Noticias
Mucho se ha escrito ya sobre las pintorescas huellas que dejó la censura española sobre el Mogambo de John Ford, película que no se cuenta entre lo más glorioso de la filmografía del director y que quizá hoy no recordaríamos tan a menudo si no fuera precisamente por eso: por ser la película en la que los censores quisieron tapar un adulterio con un incesto. Años más tarde, otro tipo de relaciones familiares también se vieron radicalmente transformadas por esos ángeles custodios de la moral en el ámbito de la cultura popular. Ocurría en el seno de las historietas de humor Bruguera: concretamente, en el universo limitado, doméstico y desarrollista de La familia Trapisonda, ese grupito que era la monda y que creó Francisco Ibáñez en 1958.
Si bien la tradición de la historieta con protagonismo familiar parece hablarnos de estabilidad y ciertos códigos fijos, la familia Trapisonda tuvo una existencia marcada por el cambio constante, a menudo debido a la improvisación o a la propia mecánica acelerada de trabajo propia de la factoría Bruguera: así, por ejemplo, Pancracio, el supuesto paterfamilias, pasó de ser bombero a oficinista reiteradamente despedido, de vivir completamente familiarizado con la presencia en el hogar de su sobrino empollón a sorprenderse, en una de las entregas, por la llegada de ese muchacho al que, por lo menos en esa página, parecía no haber visto en su vida, etcétera… También la ruda criada Robustiana acabó desapareciendo de ese paisaje doméstico, siendo sustituida sin previo aviso por la no menos fugaz presencia de una rubísima y curvilínea sirvienta con madera de pin-up. Pero, sin duda, la transformación más severa que sufrió ese universo vino de mano censora: al principio, los Trapisonda eran una familia formada por padre bombero, madre ama de casa afín al tarot, el horóscopo y la videncia, niño travieso, sobrino ilustrado y repelente y chucho con escaso respeto a la institución patriarcal. Tan inofensivo y delicioso material hizo que se disparasen las alarmas en las oficinas con olor a calcetín franquista de los señores de negro, que indicaron que no podía seguir tolerándose ni la mofa, ni la befa alrededor de la figura de un padre de familia. Esa forma privada de autoridad no podía ser tocada. Hete ahí que los Trapisonda pasaron de marido y mujer a hermanos (sin relación incestuosa de por medio), cohabitando con dos sobrinos cuyas circunstancias familiares se mantenían en despreocupado fuera de campo: ¿habrían muerto sus padres?, ¿habrían emigrado?, ¿a qué razón obedecía el endilgue del sobrinado a esa pareja de rancios solterones?
La viñeta aquí seleccionada pertenece, como indica el diálogo, al periodo posterior a la inflexión censora. Sí, aquí los Trapisonda son hermanos, aunque haya cosas que permanezcan inalterables, como la inclinación de Pancracio al escaqueo y la molicie. El Ibáñez de esa época aprovecha a conciencia la planificación de quince o dieciséis viñetas por página, apostando antes por el gag visual chocante aislado en una sola viñeta que por la continuidad secuencial. Si se trasladase esa estrategia a equivalentes cinematográficos, podríamos decir que ese Ibáñez estaba mucho más cerca de Tex Avery que de Buster Keaton o Jacques Tati. Era capaz de sacrificarlo todo –sobre todo la lógica y la continuidad- por obtener una buena risa. A poder ser, una buena risa por viñeta. Al igual que Avery, Ibáñez no tenía tampoco reparo en explotar una y otra vez los mismos gags: así, lo que aquí vemos –Pancracio camuflándose tras un cuadro- es la reiteración, pero también el perfeccionamiento de un gag que el historietista ya había empleado en una entrega de La Familia Trapisonda aparecida en 1959 en el número 10 de la revista Ven y Ven , recogida, como la que incluye la presente viñeta –y cuya datación no precisa el poco riguroso volumen-, en el número 59 de la colección Súper Humor, publicado por Ediciones B hace unos meses.
El universo Bruguera empezó siendo un mundo de pobreza, frío e intemperie, pero, a medida que las clases medias iban accediendo a cierta idea del confort, su mitología de la precariedad fue dando paso a una suerte de interiorismo pop, poblado de sofás de sintético diseño que hoy valdrían un riñón en una tienda vinta ge, lámparas de alambicado pie y, sí, cuadros que decoraban salas de estar posibilistas con ecos de pop art , cubismo y otras vanguardias. Aquí, rizando el rizo, Pancracio, huyendo de los deberes del hogar, se traviste de cuadro cubista, en una de esas soberbias ideas visuales que regalaba con profusión el maestro Ibáñez por aquel entonces. En esta viñeta está sintetizada también lo que vendría a ser la Guerra de Sexos según Bruguera: las formas cubistas del falso cuadro no ocultan la mirada amedrentada de ese patriarca ridiculizado, mirando desde su posición de objeto estrellado contra las baldosas a una señora de su casa que sonríe de manera acentuadamente ladina. Bruguera estaba poblada de hombres ridículos y de mujeres que, empuñaran o no un rodillo de amasar pan, actuaban siempre como fuerza represiva hogareña frente al imperativo pachorril masculino.