#OscarsSoBlack es el hashtag que este año sustituye a #OscarsSoWhite a modo de despedida del legado cinematográfico de la era Obama. Eulàlia Iglesias analiza.
A MI MANERA:
Entre los numerosos textos publicados con motivo del 25 aniversario de Uno de los nuestros, resulta significativo en concreto, que apareció en el New York Post: Sorry ladies you’ll never understand why guys love Goodfellas. A un cuarto de siglo de su estreno, la película de Martin Scorsese se ha convertido en un hito cinematográfico, un film cuya influencia abarca desde los autores del gran cine norteamericano ajeno al blockbuster (Paul Thomas Anderson, David Fincher, Quentin Tarantino…) hasta el nacimiento de la nueva ficción televisiva. Pero según Kyle Smith, Uno de los nuestros sería sobre todo el epónimo de la peli para tíos, la que mejor definiría la fantasía masculina última, la que más invita a un sentimiento de virilidad compartida… sin atisbo de connotación gay (como parodiaba un del sketch Hotdogs for homophobes en el late night de Conan O’Brien). Hasta el punto que las mujeres no seríamos capaces de entenderla.
No vamos a entrar a estas alturas a desactivar este último argumento (como si las mujeres no estuviéramos acostumbradas tras tantos siglos a asimilar, descodificar y apropiarnos de un discurso hegemónico tradicionalmente masculino). Me parece mucho más interesante cuestionar la supuesta celebración de la masculinidad y del colegueo entre hombres que teóricamente ofrece Uno de los nuestros.
Como deja plasmado Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, el Nuevo Hollywood donde se forjó Martin Scorsese fue en sí mismo una fantasía masculina hecha realidad. En la década de los setenta, los tipos más freaks de la escuela de cine consiguieron tomar el control artístico del cuartel general de la industria sin necesidad de llevar a cabo ninguna revolución. De repente, esos locos de las películas europeas y japonesas trabajaban para las grandes productoras, ganaban dinero a espuertas, ligaban todo lo que querían, se drogaban hasta las cejas y recibían reconocimiento crítico internacional por rodar las películas que les salían de los cojones. Se habían hecho ricos y famosos sin renunciar a sus principios artísticos. Todavía más: no solo no tuvieron que adaptarse al canon de Hollywood sino que Hollywood adoptó, temporalmente, su canon.
Un canon que, entre otros axiomas, consagró el protagonismo del antihéroe masculino de raigambre contracultural. El héroe crepuscular clásico y el rebelde sin causa daban paso a un personaje más feroz, bruto e individualista que no se sometía a la moral dictada por una sociedad de cuyos valores renegaba. Travis Bickle, por ejemplo, es un despojo de la sociedad estadounidense postVietnam que, sin embargo, consigue reinsertarse gracias a un acto de violencia desatada. El protagonista de Taxi Driver, surgido del cerebro moralmente calenturiento de Paul Schrader, acabó anticipando a su pesar el éxito social del renegado convertido en héroe testosterónico típico de los ochenta. Cuando Reagan llegó al poder, el poso de malestar y profunda ironía que acompañaba el gesto final del protagonista de Taxi Driver dejaba de ser necesario.
Pero fue Brian de Palma quien propuso la síntesis perfecta entre el carisma del antihéroe marginal alimentado por el Nuevo Hollywood y la exaltación del macho-héroe propio de los ochenta en la figura del Tony Montana de El precio del poder, actualización del Scarface de Howard Hawks. Antes de Uno de los nuestros, Montana había cotizado muy alto en ese imaginario masculino donde el gángster representa la fantasía última de poder sin esfuerzo, de la riqueza sin sudor, de la libertad sin responsabilidades. El “my way” llevado a su última expresión y hasta sus últimas consecuencias.
Dejando atrás los setenta y ochenta, el gran acierto del Henry Hill encarnado por Ray Liotta en Uno de los nuestros es que es el gángster con el que le resulta más fácil identificarse al común de los espectadores. Hill representa al héroe rock’n’roll clásico frente a ese Tony Montana gangsta neobarroco de tendencias incestuosas (demasiado retorcido y excesivo) o al Vito Corleone de perfil trágico y operístico (tan clasista y vieja escuela). Una identificación que se articula desde la primera frase del film, expresada a través de la voz en off: “toda mi vida quise ser un gángster”. Uno de los nuestros toma la forma de una confesión, pero no la de un arrepentido. Tampoco la del traidor que acaba entregando a sus colegas a la policía para salvar su pellejo. Por el contrario, la frase de Liotta expresa en voz alta ese deseo oculto no confesado de tantos y tantos espectadores.
Henry Hill también es un personaje mucho más accesible que aquellos surgidos de la pluma de Paul Schrader, narcisistas virulentos y atormentados de trayectoria espiritual demasiado espinosa como para conectar con la audiencia media. En Uno de los nuestros incluso la puesta en escena tiene algo de viril (con el permiso de la gran Thelma Schoonmaker), con el montaje picado para resumir a modo de crónica metodologías de trabajo o sucesión de acontecimiento (estilema copiado hasta la saciedad en multitud de films posteriores), y con ese tremendo plano-secuencia de entrada en el Copacabana que tendría algo de equivalente en el lenguaje cinematográfico a demostrar lo gorda que la tienes. Aunque en Scorsese no quede en mero exhibicionismo y confirme la aceptación del personaje en un medio exclusivo por el que se mueve como pez en el agua.
Uno de los nuestros marcó el punto de partida de una nueva etapa en la filmografía de Scorsese. Tras una década, la de los ochenta, en que navegó a la deriva entre su adiós al Nuevo Hollywood, proyectos muy personales y exitosos flirteos con la industria, el italoamericano preparó la entrada a la década de los noventa con un film que al mismo tiempo actualiza sus inquietudes recurrentes (Uno de los nuestros es en parte un Malas calles estilizado y con menor implicación personal) y temáticas habituales (individuo vs grupo), le reconcilia con la industria sin abandonar su sello personal y le permite iniciar una suerte de trilogía, que cierran Casino y El lobo de Wall Street, donde se repite la pauta de reseguir el auge y caída de un personaje en una subcultura mafiosa (mundo de las drogas, del juego o de las finanzas) que se alimenta del capitalismo al tiempo que elude su sistema de vigilancia democrática. Tres películas que acaban configurando uno de los retratos más palmarios del triunfador hecho a sí mismo como el gran depredador económico.
Como demuestra Lawless (Sin ley) o las inevitables conexiones entre series como Deadwood y Boardwalk Empire, se puede trazar una línea de continuidad entre esos dos géneros esencialmente norteamericanos que son el western y el cine de gángsters. En cierta manera, el cine de gángsters también relata la conquista de un territorio que ya disponía de leyes propias. Al inicio de Uno de los nuestros, el personaje de Liotta lo deja claro. Convertirse en gángster es la forma de adueñarse del barrio. Aún más, es el único camino del que dispone la clase obrera para alcanzar el sueño americano. Dentro del capitalismo liberal, el ascensor social no funciona. O se trabaja mucho para ganar poco (como los padres de Henry) o se encuentra la manera de ganar mucho sin trabajar demasiado, a expensas de la democracia. Pero al contrario de lo que sucede en el western, aquí no se trata de sustituir el sistema antiguo sino de cohabitar con él.
Uno de los nuestros lleva a cabo una disección de este sistema dentro del sistema que le permite a Henry sentirse como el rey de la ciudad. Como ya sucedía en Malas calles, Scorsese analiza los rituales de una comunidad que funciona con sus códigos propios: la importancia de la pureza de la sangre, la omertà, la tipificación de la doble vida sexual de los hombres casados, el falso colegueo entre iguales, el culto al lujo… Pero el simulacro de libertad individual que vive el personaje se desvanece ante la progresiva tensión de quien debe someterse a los rituales ultracodificados de la subcultura en la que ha ingresado. La relación entre los personajes masculinos de Uno de los nuestros, por tanto, no responde a las características de la amistad sino a las dinámicas de una negociación continua en torno a los límites del compañerismo. El film también deja claro que, precisamente en lo que a individuos se refiere, la familia mafiosa los considera tan prescindibles como reemplazables. Karen (Lorraine Bracco), la esposa judía de Henry, observa con tino que la mayoría de integrantes de la familia se llaman Peter o Paul, prueba no solo de la endogamia conservadora católica de esta comunidad italoamericana sino también del escaso valor de esa individualidad que los personajes, por otro lado, no se cansan de exaltar.
En el fondo, el gran héroe masculino de la trilogía del depredador mafioso de Scorsese no es otro que ese policía gris que encarna Kyle Chandler en El lobo de Wall Street, cuyo sueldo no le llega ni para tener coche. Pocas más memorables en el cine contemporáneo como la de este agente volviendo a casa en metro tras conseguir la condena a uno de los grandes estafadores de su país, mientras Simon & Garfunkel cantan aquello de “Laugh about it, shout about it / When you’ve got to choose / Every way you look at this you lose”. Ah, y si lo que apetece es ver una obra maestra que celebre el compañerismo masculino al margen de la ley, nada como revisar La evasión de Jacques Becker.
Joe Pesci consiguió situarse muy cerca del “You talkin’ to me?” de Robert DeNiro en Taxi Driver con su “I’m funny how?”, su afrenta ful a Ray Liotta que ponía de manifiesto los resbaladizos límites del colegueo en el manual del protocolo mafioso. Esta escena sigue siendo la más citada, parodiada e imitada del film.
Una larga descendencia
Entre la vasta prole de Uno de los nuestros se encuentran desde Boogie Nights de Paul Thomas Anderson (que incluso le el famoso de entrada a discoteca) hasta Los Soprano. La serie madre de la nueva ficción es una de las descendientes más directas de la película de Martin Scorsese, de la que toma prestado casi todo: su visión más próxima y desmitificada de la Mafia, la mayoría de sus secundarios, de Lorraine Bracco a Michael Imperioli, y sobre todo, el formato confesional que humaniza al mafioso. Tony Soprano no nos cuenta su vida desde la voz en off sino desde el diván de una psiquiatra. El resultado es el mismo. Un nuevo tipo de protagonista se instala desde entonces en la ficción seriada de la pequeña pantalla. El criminal antes condenado a ser la némesis de algún defensor de la ley cambia de bando y se convierte en el protagonista. Tony Soprano y después de él Walter White, Nucky Thompson, Dexter Morgan, Don Draper, Hannibal Lecter… son asesinos, ladrones, extorsionadores, mentirosos o traficantes de droga, sí. Pero también personajes que ponen en evidencia sus debilidades más humanas, aquellas que les permiten ganarse la empatía del espectador.
La última serie en apuntarse al formato Uno de los nuestros ha sido Narcos, mientras que los diplomas a las películas más goodfellianas de la temporada en cines van para Black Mass de Scott Copper y Lazos de sangre de Guillaume Canet, que parece rodada siguiendo el manual “Cómo hacer una película a la manera de Martin Scorsese”.
Citas televisivas
La incorporación a la cultura popular de Uno de los nuestros queda sancionada por su inevitable presencia en forma de cita en cualquiera de estas series postmodernas hiper-referenciales. En el de la primera temporada de Community, el grupo de estudio toma el control del suministro de pollo en la cafetería de la universidad al más puro estilo mafioso y gracias a los conocimientos sobre el tema que Abed ha adquirido de films como el de Scorsese. En la segunda temporada de Futurama, Bender también flirtea con unos goodfellas en el capítulo doce. En Los Simpson se ha citado en capítulos como Bart the Murderer y The Haw-hawed Couple.