Personajes extraordinarios inspiran canciones extraordinarias. Y un grupo español, Los Caramelos, le dedicó la más bonita, un panegírico lírico titulado con el nombre del actor y no exento de humor. Liderados por Charlye Misterio, que dejaba claras sus intenciones con su seudónimo, Los Caramelos son uno de los grupos más raros (en la acepción de extraordinarios y únicos) de la historia reciente del pop al sur de los Pirineos. Sus letras sobre quimeras adolescentes en ciudades del surf, sus versiones de The Jesus and Mary Chain, su música de pop pegadizo pero no pegajoso e increíblemente silbable pero poético los convirtieron en un grupo que era como los mecheros: no son de nadie, a veces se encienden y aparecen cuando no se les busca. De hecho, sacaron su disco muy a toro pasado, en 2002, recopilando todas las canciones que Mysterio había grabado entre 1988 y 1999 en su cuatro pistas que funciona (aún ahora) a pilas. Luego colaboraría con gente como El Zurdo y declararía su devoción tanto a Kevin Ayers como a Julio Iglesias. Una de sus muchas versiones adaptó al español la canción , del grupo australiano The Go-Betweens. En ella, Robert Forster hablaba de una bibliotecaria de la Universidad de Queensland (donde conoció a Grant McLennan, su compinche en la banda), que manejaba libros de Genet, Brecht o Joyce. Bien, Los Caramelos grabaron Carmen, donde la australiana se había transformado en una españolita muy mona que en sus estanterías tenía a Enrique Jardiel Poncela.
Venimos de hablar de guerras y de Don Juanes atípicos, y nadie ha escrito sobre el mito de Don Juan como Jardiel, que lo define “no como un hombre espiritual, aventurero, idealista, fauno, coleccionista o tirano, sino como un idiota” (lo hace en la descacharrante novela Pero… ¿hubo alguna vez 11.000 vírgenes?).
No es fácil elogiar a un escritor que mandó escribir en su epitafio lo siguiente: “Si queréis los mejores elogios, moríos”. Aun así, Jardiel fue y es el mejor escritor cómico (y tragicómico) de nuestras letras. Comediógrafo genial, cabeza visible (y repeinada) de la otra generación del 27, la del humorismo violento. Artesano (construía sus maquetas para cines futuristas), ilustrador y personaje inquieto: un dandy retaco con la lengua más afilada que despertaba las antipatías (y las simpatías) tanto del bando republicano como del franquista. Tachado de misógino, en 1931 estrenó una obra casi feminista titulada El sexo débil ha hecho gimnasia y un buen día una de sus nietas me confesó que, cuando siendo una niña se le estropeaban los vestidos, el Jardiel abuelo, tan manitas, le retocaba los bordados (un hombre machista de los años treinta remendando un bodoque).
Jardiel, el gran Jardiel Poncela, que conoció el éxito masivo y el desprecio absoluto en vida, que decía que los críticos eran parásitos de la literatura y quería fumigarlos con insecticida Fitz, una vez incluso mandó atornillar la butaca donde debía sentarse un eminente crítico de espaldas al escenario donde iba a estrenar una obra. Sus aforismos son joyas absolutas de risa pura y también melancólica. Las cosas son Jardiel (graciosas, ingeniosas, decisivas, filosóficas y frescas), porque Jardiel es de esos autores que hacen de su nombre adjetivo. Jardiel Poncela, ese que decía que “la timidez es un sólido que solo se diluye en alcohol y en dinero”, conocerá en próximas entregas a las grandes estrellas de Hollywood, pero, de momento, despidámonos con la dedicatoria de una de sus novelas. Una dedicatoria que es muy Jardiel:
“Dedicatoria:
A Enrique Jardiel Poncela,
Mi mayor enemigo, con la adhesión, la simpatía y el afecto de
Enrique Jardiel Poncela”.