Jordi Costa se despide (temporalmente, no sufráis) de su sección Viñetas robadas con un recorte de El náufrago de A, de Fred. ¿Y?
Humor
En una de las entregas de su serie de televisión Tales of the Unexpected, el maestro Roald Dahl proponía la siguiente clasificación: 1) si un hombre resbala con una piel de plátano y se da un gracioso trompazo contra el suelo, eso es comedia; 2) si un hombre resbala con una piel de plátano, se rompe la crisma contra el suelo y muere, eso es tragedia; y 3) si un hombre resbala con una piel de plátano, pierde el control de sus pasos, cae en el interior de una máquina en una empresa de industrias cárnicas y acaba convertido en una ristra de salchichas, eso es humor negro.
Al contrario que esos guardianes de la moral, como el psiquiatra Fredric Wertham, que vieron afán corruptor donde había complicidad lúdica, el lector de historietas sabe que uno de los mejores territorios para disfrutar del humor negro fueron los tebeos de terror que publicaba la EC Comics en la década de los cincuenta: las últimas viñetas de cada relato eran, siempre, una broma macabra encarnada en imaginería sangrienta, una especie de gag culminante que hermanaba, por así decirlo, memoria del slapstick con premonición del gore. Lo que no entraba en las expectativas de incluso el más encallecido explorador de viñetas era toparse con algo parecido a eso en un territorio en principio tan alejado de ese espectro de intereses como nuestro viejo TBO, esa publicación que los niños de mi generación leímos como una suerte de Cápsula del Tiempo, un contenedor de risas venido del pasado y marcado por una cierta concepción básica e inmaculada del humor, recorrida por un suave costumbrismo que poco tenía que ver con la mirada sobre la realidad social de la posguerra y el desarrollismo que ofrecería, de manera bastante más inclemente y agresiva, la Escuela Bruguera.
Por Jordi Costa
La Viñeta Robada de esta entrega de la sección es, directamente, una de las imágenes más perturbadoras que me proporcionaron mis lecturas de infancia. El primer contacto con esta pesadilla debió de tener lugar, más o menos, a la altura de mi primero de EGB: me confirma la fecha el hecho de que, con mi tosco trazo de entonces (que tampoco es que haya mejorado mucho ahora), intenté hacer una versión de la historieta en un cuaderno de espiral de hojas cuadriculadas. En la vida adulta, me reencontré con la imagen en el segundo volumen de la colección El TBO de siempre que, bajo el título de Al compás del tiempo, publicó Ediciones B en el año 2007. La viñeta es la que cierra la historieta de Benejam, padre de Melitón Pérez, la familia Ulises, Eustaquio Morcillón y Babalí, entre otros, titulada Hierrociro. Fábrica Automática de Hierros Artísticos S. L.: en ella, un matrimonio de clase media visita una fábrica de hierros artísticos, donde es recibida por un tal Dr. Fritz, inventor de la prodigiosa máquina para retorcer artísticamente el metal Hierrociro. Nota al margen: algún día habrá que preguntarse por la extraña querencia por la figura del mad doctor de una revista tan pegada a lo cotidiano y al humor realista como el TBO, que convirtió a esa respuesta europea a las invenciones desopilantes de Rube Goldberg que fue el profesor Franz de Copenhage en una de sus figuras más emblemáticas.
El escueto relato de la historieta suponía casi una adaptación literal de la definición dahliana del humor negro: en el curso del recorrido por esas instalaciones industriales, el sufrido Gregorio –el marido de esa pareja protagonista- era empujado accidentalmente por un par de operarios que transportaban una viga hacia el interior de la máquina infernal Hierrociro para emerger, al otro lado, convertido, directamente, en una instalación artística al mismo tiempo ridícula y escalofriante.
Benejam, con su trazo dinámico hecho de caracolillos de asombro y convertido en perfecto instrumento evocador de una dinámica de la perplejidad cotidiana y de la torpeza intrínseca a la estricta normalidad de sus personajes, estaba anticipando, sin saberlo, un futuro de arte contemporáneo muy “Sensation”, muy Saatchi Gallery, muy Damien Hirst, muy Gunther von Hagens y muy John Doe (ya saben, el asesino de Seven, el psycho killer más obsesionado en concebir su práctica como instalación artística). Creo que en mi infancia no me hizo ninguna gracia esta última viñeta: más bien me provocó pesadillas, se me enquistó. De alguna manera, aunque no lo verbalizara, no dejaba de atormentarme el hecho de no saber si en esa viñeta final Gregorio estaba vivo o muerto. Hace poco, le he enseñado esta historieta a un gran amigo y le he contado mis desvelos en esos años escolares. “Mejor que estuviera muerto”, ha concluido.