El arte
de amar

En el cómic Mis problemas con Amenábar, Jordi Costa se desesperaba por no encontrar a nadie que compartiera su animadversión hacia Abre los ojos. Finalmente, decidía acudir a quienes él llamaba los dos Hombres Sabios, confiando en que su juiciosa mirada sí hubiera sabido desenmascarar al falsario genio emergente del cine español… descubriendo con disgusto que tanto el uno como el otro eran grandes seguidores del director de Tesis. El primer Hombre Sabio era Xavier Pérez. El segundo, Marcos Ordóñez, a quien Darío Adanti dibujaba como un coloso benigno. En cierto modo, la caricatura representaba de modo bastante ajustado la imagen que muchos tenemos de Ordóñez como el crítico de referencia; alguien a quien hay que leer y escuchar, estemos de acuerdo o no con él, pues su punto de vista siempre aportará una enseñanza.

Marcos Ordóñez ha publicado libros de ficción y biografías (de Gato Pérez, Núria Espert y Alfredo Landa, entre otras figuras). En los últimos años, también ha explorado una muy personal acepción de lo autobiográfico, que empezó en el segmento que cerraba el tríptico Turismo interior, siguió con Un jardín abandonado por los pájaros y concluye, por el momento, con el recién editado Juegos reunidos. Ha colaborado en multitud de medios, tanto diarios como prensa especializada, y desde 2001 publica cada sábado en las páginas de El País, concretamente en las del suplemento cultural Babelia, Puro Teatro, sección de crítica teatral que dispara todos los hilos históricos y afinidades que se producen en las artes escénicas de nuestro tiempo. Por último, da clases de teatro (historia, pero también talleres de dirección e interpretación), cine (guión) y periodismo cultural en distintas universidades. A la pregunta de qué palabra le viene a la cabeza para describir su profesión, él contesta como en un acto reflejo, “Escritor. Es lo que he sido siempre”. ¿Existe distinción entre la ficción y la crítica? “No. Escribir es escribir. E intentar contar historias. En el fondo, la estructura es muy parecida. O, al menos, para mí lo es”.

En las últimas semanas han aparecido numerosas entrevistas con Marcos Ordóñez, con motivo de la publicación de Juegos reunidos. Pero la conversación que sigue a estas líneas es un poco distinta (entre otras cosas, porque tuvo lugar el pasado verano, cuando el libro pertenecía aún al futuro). En ella apenas hablamos de sus libros, ni de su universo de ficción (o de autoficción), sino que nos centramos en su tarea como crítico, esa otra galaxia que alimenta en igual medida su imaginario y escritura. Se trata, debo confesarlo, de una entrevista egoísta, movida por el deseo de saber más y aclarar las dudas que me sigue generando esta profesión (que ha acabado siendo la mía), y en la que nuestro protagonista ocupa un espacio determinante, ejerciéndola con pasión y haciendo buenas aquellas consideraciones imperecederas de Jean Douchet: “La crítica es el arte de amar”.

Entrevista
a Marcos Ordóñez

Entrevista a Marcos Ordóñez. El arte de amar – O Productora Audiovisual

Juegos reunidos: lo último

Entrevista a Marcos Ordóñez. El arte de amar – O Productora Audiovisual

Retrato por Pere Tordera

Por Gerard Casau


Hay algo que hace tiempo que quiero preguntarte. No conozco a nadie que diga que no le gusta la música, o que no le gusta el cine. En cambio, sí me he encontrado a bastante gente que no tiene ningún problema en decir que no le gusta el teatro. ¿A qué crees que se debe este rechazo?
Solo puedo asumir que es porque no se conoce. O que las puertas de entrada no han sido especialmente memorables, y no les ha pegado el calambrazo para seguir investigando… Pero yo he notado que hay más publico joven ahora que hace unos años. Y, dando clases, me he encontrado que las personas a quienes les dan los fiebrazos más bestias con el tema son aquellas que a priori estaban más centrada en el cine, y ni se habían planteado el mundo del teatro. Por comparación, los guiones cuestan más. Y eso que los alumnos están en una facultad de comunicación, y es algo que debería interesarles, pero a la gente le da pereza escribir. Y no digamos ya reescribir, que lo ven casi como una condena… Aunque siempre habrá espléndidas excepciones claro. En cualquier caso, tampoco veo raro que alguien tenga más afinidad por unas cosas que por otras. Lo que sí me parece triste es abandonar los gustos, cuando te dicen aquello de “a mí la música me gustaba cuando era joven…”.

¿Ves mucha diferencia entre escribir sobre teatro, cine o televisión?
Sí… Digamos que los destinatarios son distintos. A ver, como de teatro tengo un espacio fijo a la semana, me veo obligado a elegir. Y procuro decantarme por aquellas cosas que me han entusiasmado. Porque yo me noto más cómodo escribiendo desde allí. Habrá quien encuentre más placer en la demolición… También es cierto que yo puedo escoger sobre qué escribo, no son cosas que me proponga el editor. Luego con el cine o las series ya es más variado, pero intento tirar hacia lo que me gusta. Se trata de levantar la mano y decir “aquí hay algo que está bien”.

Entonces, ¿crees en la figura del crítico como prescriptor?
Sí, claro. Puede ser útil establecer una relación de confianza entre quien escribe y quien lee. Por ejemplo, el chat que hago los miércoles en la web de El País lo veo un poco como un servicio. Intento dar una información suplementaria a las cosas que me preguntan: “si te ha gustado tal cosa, mírate esto también, que es interesante…”. Lo malo es cuando te viene alguien y te dice: “me va muy bien lo que escribes los sábados, porque así me ahorro ir al teatro pero ya tengo la opinión”. Es el síndrome terrorífico del “ah, es que me han dicho…”, y la necesidad de saber la frase que has de decir para quedar bien en un sitio.

Antes has criticado la actitud de quien ve la música como algo que escuchas cuando eres joven. Pero, por ejemplo, tú hace tiempo que dejaste de practicar la crítica musical de manera regular.
Yo hacía crítica musical, entre otras razones, porque te daban los discos gratis y entrabas a los conciertos. Eso era maravilloso. Lo que pasa es que me resulta muy difícil escribir sobre música, porque no tengo un texto que comentar. Por eso rara vez he escrito de danza, por ejemplo. Allí me siento perdido; no porque haya códigos particulares, sino porque no encuentro el elemento textual al que agarrarme. No quiero decir que en el teatro solo cuente el texto de la obra; es mucho más rico: está la puesta en escena, las interpretaciones… hay mucha tela que cortar. En cambio, con la música, si no tengo una implicación emocional potente con lo que estoy escuchando, me cuesta. Supongo que eso viene en parte por mis gustos como lector: a mí me marcó gente como Lester Bangs, que tenía una relación casi salvaje con los discos. Algunas de las mejores cosas que he leído sobre Van Morrison son suyas, cuando prácticamente te decía que Astral Weeks le había salvado la vida. Pero, claro, la crítica emocional no vale siempre. No puedes estar repitiendo cada semana en el Ruta 66 la historia de “esto es lo mejor, tío, porque es lo que me corre por las venas…”. Y también se me hacían cuesta arriba las crónicas de conciertos: no veía la manera de salir del patrón “salieron al escenario, tocaron esto, y luego lo otro…”.

Es curioso que digas eso, porque yo veo algunas similitudes entre los conciertos y una función teatral. En ambos casos estás presenciando algo que se construye en vivo. Por más ensayado que esté, siempre existe el riesgo de que eso se venga abajo. Y el chute que te da ver que sale bien es muy parecido.
Claro, es que en eso consiste el directo. Luego hay otra cosa que creo que es común a todas las artes… iba a decir a las de la representación, pero no, porque también incluye la literatura: la estructura, la construcción musical, de ritmos y melodías. Una obra no puede funcionar sin eso, ya sea teatro, literatura, cine… Espera, antes que pasemos a otro asunto, quería comentarte otro de los problemas que tendría ahora para escribir sobre música: la necesidad de estar al día. Cuando hacía el blog para El País, me inventé una sección llamada Gramola Galáctica, donde sí volvía a hablar de música. Pero como los contenidos los decidía yo, estaba liberado de escribir sobre lo último. Igual escribía de Mina que de Wilco o Manel… el elemento común era que todas esas músicas me habían provocado algo. Y también tenía la ventaja de que la extensión era más o menos libre. Fíjate en el poco espacio que se le dedica a la música en los diarios. Cuando yo empecé, a principios de los ochenta, aún tenía cierto peso, pero ahora se cubre lo que es más o menos multitudinario, y ya. Es difícil que alguien saque una crónica de un grupo que ha visto actuar en un club pequeño.

Me gustaría volver sobre la idea de que, por lo general, escribes de aquello que te gusta. Jonas Mekas decía que a lo mejor los críticos debíamos centrarnos en hablar solo de lo bello, porque lo feo ya se cuida por sí solo. ¿Te identificas con esta frase?
Está bien pensada, sí. Yo antes era más bestia; en lo que escribía había mucha pasión, pero también mucho garrote. Con el tiempo vas tomando cada vez más consciencia de los destinatarios del texto, que eso es algo que tenemos que comentar luego, y también del medio en que aparece. En un diario como El País, una crítica negativa se va amplificar mucho. Así que, si en alguna ocasión escribo sobre alguna función que no me convence, será porque los autores tienen las espaldas suficientemente anchas. No es lo mismo darle un palo a, digamos, Lluís Pasqual, que a una compañía joven que ha montado algo en una sala del circuito alternativo. Porque para estos la hostia va a ser muy jodida. No sé si en otros sectores sucederá lo mismo, pero en teatro todavía pesa mucho el dossier de críticas.

¿Cuál crees que es el elemento específico del teatro? ¿Aquello que determina el planteamiento de la crítica?
Lo efímero. Una de las cosas más bonitas de escribir sobre teatro es que, de alguna manera, estás dejando constancia de algo que ha sucedido y que no se repetirá. Los que ya tenemos algunos años sabemos que de una generación a otra es inevitable que se pierdan muchas cosas. Y para saber lo que ocurrió en el pasado, o te basas en tu memoria de espectador o, si no lo has visto, has de recurrir a quienes escribieron sobre ello. Esa es la grandeza que tiene este trabajo, dicho esto con toda la humildad del mundo.

A mí, que nunca he escrito sobre teatro, esa es una de las cosas que más me llaman la atención. Al hacer la crítica de una película, puedes remontarte en el tiempo sabiendo que las referencias que usas, si no son conocidas, al menos estarán más o menos fijadas y localizables. No hay problema en hablar de La gran belleza y de La dolce vita en el mismo texto, por ejemplo. Pero, ¿hasta qué punto tiene sentido llevar al lector a un montaje de Hamlet de hace veinte o treinta años? ¿Cómo gestionas ese bagaje?
Es que contra eso no puedes hacer nada. Para quien lea el texto, cinco años puede ser un abismo. Yo soy consciente de que a veces hablo de cosas que a la gente de veinte años, o incluso de treinta o cuarenta, le costará relacionarlas, porque no las han visto. Pero, entonces, ¿qué he de hacer? ¿Tengo que prescindir de toda esa tradición? Porque esa es la palabra: tradición. Incluso iría más allá y lo llamaría “herencia”. Porque la gente que está trabajando ahora no ha surgido como setas. Son “hijos de…”. Yo, cuando hablo de un actor, suelo decir, “está entre este y este”. Y puede que haya gente a quien eso no le importe, pero tampoco te puedes estar castrando y pensando todo el rato qué decir y qué no. Yo quiero trazar esos vínculos, pero intento hacerlo con mesura. No se trata de abrumar al personal con veintisiete nombres. Porque siempre hay veintisiete nombre. Si empiezas a decir “está en la línea de tal, y del otro, y del de más allá…”, si remontas ese rio, te acabas yendo al cine mudo.

Entrevista a Marcos Ordóñez. El arte de amar – O Productora Audiovisual

Sócrates / Dos hombre y un destino:

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pasar al bronce

Una cosa que destaca en tus críticas es la mezcla de referencias y citas a otras disciplinas.
Porque son vasos comunicantes, no compartimentos estancos. Y es adonde te lleva de forma natural lo que estás viendo. Mira, hace poco me ocurrió con el Sócrates de Josep Maria Pou. Al final, cuando Sócrates ha tomado la cicuta y se le está paralizando el cuerpo, la imagen que me vino a la mente fue que se estaba convirtiendo en estatua. El veneno lo está transformando en bronce, y luego entrará en la dimensión de las Leyendas. Me parecía una visión poderosa para explicar ese momento. Entonces, recordé el final de Dos hombres y un destino, cuando Butch Cassidy y Sundance Kid se encuentran rodeados de quinientos mil soldados bolivianos, y deciden lanzarse a la muerte. En ese momento, el director, George Roy Hill, hacía una cosa muy sencilla pero con mucha fuerza: fijar la imagen en el momento en que salen, esa foto que hemos visto mil veces, y virar la imagen a sepia. De algún modo, aquello pasa al bronce, a la Leyenda. Supongo que habrá a quien le chirríe mezclar Sócrates con un western, pero para mí son importantes ambas cosas. Lo que otra gente entiende como un referente, que es una palabra que no me gusta porque suena demasiado académica, yo lo veo como elementos vitales; personas, cosas y materias que me han tocado y que me han cambiado de una forma u otra. Y tampoco es que sea un arco que abra deliberadamente. Es la imagen que surge en el momento, que contacta con determinado elemento o cierra un proceso… ¡Una vez, incluso, me encontré escribiendo de chicles! Era un texto en el que hablaba de dos funciones; una era Mamma Mía!, el musical de ABBA, y la otra una obra de Javier Daulte, ¿Estás ahí?. Esta última me gustaba mucho, la había visto ya varias veces y siempre le sacaba algo nuevo. Entonces, me acordé de un chicle que se llamaba Bazooka, no sé si te sonará, era duro, de esos que puedes estar mascando durante mucho tiempo y siguen sacando jugo. Vale, entonces Daulte era el Bazooka. Y luego había otro chicle, el Dunkin, que era de color rosa, y que lo tomabas cuando no había Bazooka. Ahí estaba el paralelismo: Mamma Mía! puede tener su gracia; no es aburrida, desde luego, pero en el fondo es un sucedáneo. Es lo que tomas a falta de lo que realmente te gusta. Al final, son maneras de describir las sensaciones que te transmite algo, que pueden ser puramente intuitivas. El otro día estaba viendo una película de la última etapa buena de Otto Preminger, Primera victoria, en la que sale John Wayne. El caso es que viendo a Wayne allí, hubiera apostado a que Jon Hamm basó su Don Draper en él. Incluso la constitución y la manera de moverse me lo traían a la cabeza. Por cierto, es curioso lo cerca que está esa película de John Ford…

Entrevista a Marcos Ordóñez. El arte de amar – O Productora Audiovisual
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Bazooka / Dunkin: sabores

Ya que has sacado el tema de los actores, quería comentarte un problema con el que me he encontrado, y que creo que es bastante común en mi generación: hemos crecido con la teoría del director como autor sacrosanto tan arraigada, que apenas sabemos qué decir de los actores. Desde hace un tiempo es algo que estoy intentando trabajar y corregir, y de hecho lo que me interesó más de La vida de Adèle era precisamente que era una película de la que no podías hablar sin pasar por Léa Seydoux y Adèle Exarchopoulos.
Es que ya puedes ser el más listo del universo y tener un guión de cojones, que si no tienes a esas dos tías, no hay película. Mi fascinación por los actores y las actrices viene de lejos. Hace poco se reeditó una novela mía, Comedia con fantasmas, que, en esencia, es mi canto de amor por los cómicos y por la gente de teatro. Una profesión que me hubiera gustado hacer es la de director de cásting, porque creo que tengo muy buen ojo para los actores, y nada me gusta más que verlos trabajar. Estos días he estado viendo la serie esta de TV3, Cites, y tendrá sus más y sus menos, pero el conjunto del acting es muy potente, y los más jóvenes te dejan con la boca abierta. A mí me gusta ver series españolas y catalanas por esto. Y creo que ya estamos empezando a superar la tontería del “bueno, pero son actores televisivos”. Eso no existe. Hay actores, punto, y pitan o no pitan. No hace tanto yo le decía a alguien “Carmen Machi es la hostia”, y se quedaba “ah, esa es la que anunciaba tal cosa y salía en Aída, ¿no?”, así, con cara de asco. Mira, tú ves cinco minutos de Aída y puede que sea horrible, pero aparece la Machi y ves que entra en escena a matar. Es lo mismo que me pasaba cuando hacía el libro de Landa. Y te digo otra cosa: cuánto más conoces a los actores, más interesantes son, porque les encanta hablar, y preguntar, y compartir historias, y contarte el procedimiento de cómo arman los personajes… Curiosamente, yo en el mundo de la literatura no tengo casi amigos, porque hay muy poco de qué hablar. Los temas de conversación acaban siendo que si el dinero, que si no me hacen caso… Pero hablar del oficio, nada. Cada uno tiene su negociado, su capillita, y tira millas. Cuesta intercambiar ideas: te pegarán la brasa con lo bien que les ha funcionado tal cosa, o con lo mal que les ha funcionado lo otro, pero olvídate de saber cómo funciona el mecanismo. Que entre los actores también hay egos, claro, como también los habrá en el gremio de notarios, pero es que hasta cierto punto es lógico, porque son los que se juegan el tipo. Si una función no chuta, el director puede pasar página rápidamente, pero quien aguanta los golpes es el actor que la defiende cada noche.

Has comentado un par de veces la importancia de los destinatarios de la crítica. ¿A quiénes te refieres exactamente?
¡Ah! Sí, sí. A ver, cuando hago una crítica teatral me encuentro que estoy escribiendo para gente muy distinta. De entrada, para el público: para que quienes no han visto la obra se hagan una idea de la atmósfera y la energía que se ha creado allí. Y para que quienes sí la han visto contrasten puntos de vista. Luego para el director, y los actores, que ya te digo que para mí son la madre del cordero, y el resto del equipo. Y, por último, para los programadores. Yo intento llamar la atención sobre funciones que me hayan gustado, y decir “esto debería girar por España, esto debería verse”, aunque cada vez resulta más difícil, porque las giras han disminuido mucho. A veces se me acerca algún director o productor y me pregunta si he visto alguna cosa fuera que esté bien y que no sea muy caro de montar… Por ejemplo, me alegré mucho al saber que una función que vi el año pasado en Londres, The Nether, se va a montar en el Lliure. Aquí se llamará L’inframón. Es de una autora joven, Jennifer Haley, un thriller en un mundo virtual.. ya verás, es muy potente.

No sé hasta qué punto esa retroalimentación entre crítica y actores artísticos existe en otros ámbitos. Poder tener esa clase de impacto, y que una recomendación tuya cristalice en una función debe ser muy ilusionante, ¿no?
Claro. Pero es que yo no me veo como alguien que está al otro lado. Me siento parte de esa familia. Cuando fui a ver La clausura del amor, la obra con Bárbara Lennie e Israel Elejalde, el autor, Pascal Rambert, se quedó pasmado de que al final yo me levantase a ovacionar y gritar “¡bravo!”. Decía que en Francia era impensable que un crítico rompiese las barreras de esa manera. Sí es cierto que esto ha ido cambiando con el tiempo, y antes parecía que todo estaba más codificado y que la crítica no debía mezclarse con los actores y tal. Y admito que a veces te puedes pillar los dedos con eso. Pero, en fin, si una amistad se rompe por una mala reseña será porque la relación no tenía mucho fondo… La crítica es un camino largo, y se hace en paralelo y en compañía de otras muchas personas.

Cuando alguien te lee, se nota precisamente eso, que estás acompañando a esta gente, y que vuestras relaciones evolucionan. Recuerdo que en la recopilación de textos de Molta comèdia tú mismo subrayabas a píe de página cómo iba variando tu actitud hacia el teatro de Sergi Belbel, desde el desinterés hasta encontrar un punto de comunión total.
Hay cosas con las que conectas de inmediato y hay otros descubrimientos que son más progresivos, por decirlo de algún modo. También me pasó con Lluïsa Cunillé, a la que dediqué una pieza en el Avui que se titulaba Aprengui a estimar la tònica, porque con ella tenía la misma sensación de cuando pruebas la tónica por primera vez y piensas “uy, qué amargo es esto, qué sabor más raro…”, pero luego ya, poco a poco… Al final, el acto de hacer una crítica se puede resumir en dos preguntas capitales: ¿Qué he sentido? Si es una comedia, ¿he reído? Si es un drama, ¿me he emocionado? Y la otra: ¿Esta obra, ya sea una función, un disco, un libro o una película, me ha dicho algo que yo no he sabido escuchar? Eso es muy importante también, porque entran en juego muchas variables: tus prejuicios, cómo estés ese día…

Claro, y con esto llegamos a la cuestión fundamental: ¿cómo reconoce el crítico lo hermoso, lo sincero? Yo hace tiempo que trato de evitar expresiones como “tomadura de pelo” a la hora de escribir un texto. Me convencerá más o menos la obra, pero no me siento autorizado para sentenciar algo de esa manera.
Todo depende del tono. Truffaut lo definió muy bien cuando dijo que la moral del crítico se medía en si su actitud era “¡qué pena, se ha equivocado!” o “¡qué bien, se ha equivocado!”. Y eso se nota a quilómetros. Otra cosa es cómo tu aprendas a percibir dónde está la verdad, a partir de diez mil procesos y derribando esas murallas que alguna vez nos han cegado a todos. Pero hay momentos en que algo te llega al corazón de un modo absoluto, y puede incluso que estés luchando contra eso, pensando “a mí no me la meten, que soy más listo que la leche”. Pero si la flecha va bien dirigida, te atraviesa. Y ¿sabes qué da una alegría tremenda? Cuando revisas lo que te enamoró a los seis, a los doce o a los diecisiete años. Habrá cosas que se te caigan. A saber, quizá te entusiasmó porque justo esa tarde habías follado o te habías comido un pastel grande. Pero si la fascinación se mantiene intacta, el sentimiento de felicidad es muy intenso, y piensas “ostras, tenía razón, ya entonces me di cuenta de que esto era bueno, de que aquí había verdad”.

Entrevista a Marcos Ordóñez. El arte de amar – O Productora Audiovisual

Lluïsa Cunillé: trago amargo