Dicen que el secreto está en insinuar, más que en mostrar. Toma, claro, por eso mismo es un secreto, ¿no? En cualquier caso, es cierto: a nuestra imaginación le gusta más colarse sigilosamente por rendijas que no traspasar puertas ya abiertas bañadas de luz. También hay quien asegura que la clave reside en la lentitud de movimientos, que el retraso estratégicamente dispuesto y la reiteración pausada estilizan nuestra ansiedad. Bueno, vale. Pero siempre que eso no implique quedarse en un estadio tántrico. Habrá quien crea que el quid es el sucedáneo de realidad (aunque, en cierta forma, aumentada). Un escenario plausible, un o una protagonista cercana, un encuadre vulgar, una textura doméstica… todo ayuda a proyectar. A proyectarnos. Al “¿y si…?”. Por otro lado, expertos en la materia como Luís García Berlanga, Juan García Hortelano, Jaime Gil de Biedma, Fernando Fernán Gómez, Juan Marsé, Ricardo Muñoz Suay y Beatriz de Moura (todos ellos en alguna ocasión miembros del jurado de aquel premio literario que reía en vertical) opinan todo lo contrario: ha de haber algún elemento novedoso, fuera de sitio, que se distinga en una situación familiar para convertir lo vulgar en excitante. Pongamos que unas gafas de sol en interiores. No sé. Tal vez sea la suma de todas estas variables, aunque algunas de ellas sean contrarias o, directamente, excluyentes. O tal vez sea que la sensualidad, el erotismo, el deseo o como queramos llamarlo está en el ojo. Es cosa de recepción, no de emisión. De respuesta, no de estímulo. Es una sensación térmica que poco tiene que ver con la temperatura exterior. Un abanico que quita y da calor. No sé si me explico. No sé si hace falta.