Jordi Costa se despide (temporalmente, no sufráis) de su sección Viñetas robadas con un recorte de El náufrago de A, de Fred. ¿Y?
Testicularidad
del mad doctor.
por Jordi Costa
Viñetas
robadas.
Una determinada viñeta puede hipnotizar y arrebatar a un lector aunque prácticamente no conozca su contexto. O conozca lo mínimo de dicho contexto. He aquí un buen ejemplo, sacado de un tebeo que el responsable de esta sección ni siquiera ha leído. Tenemos frente a nosotros, pues, una viñeta entendida casi como objeto encontrado y, por tanto, como invitación a imaginar el discurso general en el que se integra y, quizá también, las pulsiones profundas que se puedan intuir por debajo de ella.
El lugar del hallazgo es un libro magnífico: Superhombres ibéricos de Pedro Porcel, publicado por Edicions de Ponent, y una muestra más de la erudición lúdica de un autor que ya había entrado a fondo en la historia del tebeo valenciano y en las maravillas y asombros del tradicional cuadernillo de aventuras. En este volumen, Porcel reivindicaba el origen europeo del concepto de súper-héroe y catalogaba y analizaba, con tanto rigor como espíritu zumbón, las mutaciones del arquetipo a lo largo de la evolución de la historieta española. Esta perla encontrada ilustraba el capítulo –Mad Doctors hasta en la sopa– que el autor dedicaba a una figura utilizada recurrentemente como antagonista de ese arquetipo central: el mad doctor.
La viñeta pertenece a la serie La vuelta al mundo de dos muchachos, publicada en 1948, del futuro autor de una popular serie que nacería ese mismo año (Hazañas bélicas), Boixcar. Porcel resume así de qué iba la cosa: “Dos chicarrones hispanos emprenden el más bizarro viaje alrededor del globo que se haya hecho jamás, topando en su camino con momias redivivas, mercaderes de esclavos, negros disfrazados de jirafas o un encantador mad doctor que a imitación del Moreau de Wells habita una isla y está empeñado en convertir a los animales en seres humanos. Entre cuevas y estilizados laboratorios los dos muchachos eliminan a las desgraciadas criaturas del Doctor, más semejantes a mequetrefes de grandes orejas que a engendros malignos, con el método siempre eficaz del garrotazo y tentetieso tan del agrado del lector de cuadernos de aventuras”.
La maestría en el sombreado expresivo de Boixcar, así como su habilidad para el encuadre enfático, resultan palpables en la composición de esta viñeta, presidida por esa suerte de pulmón de acero flanqueado por un juego de retortas, todo ello recortado sobre un fondo de muro de pedrusco medieval, que, con admirable economía de medios, evoca toda esa imaginería cinematográfica asociada al mad doctor, siempre equidistante entre lo gótico y lo fanta-científico. Boixcar firmó también los guiones de esta serie editada por Toray que se prolongó a lo largo de veinticuatro entregas y, ahí, en una imprevista inflexión de las palabras utilizadas por el historietista, está la razón que ha motivado la glosa de esta viñeta. Tanto en el texto de apoyo como en los diálogos de la viñeta en cuestión hay elementos valiosos: por un lado, ese interés en explicitar el origen del villano –“ruso de origen”– que, pese a la filiación republicana del autor, nos traslada de inmediato a una época donde, sin duda, la demonización del soviético podía ser una buena estrategia para captar la benevolencia del censor; por otro, el sibilino modo en el que mad doctor viene a llamar viejo a su interlocutor, al tiempo que ese supuesto desacato del protocolo social exime a este de convertirse en conejillo de indias –“le ha salvado a vd. el no ser ya muy joven para mis nuevas experiencias con seres humanos”-. No es menos interesante la chocante enumeración de las tipologías zoológicas que hasta el momento le han servido para sus experimentos atroces: gorilas (varios, se supone) y un perro de aguas (uno solo). Con todo, lo que se lleva la palma y corona en esta situación arquetípica con un toque de auténtico genio –quizá despreocupado y casual- es lo que el tal Darvin, el interlocutor en cuestión, piensa ante el tan codificado panorama que se le presenta a sus ojos, mientras se masajea la barbilla con ahínco: “Caramba ¡qué tío!”.
Resultaría gracioso de por sí que la primera reacción de alguien que conoce a un científico loco que le perdona la vida como cobaya y le detalla su plan de crear híbridos con gorilas, perros de aguas y seres humanos fuese exclamar, para sus adentros, un “Caramba ¡qué tío!”, pero es que, además, esta especie de espontánea emanación de una llaneza reflexiva parece atentar de manera inconsciente con toda una tradición de entender y asimilar el socorrido arquetipo de la eminencia desquiciada. No menos sabio y juguetón que Porcel es David J. Skal, un especialista en la historia cultural del cine de género que, por el momento, tiene traducidos al castellano libros tan valiosos como su biografía de Tod Browning (Filmoteca Española), The Monster Show (Valdemar) y el absolutamente imprescindible Hollywood Gótico (Es Pop Ediciones). En otro de sus trabajos –que ojalá Es Pop o Valdemar se interesen en publicar por aquí- Screams of Reason. Mad Science and Modern Culture, Skal invierte toda su finura analítica a detallar la evolución del arquetipo del mad doctor y, con ello, nos hace entender por qué Hollywood insistió tanto en el amaneramiento de esa figura: en los científicos locos del cine desembocaba una larga tradición homófoba que tuvo su origen en la transferencia de toda una serie de ambigüedades –y pecados nefandos- que la moral victoriana atribuía a la figura del poeta romántico hacia un arquetipo que, como todos sabemos, tuvo su primera formalización en la más perdurable de las pesadillas convocadas en la mítica reunión de Villa Deodato. El mad doctor, así, era afeminado porque venía de un caldo de cultivo cultural que hacía bandera de la transgresión de los valores de la moral judeocristiana y patriarcal dominante: los románticos desafiaron al padre Dios de todas las maneras posibles y la ambigüedad sexual era solo uno de los muchos brazos de su revolución tentacular.
Esas sutilezas, al parecer, no tuvieron un adecuado trasvase al universo del cuaderno de aventuras y, a pesar de que el malvado Kravinsky de La vuelta al mundo de dos muchachos se basara lejanamente en ese Dr. Moreau que, dieciséis años antes, había encarnado una opción de casting tan filo-queer como Charles Laughton, el “Caramba ¡qué tío!” que le sale de las entrañas al perplejo Darvin equivaldría a un viril y españolísimo “¡qué huevazos!” que no permitiría abrir ni el más mínimo resquicio a la sospecha de ambigüedad sexual. El cuaderno de aventuras era, básicamente, un mundo de hombres. Ya han leído a Porcel y, espero, se habrán fijado en su pertinente uso de la terminología: chicarrones hispanos, garrotazo, tentetieso… Sí, el cuaderno de aventuras español estaba tan sobrecargado de testosterona que incluso la unidad de medida para valorar la maldad de un científico loco era, inevitablemente, testicular. Quizá los mad doctors eran, por regla general, afeminados, pero no los nuestros. Nota al pie: una película reciente muy recomendable viriliza en extremo al mad doctor. Se trata de Ex Machina, ópera prima como director de Alex Garland y casi una interesante revisión cibernética tanto de La isla del Doctor Moreau como del mito de Barbazul. Un buen síntoma de que, por lo menos, el discurso general del género ha hecho su particular esfuerzo por superar ese sustrato homófobo del que partió todo.