Michael Cimino,

en el curso del tiempo

por Carlos Losilla

Al volver la vista hacia aquellos años, por mucho que se tratara de una época cinematográfica fecunda y jubilosa, no recuerdo una revelación semejante a la que me supuso El cazador , la segunda película de Michael Cimino. Debo resituarme: pasado el ecuador de la década de los setenta del pasado siglo, el cine suponía la posibilidad de hallazgos constantes. En Europa, aquello a lo que habíamos llamado “nuevos cines” mostraba sus últimos estertores, pero se trataba de una agonía tan lenta como hermosa. En América, el Nuevo Hollywood también se estaba muriendo, y sin embargo aún era capaz de alumbrar sorpresas asombrosas. Y los viejos maestros se despedían sin asomo de debilidad creativa: Fedora, de Billy Wilder, o Nina, de Vincente Minnelli, podían situarse a la misma altura que las propuestas contemporáneas de Francis Ford Coppola o Martin Scorsese. Entiéndaseme bien, no se trata de nostalgia, esa vieja arma de la cinefilia, sino de la constatación de un espacio y un tiempo en el que las cosas se sucedían a sí mismas sin detenerse, a un ritmo imparable. Supongo que ocurrió lo mismo en los años cincuenta, cuando coincidieron Hitchcock y Rossellini, y soy testigo de que ese estallido de creatividad se repitió en el cambio de siglo, cuando de una tacada se sucedieron películas de la altura de The River, de Tsai Ming-liang, o Gerry, de Gus van Sant. La única diferencia reside en que, en el primer caso, yo no estaba allí para dar fe, mientras que en el segundo incluso levanté alguna que otra acta. Sin embargo, nada resulta comparable ahora, en mi memoria del tiempo del cine, al momento en que Cimino se unió a otros tantos cineastas fundamentales que, a la vez, cerraban una era y abrían otra: Robert Altman y Wim Wenders, Arthur Penn y Jean Eustache…

Pero debo regresar a Cimino, pues El cazador también supuso una de esas culminaciones apoteósicas. En aquella historia de la guerra de Vietnam, en aquel relato sobre la amistad y la pérdida, sobre la guerra y la melancolía, reaparecían los fantasmas de David W. Griffith, de John Ford, de Douglas Sirk, de Samuel Fuller, de Sam Peckinpah. Y estos se superponían a las huellas recientes de la Nouvelle Vague, del Free Cinema, del Nuevo Cine Alemán . Tres amigos acuden a la boda de uno de ellos, conscientes de que al día siguiente partirán para Vietnam, donde sus vidas cambiarán para siempre. Ahora los veo jugando al billar y bebiendo cerveza en su bar favorito, tras una jornada de caza, hasta que alguien acomete al piano una melodía de Chopin. De repente, tras una elipsis fulgurante, el sonido de un helicóptero nos transporta al escenario de la batalla, tiempo después, y ya todo será distinto. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía ser que el cine americano aceptara aquella transición, aquel brusco cambio de tono? ¿Y por qué algunas escenas eran demasiados contemplativas para una película épica, mientras que otras eran demasiado violentas para una película lírica? Pues El cazador era ambas cosas, y de ahí su estatuto ambiguo, su vigor incesante, a veces interrumpido por episodios donde la narración se volvía depresiva, se hundía en una incomprensible indefinición temporal. En el recuerdo colectivo perviven sobre todo las escenas de la ruleta rusa, las pistolas rondando las sienes de los protagonistas. Pero ¿qué hay de las brumas que rodean a los ciervos en la cima de la montaña, del tiempo suspendido de la caza enfrentado al tiempo voraz de la guerra? Hay que detenerse ahí, porque ese es el origen de La puerta del cielo, el siguiente largometraje de Cimino.

No me voy a recrear en la historia ya sabida, en la accidentada producción de esta película, en su fracaso en taquilla, que según la leyenda provocó el hundimiento de United Artists por culpa de la megalomanía de Cimino. Ahora solo veo las imágenes, y eso es lo que queda, sobre todo en la versión de 219 minutos que hoy se considera la única posible. Sin embargo, en su estreno español, yo vi la copia cortada de dos horas y, de algún modo, me supuso una decepción. Durante mucho tiempo he creído que los cortes tuvieron la culpa, pero ahora sé que no fue así. De hecho, la responsabilidad debía de haber recaído desde el principio en El cazador, en su recuerdo demasiado abrumador, demasiado reciente, pues, por supuesto, yo esperaba algo parecido, una celebración funeraria del cine clásico, mientras que La puerta del cielo me estaba ofreciendo el inicio de una nueva era que nunca tuvo lugar. Y la verdad es que muchos otros también esperaban algo parecido, deseaban que aquella historia sobre la guerra de Vietnam se metamorfoseara casi tal cual en esta nueva historia sobre la guerra del condado de Johnson, en Wyoming, cuando los próceres locales, allá en 1890, decidieron aniquilar a los inmigrantes que pretendían instalarse en aquellas tierras. También aquí es convocada una historia de amistad, ahora entre un agente federal y un sicario de los terratenientes, así como una historia de amor tan callada e intensa como la que atravesaba El cazador. Pero Cimino había ido demasiado deprisa de una película a otra, de modo que el lenguaje de La puerta del cielo se convirtió en algo prácticamente incomprensible para una gran cantidad de espectadores. Los personajes aparecían y desaparecían sin razón aparente, no importa cuál fuera su importancia para la trama. De hecho, esa misma “trama” se mostraba difusa y deshilvanada, ya no con elipsis a la manera de El cazador, sino con verdaderos agujeros narrativos, episodios que nunca se enseñaban ni justificaban, a no ser por veladas alusiones agazapadas en los diálogos. Y los momentos en apariencia más insignificantes se alargaban hasta alcanzar dimensiones colosales, como si el tiempo de la película fuera algo parecido al acto de la evocación, que, como es bien sabido, contrae y dilata las imágenes, mentales o físicas, según la importancia que concede a cada una de ellas, no según la jerarquía en la que se inscriben a la hora de constituir un relato. Pues sí, se trataba de eso: La puerta del cielo era una película fantaseada, no contada, y ello se hacía difícil de digerir incluso para un espectador de aquel momento.

Cimino lo daba por hecho: su público estaba en la obligación de saber –o, en su defecto, de aprender– que esas estrategias narrativas no eran intrínsecamente nocivas para la calidad del material, que el cine estaba cambiando y era posible que estuvieran instaurándose nuevas reglas, ajenas al mandato, ya en decadencia, de un cierto tipo de relato. Así, mis dudas ante la película tenían mucho que ver con eso: no me había afectado tanto como El cazador sencillamente porque su modo de provocar la emoción era otro, y yo aún no disponía de las herramientas necesarias para llegar a él. He ahí una cuestión mayor de la función estética que, de súbito, una película como La puerta del cielo proponía a modo de desafío, y con una cierta brutalidad, a mi capacidad de ver y entender. Por mucho que mi mirada ya hubiera pasado por Antonioni y Bergman, por Kluge y Godard, en la película de Cimino anidaba algo distinto. El empaque era el del cine clásico, pero la manera de transmitirlo iba por un camino distinto al transitado por los renovadores europeos, intentaba encontrar un código propio de la cultura americana que también pudiera considerarse “moderno”, más allá de la vanguardia y la experimentación puras, en otro territorio distinto al que hollaban James Benning o Mark Rappaport. Es decir, estaba llevando al límite las propuestas del Nuevo Hollywood, de El largo adiós a Apocalypse Now, demoliendo la herencia clásica no desde el exterior, desde el ejemplo del cine europeo, sino desde las entrañas mismas del Gran Relato Americano. Cimino intentaba ponerse así a la altura de lo que habían conseguido Scott Fitzgerald o Sherwood Anderson muchos años antes, pero olvidaba que el cine no depende de los mismos condicionamientos que la literatura. Y eso acabó con su carrera, con el Hollywood de los setenta y con la posibilidad de un nuevo cine moderno americano. ¿O no fue esa la razón?

Durante todos estos años, a medida que he ido viendo una y otra vez La puerta del cielo, no he dejado de preguntarme por mi posible responsabilidad en esa debacle. Sobre todo porque contradice mis ideas acerca de la labor del crítico, según las cuales ese oficio consiste en detectar al instante por dónde van las cosas en una determinada forma artística, en este caso el cine. Si no supe ver la importancia de La puerta del cielo, ¿cuántos otros errores fatales como ese puedo haber cometido? Mi relato de la historia del cine, ¿no será un relato falseado a partir de varios puntos de partida equivocados? Por no hablar de mi relato de la historia de la literatura o la pintura, que también se han visto sacudidos por cataclismos de ese tipo en el curso del tiempo. Ahora que va a aparecer la edición española de La puerta del cielo en DVD y Blu-ray , con un ensayo al respecto que estoy escribiendo para la ocasión, he visto de nuevo un par de veces esa versión de más de tres horas y mis impresiones no hacen más que reafirmarse. Terminaré con una de ellas, que acaba de asaltarme hace escasos días y quizá se encuentre en el origen de lo que acabo de escribir. Pues puede parecer que haya escogido La puerta del cielo al azar, como ejemplo de esa osada categoría de películas que se adelantaron a su tiempo y confundieron a unos cuantos despistados como yo. Y no es así, se trata de otra cosa, de la instauración de una especie de quiebra no solo en la historia del cine, sino también en la historia del pensamiento sobre cine.

¿Qué hubiera sido de André Bazin sin Rossellini en los años cincuenta ? ¿En qué hubieran quedado algunas películas de Tsai Ming-liang o Gus van Sant sin esa revolución crítica que se ha venido en llamar la “nueva cinefilia” y se produce a caballo entre el siglo XX y el XXI? De alguna manera, pensar el cine significa partir no solo de imágenes concretas, sino del modo en que imaginamos esas imágenes a la hora de hablar sobre ellas, y del modo en que las vemos encarnarse en la obra de alguien, en una película o en varias, en un momento determinado. Pensar el cine no es solo descifrar, interpretar o analizar. También consiste en situar ese análisis en nuestro imaginario y ponerlo a trabajar junto con otros, junto con los efectos que han tenido en él otras imágenes. ¿Qué hubiera ocurrido, en el momento de su estreno, de producirse un consenso más o menos unánime sobre las bondades de La puerta del cielo? ¿De qué estatuto gozaría ahora si se hubiera desencadenado un alud de textos, de ensayos, de reflexiones entusiastas a su alrededor? ¿Se vería como uno de esos hitos indispensables ante los que el pensamiento sobre cine no puede hacer otra cosa que ponerse en marcha? ¿Cuál hubiera sido el resultado crítico si, ya desde entonces, se hubieran establecido lazos de unión con Corazonada o Carga maldita, por ejemplo, todas ellas películas fragmentarias, alusivas, más atentas al detalle que a la trama, que, aun permaneciendo en el marco del género, proponían nuevas salidas en ese terreno, tras el pesimismo al respecto que había supuesto la evolución de la década en Hollywood?

Pero no. En lugar de eso, nos pusimos a hablar de la muerte del cine. Y a llorar por la desaparición del cine clásico. Y a lamentar la corta vida del cine moderno, que había nacido en los sesenta . Y a ver, en Relámpago sobre agua o Arrebato, la confirmación de esas hipótesis fúnebres. Y a dedicar las dos décadas siguientes a intentar que resucitaran todos aquellos fantasmas. De este modo, Cimino nunca pudo tener a su Bazin, y un cierto cine americano coetáneo solo pudo ser visto como una gloriosa sucesión de excepciones, de películas excéntricas que terminaron con Hollywood, como siempre se le ha reprochado a La puerta del cielo. No es así, créanme. La película de Cimino, como Apocalypse Now u Opening Night , suponía la posibilidad de un cine americano post -moderno mucho más rico que aquel que finalmente tuvo lugar. Y ese desencuentro fatal se convirtió en uno de los fracasos más decisivos, en toda la historia del cine, de la relación entre cineastas y críticos. En efecto, Cimino había fabricado una película absolutamente revolucionaria, una propuesta de ruptura extrema con las formas de la convención, dotada de una radicalidad -más allá de la incipiente carga política del tema – que Hollywood no pudo soportar. Y la industria reaccionó con una rapidez y una virulencia tales que aún hoy parecen desproporcionadas. No por casualidad, el fracaso de público y crítica de La puerta del cielo y el triunfo de un ex- actor mediocre como Ronald Reagan en las elecciones presidenciales de 1980 se produjeron casi al unísono: el viejo mito de Hollywood venía a imponerse, desde todos los frentes, a todas aquellas rupturas que estuvieron a punto de tener lugar. Pero eso, que ahora parece tan claro, entonces solo lo entendieron unos pocos entre los que, ay, no pude contarme.

Michael Cimino, en el curso del tiempo – O Productora Audiovisual
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Carlos Losilla