Nos encanta castigar a los famosos. Los vemos desde el televisor como si fuéramos jueces en un tribunal. Óscar del Pozo explora ese sentimiento.
Not That Kind Of Girl
Lena Dunham como modelo de comportamiento
por Óscar del Pozo
Admiro a la gente que se arriesga, aunque se equivoque. A las personas viscerales. A los bocazas. Soy más de Morrissey que de Johnny Marr, para entendernos. Estoy en contra de esa corriente de opinión que defiende que la humildad, la discreción y la prudencia son el súmmum del comportamiento inteligente. La mayoría de las veces son sólo una forma de esconder la propia mediocridad o, siendo benévolos, la debilidad de carácter. ¿Por qué me tendría que parecer más lúcido y más sabio, por ejemplo, J. D. Salinger por haber huido de la vida pública durante décadas que Lena Dunham por convertir hasta el más insignificante detalle de su vida en una excusa para el exhibicionismo?
En octubre, la Dunham tras recibir todo tipo de insultos (“ponte a dieta, cerda”, “nadie quiere ver ese montón de grasa” y así) por una foto suya en ropa interior. Fue un gesto indigno de ella, una pataleta infantil que nos recordó que, por muchas agallas que haya demostrado hasta ahora, no deja de ser una niña bien residente en Brooklyn que todavía no ha cumplido los treinta años. Porque si de algo se debería sentir orgullosa Lena es de haber convertido su gordura, sus inseguridades, sus frustraciones sexuales, sus imperfecciones, en definitiva, en los motivos para amarla. Lena quiere que la quieran, pero no por sus cualidades, al estilo de un deportista o una actriz de Hollywood, sino por sus defectos. Y hasta la fecha los ha puesto, como un perrito, a los pies de su público. En Girls, la serie de la HBO que la ha hecho archi-famosa, sale desnuda muchas veces, pero en encuadres nada favorecedores y sin disimular sus michelines. Es una mujer impúdica, pero detrás de sus despelotes existe más un deseo de normalización que simple narcisismo. Su primer libro, No soy ese tipo de chica, empieza con una frase que no deja lugar a dudas: “Tengo veinte años y me odio a mí misma. Mi pelo, mi cara, la curva de mi barriga”.
Nacida en el seno de una familia típica de eso que Tom Wolfe denominó la izquierda exquisita, con un padre pintor (Carroll Dunham, un señor que firma óleos de vaginas en forma de boca y penes de tamaño natural) y una madre fotógrafa (Laurie Simmons), Lena se crió en un ambiente acomodado, bohemio y progre que alentó su vocación literaria. De niña era tan pedante e insoportable como todos podemos imaginar. En sus propias palabras: “Detestablemente autoconsciente, irritantemente petulante, con tendencia a leer el diccionario POR DIVERSIÓN”. Probablemente por eso, escribir no le pareció suficiente. Tiene un ego demasiado grande para convertirse en una más de esa generación de escritoras confesionales que se han desarrollado paralelamente al auge de las redes sociales. Lena no aspira solo a la portada del suplemento literario de The New York Times: ella quiere la portada de Time y probablemente también la de Vogue. Por eso, desde que a los veinte años escribió, protagonizó y dirigió su primer corto, Dealing, adoptó como modelo a todos esos cómicos judíos, de Woody Allen a Larry David, que funden persona y personaje, que se convierten a sí mismos en el centro de su obra. Lo que dice y hace la Hannah de Girls o la podría decirlo la propia Lena. Lo suyo, más que la literatura del YO, es la creatividad total del YO: rompe la barrera entre vida y arte, entre ficción y autobiografía.
Girls es probablemente la comedia más irregular de los últimos años, con capítulos muy brillantes (, …) y otros (One Man Trash). En sus mejores momentos tiene grandes cualidades: sus personajes trascienden el cliché, su mirada es lúcida y poco complaciente, su estética hipster (o mumblecore; o de ese nuevo realismo que practican directores como Noah Baumbach o Joe Swanberg…) no es una pose. En cuatro temporadas (en enero se estrena la quinta en Estados Unidos), su directora, guionista, protagonista y productora ejecutiva ha conseguido eso que anunciaba en el primer capítulo: “Convertirme en LA voz de mi generación o, al menos, en UNA voz de una generación”. Por eso, como tantos fans, en cuanto pude me entregué con devoción a la lectura de No soy ese tipo de chica. El libro, algo así como unas memorias divididas en bloques temáticos (sexo, amistad, desórdenes alimenticios..), es otro ejemplo de literatura confesional en pildoritas, ideal para el consumo de blogueras, tuiteras y lectoras de revistas femeninas. ¿Alta literatura? No, pero tampoco vacía ni autocomplaciente. Lo interesante de este diario íntimo es que permite profundizar en una personalidad que se está revelando como un modelo de comportamiento. Va sin ironía, lo creo de verdad. De No soy ese tipo de chica extraigo, al menos, cuatro grandes lecciones:
- PARA ESCRIBIR HAY QUE VIVIR. “Era una persona con metas y con ansias de encontrar nuevas formas de arte, de amistades, de sexo”. Muchas de las historias que Lena relata en el libro son fruto del deseo de experimentar para encontrar materia prima creativa. El origen de su literatura no está en los libros, sino en la vida. Cualquier vivencia, por chunga que sea, puede servir al menos como punto de partida para escribir un guión. “Canalicé mis sentimientos de vergüenza en un corto experimental llamado Condón en un árbol”, explica tras confesar una experiencia humillante con un chico.
- PARA VIVIR HAY QUE FABULAR. “Dirigirme a mi novio por la inicial de su nombre me parecía romántico, como la correspondencia secreta y desesperada de dos intelectuales casados a finales del siglo XIX”. Cuando la realidad no es del todo satisfactoria, recurre a la imaginación. Cualquier experiencia puede mejorar si, mientras la vives, fabulas un poquito. Y si es necesario, fuerza un pelín las cosas. “Me aburría tanto que provocaba discusiones con el fin de experimentar la tensión de estar a punto de perderle”.
- PARA CONTAR ANÉCDOTAS HAY QUE MENTIR. “Soy una narradora poco fiable, porque añado algún detalle inventado a casi cada historia que cuento sobre mi madre. Mi hermana asegura que todos los recuerdos que compartimos los he creado yo para impresionar al público”. Los reyes de las fiestas y las cenas saben que hay que añadir un poco de literatura a las anécdotas para que sean efectivas. Si te ciñes estrictamente a lo que pasó, no es tan divertido. Y ya puestos, hacer pasar por propias las anécdotas de otros. “En ocasiones me veo contando una historia y tardo un momento en darme cuenta de que estoy mintiendo. Mis mejores recuerdos, los que conservo con más cariño, no son míos en absoluto. Pertenecen a otra persona”.
- LA REPRESIÓN EMOCIONAL NO SIRVE PARA NADA. “Desde pequeña yo siempre le había contado mis deseos a mis padres, mi hermana, mi abuela o a cualquiera que me escuchara. Vivo en un mundo en el que, casi de manera compulsiva, no guardo ningún secreto”. La reserva, la inhibición y la represión emocional son una enfermedad. Todos conocemos a gente que necesita recurrir a las drogas o el alcohol para poder soltarse (o que no recurren y no se sueltan: ésos son los peores). Mejor pecar de charlatana e insensata que de comedida. “Hay mujeres que tienen una facilidad para expresarse impresionante o cuya capacidad para desenvolverse me cautiva”. Ése es su modelo. Y el nuestro.