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A veces resulta extremadamente fácil y obvio responder a una pregunta que, a primera vista, puede parecer tramposa y un punto metafísica: ¿dónde está el futuro? A lo largo de la Historia hemos tenido ocasión de comprobar cómo el futuro –su potencia, su motor– estaban en la cabeza de simples mortales que, inevitablemente, tuvieron que pasar por el fatigoso trámite de sentar durante muchas horas el culo en su silla de trabajo para desencadenarlo. Un ejemplo: Winsor McCay, que fue, al mismo tiempo, motor de la animación y de la historieta norteamericanas demostrando que insospechadas posibilidades lingüísticas palpitaban bajo las expresiones primitivas de ambos medios. El creador de Little Nemo, para quien la página en blanco era una construcción arquitectónica al servicio del inconsciente, supo ver, por ejemplo, que lo que, en años sucesivos, se articularía como lenguaje canónico de la animación se iba a fundamentar sobre la concienzuda caracterización de personajes: antes de que los animadores de la Disney recogiesen y desarrollasen la idea, ya demostró que la manera de hacer palpable una maravilla pasaba por algo tan alquímico como dotar de alma a la pura forma.
En el Japón de posguerra hubo otra cabeza en la que latía el futuro en potencia: la de Osamu Tezuka, un señor con boina de gesto afable, a quien su ficha en la Wikipedia atribuye una bibliografía de más de 700 títulos que vendrían a sumar unas 150.000 páginas. Pero no nos dejemos impresionar por lo numérico: impresionémonos por lo que significaron esa barbaridad de páginas, pues en ella se sentaron las bases lingüístico-expresivas de toda la cultura del manga que habría que venir. Y, como un McCay del Sol Naciente, a Tezuka también se atribuye la construcción de los fundamentos formales del anime: un modelo de animación limitada que nació de la precariedad económica de un Japón abatido y que, poco a poco, evolucionó en forma de vocabulario proteico y tremendamente flexible para explicarlo todo, en un panorámico registro que se extienda de la micro-sutileza a la mega-hipérbole.
Esta Viñeta Robada pertenece a una de las obras adultas de Tezuka en el terreno del manga: El libro de los insectos humanos, traducida al castellano por Eva Sakai y editado por Astiberri en 2013. Cuando la leí, pensé que me gustaría mucho ver una adaptación cinematográfica de esta historia a cargo de Pedro Almodóvar o que se descubriera una desconocida adaptación que hubiese dirigido Yasuzo Masumura a mediados de los 70 –la fecha de publicación original del manga fue 1970–, siguiendo el mismo registro formal que ese maestro de la transgresión había empleado en la década anterior en su inolvidable Manji, una historia de amor fou con triángulo basada en una novela de Junichiro Tanizaki. El libro de los insectos humanos es, ante todo, un melodrama negro en torno al arquetipo de la mujer fatal: Toshiko Tomura, veinteañera, es, al mismo tiempo, actriz de fama mundial, arquitecta en ciernes y ganadora del premio literario más importante de Japón; pero, ante todo, es una mantis religiosa y un objeto de deseo letal en perpetua transformación.
La viñeta en cuestión pertenece al segundo capítulo de ese relato de largo aliento que alcanza las 364 páginas: en El pulgón, el capítulo se abre a ritmo de jazz demostrando la extrema comprensión de las formas libres de ese género musical por parte de un Tezuka de trazo proteico. Acto seguido, vemos cómo la adorable Tomura se deshace de todo aquello que se interpone en su camino; en este caso en particular, un apocado periodista secretamente enamorado de la gran diva. La chica ha contratado a un sicario, que lleva a un infeliz periodista hasta un bar abandonado, situado al lado de unas obras donde una inmensa perforadora golpea el suelo a intervalos de diez segundos.
Extraer esta viñeta de una escena que se desarrolla a lo largo de nueve páginas es cometer una grave injusticia con respecto a la maestría de Tezuka en lo que respecta a la composición de página: el japonés no veía la viñeta como una unidad autónoma, sino que concebía la página como un organismo dinámico en el que se establecían relaciones de continuidad entre los elementos. De hecho, así es como debería pensar todo buen historietista. En el caso de Tezuka, sus páginas de manga tuvieron mucho de cine potencial y eso, en cierto sentido, quedó fijado como base del lenguaje canónico del medio en Japón, donde el dinamismo plástico –la forma en movimiento expresivo– suele ocupar una posición jerárquica superior al de la narración puramente verbalizada. A lo largo de esas nueve páginas, la acción de la perforadora aparece, al principio, anunciada por una contundente onomatopeya –CLANG!– que asusta a la inminente víctima. En la página siguiente, los lectores ya tienen ocasión de contemplar a la perforadora en acción, mostrada en una espectacular viñeta vertical que, desde ese momento, va a condicionar la construcción visual de cada plancha hasta el final de la escena. Las viñetas de la perforadora en acción se alternan, en montaje paralelo, con el asesinato del periodista Kametaro por parte del sicario: la onomatopeya de los golpes de la perforadora tapan y enmudecen a otra onomatopeya, la de los disparos.
La recurrencia de las viñetas verticales con onomatopeya conforma la base rítmica de una escena de violencia tratada como una escena musical, anticipada por la libertad jazzística de formas y trazo que abrió el capítulo. En esta viñeta vemos la sombra del asesino transportando el cuerpo de Kametaro hacia el hueco donde la perforada lo dejará hecho pulpa o lámina. Esta viñeta es, pues, uno de los ladrillos esenciales en una construcción muy compleja, una nota musical (percutiva) en una partitura que sólo podía ejecutar un virtuoso de la plancha, para quien cada viñeta vendría a ser nada más –pero tampoco nada menos– que la tecla de un piano de papel. Un atisbo de gloria: léanse el libro entero y lo comprobarán.