¡¡¡con UHF!!! Pues bien, fue encender el televisor en el justo momento en que estaba terminando el último capítulo de la serie de animación, protagonizada por los Beatles, que produjo el estudio Rankin/Bass entre 1965 y 1969. Nunca la volví a ver, hasta que, décadas más tarde, mi amiga Marisol Salanova logró que cicatrizara esa herida consiguiéndome algunos episodios descargados de quién sabe dónde.
No quiero parecer un niño repelente (o un exniño repelente, porque a estas alturas, si sigo siendo repelente, es como carcamal) si digo que mis años de infancia fueron propicios al contacto con diversas modalidades de síntesis gráfica: esos Beatles de Rankin/Bass vistos y no vistos fueron importantes (y rápidamente mitificados) por supuesto, pero antes estuvieron Las aventuras de Rocky y sus amigos y el George de la Jungla de Jay Ward, aunque lo que ofrecía El submarino amarillo era, definitivamente, otra cosa. Era arcoíris lisérgico entrenado para crear mundos, moverse al son de melodías tan perfectas que parecían haber precedido al nacimiento del primer ser humano, alegría desbordada en movimiento y puro sentido del placer hecho línea y color. Yo creo que ahí había incluso colores que no existían. Pero, bueno, en ese primer contacto no pude entregarme por completo al carrusel, porque, como he dicho, había cosas que me entristecían; una sensación de inminencia de algo pavoroso y, también, la profunda melancolía que me comunicaba ese Nowhere Man que vivía en un espacio de blanco absoluto.
Cuando vi El submarino amarillo, la revista Trinca, que fue un motor de modernidad, ya no estaba en los quioscos, pero sí en los estantes de saldos. Y allí, de repente, el pop (que al principio se había manifestado, en esa pantalla del cine Maryland, como algo ambivalente, entre la Fascinación y el Abismo) reveló su lado más acogedor. Lo hizo en las páginas de Peter Petrake, el héroe creado por el valenciano Miguel Calayatud en lo que fue su efervescente debut en la historieta tras unos primeros pasos en la ilustración infantil que ya anticipaban un futuro de excelencia. Línea, perspectiva, diseño y color (aspectos que, por entonces, no hubiese sabido desgranar) conspiraban para desplegar un apabullante recital de Felicidad Impresa a Todo Color. Recuerdo una primera experiencia del Placer del Reconocimiento: al ver esas viñetas pensé, con la inexactitud de la mirada infantil pero descubriendo la secreta verdad de una corriente de afinidades subterráneas, que eso era exactamente como El submarino amarillo… y que no solo me gustaba mucho, sino que lo entendía a la suma perfección. Por otro lado, el trío de villanos unidos en una misma forma única, negra y de seis patas me parecía un eco o un guiño a los Hermanos Malasombra de Los Chiripitifláuiticos… El Pop con mayúsculas llegó a mi infancia de la mano de Miguel Calatayud (y, sí, también de la mano de las ilustraciones de José Ramón Sánchez, aunque futuros encargos en su carrera –la primera campaña del PSOE– hacen que no pueda evitar asociar antes a este artista a la fundación de una Sensibilidad Socialdemócrata que al puro juego de formas y goces del levantino).
Como los Beatles animados, Peter Petrake también se convirtió en un revenant: en 2009, El Patito Editorial recopiló todo el material del personaje en un álbum prologado por el gran Pedro Porcel y acompañado de un texto del propio Calatayud: Peter Petrake. De los Años 70 al siglo XXI. En el libro descubrí algo que no sabía: que el atrevimiento gráfico del autor fue castigado por un amplio sector de lectores de tebeos de índole conservadora –de aquellos que jerarquizan el dibujo realista por encima del humorístico (si es que acaso puede ser adjetivado así el arte de Calatayud)– que, en las encuestas propuestas por la revista, solían condenar a esta forma pionera directamente al último puesto, al culo del ranking. En Calatayud, aunque esta afirmación puede generar discusión entre algunos círculos, está también el punto de partida de la explosión de formas que, años más tarde, convertirá al tebeo valenciano en un vector de modernidad: Sento, Mariscal, Daniel Torres, Mique Beltrán y muchos otros vienen de ahí.
Esta Viñeta ha sido Robada de la décimo cuarta página de Las Máquinas del Doctor Destruction, primera aventura de Petrake cuyo plan original tuvo que ser abortado precisamente por las airadas reacciones de los lectores, recibidas en forma de misiva en la redacción. En ella, un ingenio robótico siniestro descubre el desconcierto, al ver desdoblada la presencia de su presa. Un desdoblamiento, un quebranto al orden racional del mundo, un excedente formal aparentemente inexplicable. Eso significa el doble niño para la máquina, del mismo modo que eso o algo parecido significaron Calatayud y Petrake para los supuestos guardianes de las esencias de una historieta que, en realidad, vivía en la mutación incesante y el movimiento hacia el futuro. En la aventura de Petrake, la máquina explota y las armas se convierten en flores. En el mundo real, Petrake se vio obligado a tener una existencia fracturada y guadinesca en las páginas de Trinca, publicación que también acabó teniendo los días contados… como todo aquello que llega antes de tiempo. No obstante, ni la revista, ni Calatayud sembraron en tierra baldía.