¿Spaghetti western? ¡Salami western! Una etiqueta que Jordi Costa renombra a propósito de una viñeta de Cocco Bill Saloon de Jacovitti.
Miedo a un hombre hirsuto
Por Jordi Costa
Los lectores de tebeos de mi generación recibimos nuestra formación sobre el territorio abrupto y hostil del remontaje de planchas, la coloración estridente y, a menudo, la tropelía traductora y, aun así, entre tanta tergiversación, acabamos desarrollando un sólido amor por la viñeta y sus alrededores.
Pensemos, por ejemplo, en las historietas Disney que publicaba, de aquella manera, Ediciones Recreativas S.A.: sí, se remontaban páginas, se redibujaban torpemente viñetas y se omitía, entre otros, el nombre de Carl Barks, pero, como valor añadido, un clásico tan rotundo como Lost in the Andes!, creado originalmente por Barks en 1948, aterrizaba aquí en los quioscos de los setenta bajo el desopilante título de Andes lo que andes no andes por los Andes: no fue el único caso de traducción patafísica, pues en Noruega esta aventura del pato Donald y sus sobrinos generó una singular polémica lingüística por otros motivos. A los superhéroes Marvel los conocimos mutilados y blanquinegros de la mano de Vértice, pero envueltos en esas portadas de López Espí que, con el tiempo, han sido capaces de generar su propio coleccionismo fetichista nostálgico. Llegamos al Jabato, al Capitán Trueno y al Inspector Dan a través de las reediciones bruguerianas que machihembraban las páginas de los cuadernillos apaisados para crear una ilusión de verticalidad, etcétera, etcétera…
Toda esa educación atropellada no impidió que algunos creciéramos como auténticos fundamentalistas de la integridad de la composición de página y del cuidado en el color. Soy incapaz de enfadarme demasiado con Ediciones Recreativas, Vértice y Bruguera, porque, a fin de cuentas, estuvieron ahí, con sus manazas y su mala praxis, cuando realmente hacían falta, pero, eso sí, salgo de mis casillas cuando ¡¡¡a estas alturas!!! Random House nos mete en el mercado una Valentina de Crepax pasada por el túrmix de la recomposición delirante o un Paracuellos apaisado que uno no entiende cómo puede haber recibido luz verde por parte de su autor.
En esos años de infancia, había un señor que vivía ya en otra esfera y que, creo, nunca será suficientemente reivindicado: Luis Gasca. Fue uno de los teóricos pioneros de la historieta en nuestro país y, tanto a través de sus ensayos como de sus proyectos editoriales, reveló que, además, era un Hombre con una Misión: la de inculcar a la masas la excelencia de ese, por usar una etiqueta cara a la época, Noveno Arte. Gasca fue cerebro pensante en iniciativas editoriales que, por aquel entonces, intentaban demostrar que el tebeo era algo más que un instrumento de escapismo banal para la infancia, y lo hacía no solo reivindicando la vanguardia del medio, sino estableciendo iluminadores lazos entre su memoria y las formas más extremas de su presente: Buru Lan Ediciones y Pala fueron sucesivos oasis de sofisticación antes de que eclosionara por aquí el famoso boom del tebeo para adultos en la década de los ochenta. En el seno de Buru Lan, por ejemplo, convivieron la lisergia gráfica de Drácula –una revista que publicaba a Beà, Maroto y Enric Sió, entre otros– con la publicación fascicular –curioso formato– de clásicos de la historieta americana como el Príncipe Valiente de Harold Foster, el Hombre Enmascarado de Lee Falk y el Flash Gordon de Alex Raymond.
Más de una vez he hablado en esta sección de la pureza de los miedos infantiles encarnados en una viñeta. Lo siento, pero no me queda otra que volver a reincidir, porque he aquí otro trauma rescatado en el rico yacimiento de experiencias traumáticas de formación de quien aquí les está dando la tabarra. La aparición de los fascículos semanales de Flash Gordon fue, para quien esto suscribe, una suerte de sueño hecho realidad: me parecía la mejor historieta jamás realizada con su mezcla de ciencia ficción, glamour hollywoodiense y escultórica afectación gestual. Me fascinaba ese aire relamido y barroco, aunque fuera incapaz de designarlo como tal. Y, por supuesto, ni me planteaba que esos colores pudieran ser intrusivos e inadecuados, ni que las composiciones de página hubiesen sido alteradas en su original horizontalidad para adaptarse al nuevo formato vertical. Esos colores me volvían tan loco como todo el resto. El tiempo acabó poniendo las cosas en su sitio, y Ediciones B. O. publicó años después todo ese material en blanco y negro y en su formato original: de esa edición, que es la que conservo muy celosamente –no así la de Buru Lan, que perdí de vista en un momento de arrebato integrista (quizá algo motivado por problemas de espacio)–, es de donde procede la Viñeta Robada de hoy, aunque el relato que la acompaña está más asociado a la edición Gasca.
La felicidad me duró bastante poco. Bastó el primer fascículo para que me enamorase de Dale Arden: cuando los personajes se aventuraban en la zona norte de Mongo para descubrir el País de los Hielos y conocer a la no menos hermosa reina Fría (que, por cierto, se llamaba así en el original: ignoro si pasaba lo mismo con su ayudante el conde Malo) tuvo lugar mi primera fijación fetichista, que, por cierto, estaba asociada al peculiar uso del color en Buru Lan. Los personajes se paseaban por los exteriores de ese Reino Helado enfundados en lo que parecían delicados trajes de plástico transparente: hoy prefiero pensar que eran tules especialmente resistentes a la filtración de las bajas temperaturas. Cuando uno ve esas mismas viñetas en blanco y negro, queda un poco al criterio de lector considerar si las piernas de Dale Arden y la reina Fría están cubiertas por otro tipo de tela distinta de la del supuesto short que cubre ingle y pubis, pero los fascículos a todo color no dejaban lugar a dudas: tanto Flash como sus acompañantes iban a cacha descubierta tras esos shorts. Supongo que la suma de carne voluptuosa precariamente cubierta con un pantalón de plástico transparente sobre un fondo nevado cortocircuitó una percepción que, por pura cuestión de fechas, en mi caso tenía que ser forzosamente presexual, aunque no por ello me resultaba menos impresionante. No se fíen al cien por cien de mi memoria, pero creo que, como es tradición en el formato, el primer y el segundo fascículo fueron lanzados al unísono en los quioscos. Y entonces llegó el maldito tercer fascículo de la colección, titulado En poder de los gigantes, cuya portada era, ni más ni menos que la imagen de esta Viñeta Robada ampliada a las dimensiones de 24×30 centímetros. Como ven, la imagen mostraba a Brukka, líder de los cavernícolas que habitaban en las grutas de Frigia, acosando, con toda su pilosa virilidad, a mi amada y delicada Dale Arden. La visión de ese tipo hirsuto me resultó tan pavorosa que le pedí a mi madre que, por favor, no comprara el fascículo de la semana y que ya no quería seguir con esa colección recién empezada, porque me daba miedo. No sé qué pánicos larvarios y heredados de mis ancestros se concentraban en esa estampa, quizá anticipatoria de las situaciones futuras en las que algún ser brutal acabaría interponiéndose entre mí y mis objetos de deseo. Yo, por cierto, tenía seis años.