Jordi Costa se despide (temporalmente, no sufráis) de su sección Viñetas robadas con un recorte de El náufrago de A, de Fred. ¿Y?
Viñetas
Una magdalena
de Proust cubierta
de moho
Tendría yo más o menos ocho años cuando se estrenó El televisor, una entrega especial de Historias para no dormir que se emitió de manera independiente, dado que la serie había abandonado la presencia regular en la parrilla televisiva en 1965, año en el que se cerró su segunda temporada. En esa pesadilla desarrollista, Narciso Ibáñez Menta encarnaba a un fanático televidente que, poco a poco, iba sumergiéndose en la locura hasta que se atrincheraba frente al aparato en soledad, tras haber echado a su familia de la habitación, para acabar siendo devorado, en un eficaz fuera de campo, por las presencias que emergían del tubo catódico. Faltaban nueve años para que David Cronenberg rodase Videodrome y cinco para que Iván Zulueta explorase el vampirismo de la imagen en la todavía insuperada Arrebato. Bueno, cuando acabó la emisión de El televisor, mis padres soltaron algo horrible, que se me clavó como una estocada: “¡Vaya, nuestro Jordi estuvo a punto de convertirse en un loco como este!”.
Mi particular magdalena proustiana para recuperar este recuerdo inquietante ha sido la Viñeta Robada de esta semana, pero dejen que les vaya poniendo un poco en situación para que entiendan por qué. Me preocupa saber qué estuve a punto de convertirme en un televidente patológico: echo la vista atrás y, por suerte, las cuentas me indican que el peligro no debió de alargarse durante mucho tiempo. Fui un niño que aprendió a leer tardíamente: lo hice avanzados los seis años, casi rozando los siete. Y, atando cabos, entiendo que el comentario de mis padres se refería a una etapa –según mis cálculos, corta– en que mi lectura obsesiva fue… el Tele-Programa. No lo duden: tenía que ser un niño muy, pero que muy repelente, que llegaba a saberse de memoria el ejemplar semanal del Tele-Programa hasta el punto de que, cuando alguien de mi familia se preguntaba por la ubicación en la parrilla de un determinado programa o por lo que iban a emitir esa noche, yo saltaba raudo y desgranaba con gran precisión todo lo que iba a pasar por la pequeña pantalla del comedor, sin dejarme ni la carta de ajuste. En mi descargo no está de más mencionar que, por aquel entonces, solo había dos cadenas disponibles.
¿Y qué tiene que ver esta extraña viñeta dibujada por Félix Mas bajo guión de Doug Moench en la activación de toda esta cadena de recuerdos? El Tele-Programa de mi infancia no tenía nada que ver con el que ustedes pueden encontrar hoy en los quioscos: aquello era, realmente, una fiesta –blanquinegra, eso sí-, en la que había de todo: desde historietas por entregas hasta… ¡fotonovelas! Entre otras cosas, se publicó una adaptación seriada de La isla del fin del mundo de Robert Stevenson, esa película Disney de imagen real de filiación filoverneana que en nuestro país se estrenó en 1975, un año más tarde de la emisión de El televisor: por tanto, cuando mi adicción teleprogramera ya había bajado suficientemente del índice preocupante, aunque no tanto como para que yo no recuerde haber devorado el serial en las páginas de la histórica publicación. Sin duda, fue en la etapa de mayor enganche cuando Tele-Programa publicó una fotonovela –apuesto que italiana- que combinaba la estética más afectada y femenina del formato con un tema de terror y/o ciencia-ficción. Estaría hoy eternamente agradecido a quien fuese capaz de identificarme –y recuperar- ese material. Recuerdo una imagen en especial: la de una chica en minifalda asediada por un material ominoso situado entre la telaraña y el hongo extraterrestre. El efecto era sumamente desconcertante: como si el tipo de cosas que leían mi madre, mis tías y mis vecinas hubiese sido, de repente, infectado por un virus venido del espacio exterior. Un choque de mundos atrapado en una página de fotonovela.
1974 fue también el año en que la revista Vampus, que publicaba el material del Creepy de la Warren, pasó de ser editada por Ibero Mundial de Ediciones a publicarse en Editorial Garbo. Por entonces, yo no leía Vampus (era la lectura de mi hermano mayor y de sus amigos: yo ya tenía bastante haciéndome “caquita de miedo” con solo atisbar, aunque fuera de lejos, una portada) y, por tanto, aún no sabía que buena parte de esas pesadillas las estaban creando, muy cerca de mi casa, dibujantes españoles de la agencia Selecciones Ilustradas. En el equipo, comandado por el mítico Josep Toutain, había profesionales de todo tipo: a algunos lo del terror les venía como anillo al dedo, pero a otros, formados en otros géneros como la historieta romántica para chicas, la adaptación a la fórmula de la Warren Comics les suponía un pie forzado que, en ocasiones, cristalizaba en interesantes mutaciones y paradojas, como la misma historieta a la que pertenece esta viñeta: Lecho de rosas, publicada originalmente en el número 51 de Creepy, aparecido en el mercado norteamericano en el mes de marzo de 1973. Un servidor ha tenido ocasión de descubrir esta historieta en el undécimo volumen de la integral de Creepy que empezó a publicar –y más tarde abandonó– Planeta D’Agostini hace unos años, pero estimula pensar que quizá esta colaboración entre Mas y Moench apareció en un Vampus que estaba en los quioscos españoles en el mismo momento en que yo estaba leyendo esa fotonovela extrañísima en las páginas del Tele-Programa o yo estaba viendo al potencial Fantasma de mis Navidades Futuras bajo la forma del Narciso Ibáñez Menta de El televisor.
Mas, que abandonó la historieta en 1979 para dedicarse a la pintura y a loar la belleza femenina bajo el influjo de Gustav Klimt, era un historietista todoterreno, pero su fuerte había sido el tebeo romántico, en publicaciones como Rosas Blancas, Susana o Guendalina de Ediciones Toray. Esta historieta sobre una florista con madre castradora que acaba cayendo en la psicosis homicida fue, pues, uno de esos extraños encargos en los que Mas pudo seguir siendo fiel a su universo femenino, pero permitiendo que entrara en él toda la tiniebla del tebeo de terror marca Warren: como si a la fotonovela más cursi le empezaran a crecer telarañas tremendísimas, como si le emergiera un inconsciente feroz. Reforzaban el efecto los muy afectados bloques de texto que escribía el guionista. Fíjense en este, sacado de otra viñeta: “Claustrofobia, el olor acre de las bolas de naftalina rancias, zarcillos colgantes de rapaces mangas de chaqueta, el cuarto de baño, asépticas esterilidades juntas. Un complejo puzzle que se monta. La cámara refrigerada, gélida proveedora de encarcelamiento, represora de libertad… Claustrofobia”. Un material perfecto para definir el camp y toda una pervivencia de aquello que el cine de Robert Aldrich sublimó a través del ciclo formado por ¿Qué fue de Baby jane?, Canción de cuna para un cadáver, La leyenda de Lylah Clare y El asesinato de la hermana George.
Esta Viñeta Robada ha sido, pues, la magdalena de Proust cubierta de moho que ha hecho emerger todo esto. Cuando, hace unos años, me dio por hacer una película que se titulaba La lava en los labios, estaba canalizando todo esto sin saberlo.