“Seis grados de separación”, ya sabéis de qué va el juego, hombre: unir conceptos, personas, animales o cosas muy distantes en seis pasos que revelan qué todo puede estar conectado.
También es cierto que este pasatiempo a partir de una lectura lúdica de la teoría del caos está un poco superado. Ya está muy visto, sí, vale, de acuerdo. Así que ¿para qué quedarse ahora so lo con seis vínculos cuando se puede establecer un mapa de conexiones de… Un millón de grados de separación?
Es esta una Historia Universal (la que nos gusta a nosotros, al menos) contada a partir de los links. Miqui Otero se deja caer alegre e inconscientemente por el tobogán de la libre asociación de ideas en una chifladura holística por entregas.
Cada capítulo de esta epopeya tiene seis grados para respetar el referente original. Pero como rezaba aquel célebre claim de The Wire“Everything is conected”: el final de cada episodio de Un millón de grados de separación siempre será el principio del siguiente. Y así, y si nadie nos detiene antes, hasta el infinito.

ilustración por
Sergi Padró

Un millón de grados de separación


por Miqui Otero

Capítulo XII

Del Rioleón Safari como metáfora de todo el submundo de los parques temáticos de Disney, donde se celebran orgías entre Donald, Pluto, Campanilla y compañía retratadas por la revista satírica The Realist, que se gestó en las oficinas de MAD Magazine, a su vez precursora del cine paródico bordado por Leslie Nielsen y Mel Brooks, que tenía verdadera fijación por (y dedicaba raps a) Adolf Hitler, que casi acabó, sin conocerlo ni remotamente, con la carrera literaria del ídolo de Bukowski: John Fante. Porque, a ver, ¿qué tienen en común Santa Claus, Justin Bieber, Slash y Adolf Hitler?

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual

No mantener la mirada fija en los ojos de los leones, no alimentar a los monos babuinos, no sacar la cabeza por la ventana. Los nacidos en los setenta y los ochenta habían escuchado muchas leyendas sobre el Rioleón Safari, la reserva natural de Albinyana (en el Baix Penedès) por donde se paseaban llamas, cabras enanas, antílopes y tigres. También se habían educado en la sospecha cuando en 1991 leyeron en la prensa que una niña había perdido un brazo por intentar saludar a algún animal desde el tren que serpenteaba por la zona.

Poco después quebró el parque y desde entonces los animales supervivientes quedaron bajo la tutela de la Generalitat. Uno de esos animales a las puertas del desahucio era Gala, una tigresa que habían aislado del resto de mininos. ¿La razón? Sus primeros dueños le habían limado las garras, así que no podía defenderse. Hace unos meses ese complejo anunció que el pasado verano abriría sus puertas solo como parque acuático, sin animales. “Tener un león no es como tener un gato”, dijo el responsable del servicio de Biodiversidad y Protección de Animales.

En realidad, este tipo de sabanas portátiles eran lo más parecido a una película de Disney o, sobre todo, a un parque temático de Disney. Representaban el simulacro de aventura para los niños, si bien en un territorio donde pese a estar todo calculado acechaban ciertos peligros. Diréis, con razón, que pocos peligros minan un parque como Disneylandia. Os responderá este articulista que dudéis de vuestras certezas, porque las certezas son mentiras que no saben que lo son.

La máxima de Walt Disney respecto a sus parques siempre fue la siguiente: “Han venido a evadirse y la magia no se puede romper”. Bajo esa premisa, los trabajadores de estos espacios temáticos deben dejar su coche a dos kilómetros de las puertas del reino de la magia y no pueden ni hablar ni quitarse la careta mientras trabajan dentro de sus fronteras, al margen de la temperatura o las circunstancias personales. “Un perro es un perro siempre que no hable como un humano”, diría Walt, quizás olvidando que en sus películas los animales hablan por los codos.

Todo mundo tiene un submundo y el mundo de la magia Disney no es una excepción. Hasta dos quilómetros de túneles subterráneos recorren el parque temático de Orlando. Es allí, en teoría, por donde las criaturas Disney circulan o descansan lejos de los ojos de los niños. El caso es que allí suceden más cosas. Tyler Grey entrevistó a Plutos con mucha solera, a Campanillas exstrippers y a Donalds de lo más profesional para explicar qué sucede en esas grutas en su libro Wild Kingdom. Y lo que sucede allí abajo es bastante diferente al ideal infantiloide que se quiere atrapar allá arriba. Los trabajadores se dedican allí a celebrar orgías (imaginen una gresca sexual entre el Capitán Garfio, Blancanieves y Goofy) y a beber hasta desmayarse, para grabar luego cortometrajes de alto voltaje sexual.

Algo parecido sucede en el complejo donde se suelen alojar los trabajadores más precarios: Vista Way, donde, por así decirlo, se emborrachan y se drogan hasta el infinito (y más allá). Existe también, explica Grey, un círculo secreto llamado Club 33 que exige una cuota anual de quince mil dólares y al que se accede por la puerta de la atracción de Piratas del Caribe: allí se fuma, se bebe, se hace todo aquello que se hace en los clubes.

En contadas ocasiones, ese mundo sumergido sale a la superficie. Eso sucedió a finales de los sesenta cuando los yippies (facción teatral y divertidísima de los hippies) decidieron boicotear el complejo por la colaboración de Disney con la Guerra de Vietnam y por el código ético y estético que proponía. Repartieron quinientos flyers, organizaron un desayuno cocinado por los Panteras Negras, brindaron cursos de subversión en el bote del Capitán Garfio y liberaron oficialmente la Isla Tom Sawyer, donde fumaron como locomotoras y proclamaron el amor gratuito. El parque, por primera y última vez en sus historia, se vio obligado a cerrar cinco horas antes. Esa idea está, en esencia, en la primera novela de quien esto escribe: Hilo musical, solo que ambientada en un parque surgido en la euforia farlopera del ladrillazo del litoral español.

Todo este reverso oscuro del mundo de la luz quedó plasmado meses después de la muerte del capo de Disney. Un cuadro maravilloso, mucho más elocuente que cientos de artículos de denuncia sobre las inclinaciones fascistoides de Tito Walt o sobre la precariedad laboral de los trabajadores. En 1967, la revista The Realist publicó un cuadro de Wally Wood que parecía una versión moderna y dos rombos de El jardín de las delicias: el bukake de los siete enanitos a Blancanieves, la rígida nariz de un Pinocho que observa a Campanilla haciendo un striptease, Mickey Mouse picándose heroína mientras Goofy se beneficia a Minnie…

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual
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The Realist se publicó por primera vez en 1958 y prefiguró toda la prensa underground de los sesenta. Allí se daba cabida a desvaríos conspiranoicos sobre Patty Hearst o el caso Watergate, pero acogía al mismo tiempo firmas tan imponentes como Joseph Heller, Ken Kesey o Norman Mailer, entre muchas otras.

La cabecera se gestó en las oficinas de otra publicación histórica, MAD, que ya había arrancado en 1952. Sin estas dos revistas no existirían sus equivalentes actuales como The Onion, pero es que también son un claro precedente de la revisión en clave kamikaze de la realidad de Saturday Night Live o Los Simpson. MAD se choteó del control total de los medios de comunicación de masas, de los políticos conservadores y de las estrellas del showbusiness más casposo, sí, pero también del hippismo más lelo y de modas no tan pasajeras como el psicoanálisis como única respuesta a todos los miedos.

¿Qué tienen que ver Santa Claus, Justin Bieber, Slash y Hitler? Que la mascota de MAD, Alfred E. Neuman se ha disfrazado de todos ellos.

La parodia existe, como todo menos los motores de inyección y la Nocilla blanca, desde los griegos. Erasmo ya parodió la República de Platón en su Elogio de la Locura, pero sí es cierto que en MAD arranca una interpretación de la realidad irreverente que llegaría a ser un género cinematográfico en sí mismo.

En MAD ya se publicaban unas tiras cómicas basadas en las películas de la Universal que cruzaban el humor de El Gordo y el Flaco con los films de terror. Y son esas películas y esas tiras cómicas las tatarabuelas de películas paródicas (o “spoof movies”) como Aterriza como puedas (y, en general, de todas las películas con la coletilla “como puedas” protagonizadas por Leslie Nielsen). En las obras dirigidas por Zucker, Abraham y Zucker (ZAZ) los gags no siguen una lógica racional, sino que son sub-universos, ámbitos finitos de significado: podemos pasar de una paliza a una monja a una carrera de quads. Pero es que, además, estos films son a la vez ensayos cinematográficos sobre los clichés de cada género. Son, por la vía de la guasa, muchísimo más vanguardistas e inteligentes que el 90% del cine que se factura, y logran incomodar todo lo que se da por sentado. En una de las spoof fundacionales, , de John Landis, escuchamos un anuncio donde el locutor se dirige al espectador con la frase: “Alguien meó en sus palomitas”. Romper la cuarta pared y apelar al espectador comodón está también en la agenda de este tipo de cine. Es una vanguardia popular similar a la de Chiquito de la Calzada, humorista más conectado con el Cabaret Voltaire que con los Morancos. No en vano, y en un momento cumbre para la comedia fílmica, compartió con Leslie Nielsen , la primera spoof española, dirigida por Javier Ruiz Caldera: en ese clash de titanes se enfrentaron el “Como puedas”, de Nielsen, con el “No puídor”, de Chiquito.

Quizás el más inteligente de los directores paródicos haya sido Mel Brooks. Sus spoof movies son, a menudo, mejores y más audaces que las películas que parodian, ya sean westerns (su versión antirracista Sillas de montar calientes) o basadas en el universo de Alfred Hitchcock: Máxima ansiedad (los pájaros se ciscan en la protagonista, la víctima de Psicosis es apuñalada con un diario y la tinta del periódico anega el sumidero de la bañera).

Un millón de grados de separación – O Productora Audiovisual
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La comedia de este neoyorquino es, como él, genuinamente judía. Intelectual pero tronchante, soez cuando toca pero llena de reflexiones maravillosas. Obsesionada, claro está, con Adolf Hitler. En Los productores, de 1968, un contable trama con un director teatral el gran camelo: intentar embaucar a unas cuantas abuelas para que financien una obra que sea un estrepitoso fracaso (y así quedarse con gran parte de lo recaudado). Todo, como siempre, sale necesariamente mal. En esa película, que acabó siendo distribuida en el circuito de cine de arte y ensayo, destaca el número musical . La obsesión de Brooks con el Führer no acaba ahí: suyas son canciones como .

Well, hi there people, you know me, I used to run a Little joint called Germany….
I was number one, the people’s choice
And everybody listened to my mighty voice
My name is Adolf, I’m on the mic,
I’m gonna hit you with the story of the New Third Reich.

Las conexiones entre el Führer y Estados Unidos no se limitan a este link con Mel Brooks ni tampoco a las veleidades filo-nazis de Walt Disney (ni siquiera a Alfred E. Neuman, disfrazado de Hitler en más de una ocasión). ¿Qué es lo peor que le puede suceder a un escritor italoamericano que ha luchado muchísimo por ver publicada su primera obra? Que se cruce Hitler en su camino.

Repasemos su carrera antes de que Hitler la intente truncar. John Fante, el ídolo de Bukowski, el escritor de los escritores (que quieren publicar y no pueden hacerlo), nace en Denver en 1909, hijo de un albañil borracho y de una madre fundamentalista religiosa. Desde que tiene uso de razón quiere ser escritor. Quizá por eso, su personaje más célebre es Arturo Bandini, un alter ego desgraciado, triste y divertidísimo, que no logra publicar jamás los textos que escribe mientras frecuenta camas con chinches y se empapuza con los peores caldos. Es evidente que la suerte de Fante no es mejor que la de su personaje, hasta que llega la gran noticia. En 1939 le prometen editar al fin su novela Pregúntale al polvo, una maravilla autobiográfica que aún despierta vocaciones en lectores adolescentes actuales. Felices se las prometía el joven Fante. Quizá hasta había comprado una botella de más de un dólar para celebrarlo. Pero un personaje sin importancia sabotearía su felicidad. La editorial que había decidido publicarle su debut narrativo, acababa de editar en EE. UU. Mi lucha, el best-seller nazi, sin haber comprado los derechos. El propio dictador con bigotito los demandó y la editorial perdió el juicio. ¿De dónde sacó todo el dinero de la indemnización que debía pagarle al hombrecito que popularizó el paso de la oca? Exacto, de la partida económica destinada a promocionar a ese pobre escritor de origen italiano llamado John Fante. Es curioso como comprobó ese día, quizá mientras sorbía un chianti, cómo todo en este mundo está separado por muy poquitos grados de separación.

Fante acabaría haciendo fortuna como guionista en Hollywood y se sentiría fatal en esa época por haber abandonado sus novelas. Participaría en proyectos fallidos de Orson Welles. Se consagraría demasiado al alcohol y sería, por tanto, alcohólico a tiempo completo. ¿Y qué es lo peor que le puede suceder a un alcohólico? Le diagnosticaron diabetes y le prohibieron los tragos. Genial. No hizo caso. Así que le amputaron dos dedos de los pies. Siguió a la suya. Le cercenaron toda la pierna. En la última etapa de su vida la diabetes lo dejó ciego, así que ni siquiera podía escribir. Le dictó sus últimos libros a su esposa Jocelyn, la dulce y retorcida esposa que tantas veces había aparecido en sus libros. Ella tecleaba obedientemente las maravillosas historias que Fante escribió en sus últimos meses de vida. Historias de venganzas o de justicias poéticas algo patéticas pero también graciosas, como la titulada Mi perro idiota, donde Fante adopta a un perrete empeñado en ladrar (y empalar) a los grandes canes fanfarrones del vecindario, en especial a un pastor alemán (¿metáfora de Hitler?):

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“Estaba harto de derrotas y fracasos. Me moría de ganas de obtener victorias. Tenía 55 años y ni una victoria a la vista, ni siquiera una pelea. Ni mis enemigos tenían ganas de combatir. El Idiota representaba la victoria, los libros que no había escrito, los lugares que no había visto, el Maserati que no había tenido, las mujeres que había intentado conquistar, Danielle Darrieux y Gina Lollobrigida y Nadia Grey. Era un triunfo sobre los aficionados que habían destrozado mis guiones hasta hacerlos sangrar. Él borraría el dolor y los moratones de mis jornadas inacabables, la pobreza de mi infancia, la desesperación de mi juventud, la desolación de mi futuro.

Era un perro, no una persona, un animal que con el tiempo sería mi amigo y me llenaría la cabeza de orgullo, tonterías y diversión. Yo jamás estaría tan cerca de Dios como él y él tampoco era capaz de leer o escribir, y eso estaba bien. Era un marginado y yo era un marginado. Yo luchaba y perdía y él luchaba y ganaba. Pondría a raya al gran danés estirado y a los orgullosos pastores alemanes y, además, follaría con ellos y yo me lo pasaría bomba”.