En el fuera de campo de la Gran Mitología Generacional

por Jordi Costa

Se acerca la fecha en que, a los que ya bordeamos la cincuentena (o la rebasamos), nos van a activar, por narices, el botón trasero de la nostalgia generacional para que recordemos cómo fue aquello de ver por vez primera La guerra de las galaxias, ese Gran Acontecimiento Cohesionador que, incomprensible, ha llevado a muchos paradigmáticos cuñaos de la vida a afirmar insensateces del tipo: “Yo es que soy muy friqui: me gusta Star Wars”. Desconfíen de quien suelte una frase así. Desconfíen, pero mucho. Fumíguense, si es preciso, si un sujeto de esa calaña les toca o les roza, porque el contacto con alguien que tiene una percepción tan divergente (y a la vez convergente) de la realidad no es buena compañía y, además, su congénita tendencia a la sandez puede ser altamente infecciosa. No, si has nacido en este planeta y te gusta Star Wars, amigo, no tengo más remedio que decirte que no eres un “friqui” (¡qué palabra horrible, por cierto!, ¡qué perfil fonético sugeridor del empleado de banca que se ciñe un sable láser en un Salón del Cómic y una peluca multicolor bajo las campanadas de la Puerta del Sol!) . Ni siquiera eres medianamente especial. Siento en el alma tener que desengañarte y decirte que… ¡¡¡eres normal!!! Tan normal como un monólogo de Leo Harlem, de hecho.

La guerra de las galaxias gustó en su momento a todo el mundo. La vio, de hecho, todo el mundo y fue, sin ningún género de dudas, uno de esos artefactos de la Cultura Popular que, lejos de hacernos especiales, conspiran para hacernos más iguales. Un servidor, como todo hijo de vecino, fue a ver la película e inevitablemente flipó en colores. Recuerdo en especial el impacto que me causó la escena en la taberna de Mos Eisley por esa asombrosa concentración de morfologías alienígenas que se ofrecía como auténtica cristalización de un sueño hecho realidad para alguien que, bastantes años antes, había completado nada menos que dos álbumes enteros de los lisérgicos cromos de la colección Hippy 2000 editados por Bruguera. Años más tarde, cuando me reencontré con la película en una de sus reposiciones, el deslumbramiento se había desvanecido: donde percibí un inagotable retablo de maravillas ahora solo detectaba una poco convincente colección de peluches y maquillajes: se supone que me había hecho mayor y esa escena había pasado a funcionar como unidad de medida para el abandono de la bendita edad de la inocencia. Más adelante, cuando George Lucas empezó a retocar digitalmente sus viejas películas, sentí palpitar en mí el germen de la rebelión: ¿adónde había ido a parar ese eficaz índice del estado de la cuestión de los efectos especiales alrededor de 1977? Se supone que, entonces, ya no so lo me había hecho mayor, también me había convertido en un nostálgico (aunque, espero, no necesariamente en un integrista de La guerra de las galaxias en tanto que texto sagrado, inmutable y canónico). La saga galáctica es, en suma, como ese medidor que cuelga uno en la habitación de los niños para ir comprobando si se cumplen los percentiles. Bueno, como la versión siniestra de todo esto: intuyo que lo de Star Wars: El despertar de la Fuerza vendrá a levantar acta de que ya me he convertido en un carcamal decrépito y completamente despegado de lo que pueda ofrecer esa mitología supuestamente reconquistada por los fans y realmente instrumentalizada por una corporación del ocio dispuesta a que la comunidad de seguidores se empache de abundancia.

Pero, bueno, dejémonos de digresiones sobre la normalidad en torno a Star Wars: querer u odiar ese universo imaginario no acredita a nadie como sujeto especial o diferente. La guerra de las galaxias despertó, también, muchas vocaciones cinematográficas que quizá hubiese sido mejor que nadie despertara, pero, por fortuna, el imaginario de George Lucas tuvo sus benéficos daños colaterales en algunas psiques realmente distinguidas. Volvamos a la taberna de Mos Eisley: mientras el espectador niño se deslumbraba ante ese cabaret galáctico (que diría Jaume Sisa) y el adulto, probablemente, ya veía en la abigarrada cantina una tosca acumulación de peluches, hubo un señor de cráneo privilegiado que vio ahí el potencial para construir una mitología alternativa, azotada por la tramuntana y por un inconfundiblemente catalán sentido de la rauxa y el delirio surreal. Era el historietista Josep Maria Beà que, en las páginas de la imprescindible publicación mensual 1984, abrió, en el año 1979, la inmortal serie Historias de Taberna Galáctica, que vendría a ser una suerte de Decamerón delirante y prospectivo ambientado en la versión muy particular de la taberna de Mos Eisley que podría haber concebido un bastardo mutante de El Bosco y Max Ernst.

Años atrás, Beà ya había tenido la excentricidad de ambientar una historieta de terror para la revista Creepy de la Warren en una masía catalana. La presencia de un payés con barretina en el seno de una publicación norteamericana, comúnmente poblada de imágenes góticas y urbano-pesadillescas de inspiración anglosajona, se convirtió en un insólito triunfo de un imaginario identitario y sentimental en territorio no tanto hostil como indiferente a los micro-nacionalismos (o a ciertos micro-nacionalismos). Luis Gasca también supo ver en Beà a un raro y a un pionero en la articulación de una modernidad en el trazo del tradicional dibujo de agencias y por eso tomó la sabia decisión de integrarlo en el seno de su vanguardista revista de historietas Drácula, editada por Burulán y que ojalá alguien tenga el detalle de reeditar en esta era de rescate de memorias sentimentales. Con todo, el auténtico despegue de Beà tuvo lugar bajo los auspicios del editor Josep Toutain y en el seno de una serie tan sobrecargada de estímulos estéticos y argumentales como Historias de Taberna Galáctica.

En cada una de las entregas de la serie, Beà, con ese universo gráfico tan propio donde coexistían gélidas geometrías y delirantes formas orgánicas, con esa capacidad de tocar de onirismo cualquier imagen a través del estratégico uso del sombreado –las sombras, ya sean de trama o lápiz, parecían filtraciones del inconsciente de la propia historieta-, cedía la palabra a un personaje distinto que contaba un relato breve enmarcado en el entorno tabernario de referencia. La cosa estaba llena de imágenes poderosas y de ingeniosos caprichos, que se prolongarían en los posteriores trabajos del autor como las no menos excepcionales series En un lugar de la mente o La esfera cúbica. ¿Alguien recuerda en qué serie de esa etapa dorada de Beà aparecía un trío de extraterrestres llamados Quintero, León y Quiroga (el mejor bautismo alienígena desde que Gene Wolfe puso nombre a Ossipago, Famulimus y Barbatus, el trío alienígena que viajaba hacia atrás en el tiempo en la pentalogía de El Libro del Sol Nuevo)?.

Relato de Wanshott, novena entrega de Historias de Taberna Galáctica, se abría con la viñeta robada de esta semana. En efecto, mientras todos respondíamos de manera más o menos previsible a la escena de Mos Eisley, alguien como Beà no podía evitar hacerse las más pertinentes preguntas sobre el fuera de campo. ¿Cómo mean en Mos Eisley? ¿Qué formas surtidas tendrían los mingitorios de un galáctico punto de encuentro entre irreconciliables razas venidas desde el infinito y más allá? Beà: he aquí a uno de esos cráneos de oro macizo que, sin duda, merecerían ser preservados para el futuro en un tarro criogénico modelo Futurama.

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Viñetas robadas.

En el fuera de campo de la Gran Mitología Generacional – O Productora Audiovisual