Glòria Bonet se postra ante la fidelidad al protocolo de la reina de Inglaterra. La etiqueta por encima de todo. Ni Brexit ni carantoñas.
en el país de Nunca Jamás
Este mes de enero se han cumplido exactamente cincuenta años del instante en que el fotógrafo Barry Lategan miró a través del visor de su cámara y tomaba el archiconocido retrato de Twiggy en su primerísima sesión fotográfica como modelo. Él mismo reconoce haber pensado al disparar “I’ve seen an icon of the future”. Y así fue, tras medio siglo la audacia de la imagen sigue intacta. Un tipo con olfato Lategan, fue él quien sugirió también el apodo Twiggy (así la llamaba a veces su novio y manager Justin de Villeneuve) como nombre artístico para esa escuálida Leslie Lawson.
Portada del Times Magazine de abril de 1965 que incluye un artículo de la crítica de arte y escritora Piri Halasz sobre el Swinging London y que ha adquirido carácter de manifiesto del fenómeno.
Si el pionero de la sociología Émile Durkheim nos alerta de que “…si en mi forma de vestir no tengo en cuenta en absoluto los usos aceptados en mi país y en mi clase, la risa que provoco y el alejamiento social en que se me mantiene producen los mismos resultados que un castigo propiamente dicho”, ¿por qué los jóvenes londinenses de los años sesenta conocidos como “mods” decidieron vestirse, peinarse y vivir a contracorriente?
“No podemos elegir la forma de nuestras casas, así como tampoco podemos elegir la de nuestros vestidos”, proseguía Durkheim. Luego, ¿Cómo se explica una revolución estética como la de los sesenta? ¿Y si aquella revolución iba de eso: de reclamar poder elegir, es más, de no pedir permiso para hacerlo?
La explosión de creatividad que se vivió en Londres tanto en el arte, como en la música, la moda y el diseño, se debe a un acceso a la cultura no exclusivo de las élites. Por primera vez los jóvenes británicos de clase obrera podían frecuentar las escuelas de arte públicas británicas (John Lennon estudió en el Liverpool College of Art). Como consecuencia, surge una generación basada en la meritocracia y la apreciación del talento. Después de años de austeridad, Inglaterra, y concretamente Londres, sentía una necesidad de celebración. Y quien supo celebrar mejor que nadie fueron los jóvenes, por eso lideraron el cambio de mentalidad, eligieron los ídolos que les eran cercanos e hicieron oír su voz por encima de la de sus padres por primera vez en la historia. Además, los jóvenes de diferentes condiciones y orígenes se mezclaban entre ellos en los lugares de moda del centro de Londres. La ciudad se despertaba convertida en una metrópoli multicultural donde la generación que apenas accedía a la edad adulta compartía una especie de aliento común: “freedom, liberty and permission beyond the old politenesses and restriccions”. ¡El país de Nunca Jamás en la tierra!
A menudo considerados hedonistas, los mods (o modernists, protagonistas del fenómeno conocido como Swinging London) eran capaces de gastarse toda la paga cada fin de semana en actividades de ocio y entretenimiento. Carpe diem, que la vida es corta y la juventud la mejor parte. Un artículo de la revista Time Magazine de abril de 1965, detalla que “La diseñadora Barbara Hulanicki, propietaria de Biba [boutique emblemática de la época], estima que una secretaria o una dependienta gana 31 libras por semana y gasta 17 libras en ropa, lo que la deja con una taza de café para la comida, pero contenta”.
Cathy McGowan, presentadora del programa musical Ready Steady Go!, era conocida como la “Reina de los mods”. Había algo transgresor en ella porque no tenía el tono correcto ni la ascendencia correcta, pero encarnaba el llamado street style, la moda que surge de la calle, no de una firma. Con solo dieciséis años y su físico andrógino, la modelo Twiggy, bautizada por la prensa en su primera aparición como la “Cockney Kid”, se parecía más que ninguna otra modelo a las adolescentes. Respiraba una frescura juvenil que no tenían los referentes femeninos imperantes, como una Rita Hayworth o cualquier otra sex symbol voluptuosa de la generación de sus padres. Twiggy encapsulaba el cambio que estaba sufriendo la sociedad: la gente de clase media podía ser lo que eran, ellos mismos.
Como en toda trama mainstream, las revistas de moda se alimentaron de la hipotética rivalidad entre los fans de la naturalidad de Twiggy y los de la belleza de catálogo de muñecas de Jean Shrimpton.
El New Look diseñado por el modisto Christian Dior, ideal de la generación anterior de perfectas señoritas.
Granny Takes a Trip era una cueva llena de sorpresas para los bolsillos desprendidos de los jóvenes de clase media.
Las dependientas te aconsejaban mientras fumaban marihuana.
Mary Quant y su socio Alexander Plunket Greene, fundadores de la boutique Bazaar de ropa mod abierta en 1955 en Kings Road.
El recientemente desaparecido André Courreges se disputa con Quant la autoría de la minifalda. Su particular apuesta fue el little white dress (atentos al guiño a Coco Chanel) que parecía concebido no tanto para la conquista de las calles como del espacio.
Para una joven londinense de barrio de los sesenta también era inadmisible adoptar el patrón clásico de belleza altiva, fría y aristocrática que seguía proponiendo el bon goût francés desde el New Look de Dior de 1947. En cambio, Twiggy era espontánea y con aquellos ojos enormes despertaba la misma ternura que un cachorro, aunque fuera “too short, too skinny and too funny” en palabras de Deirdre McSharry, la primera editora de moda que la contrató.
Las mujeres jóvenes ya no compraban en los grandes almacenes (Harrods o Liberty) orientados a la clase acomodada y que no dejaban de ser un invento de la destartalada aristocracia del XIX, sino en las tiendas de diseñadores independientes de Carnaby Street, Kensington Street o Kings Road (Bazaar, Biba, Granny Takes a Trip, Hung on You…). Estas boutiques eran accesibles, abiertas, inclusivas y de fondo se escuchaba el último single de los Who: “I hope I die before I get old (Talkin’ ‘bout my generation)”.
Tal vez los efectos de la moda nos pueden parecer más evidentes en la mitad femenina de la comunidad de jóvenes. No es así. Los chicos estaban igualmente preocupados por lo que se ponían y de qué manera construían su imagen mod, que a menudo iba acompañada de un accesorio como la Vespa o la Lambretta. Para un mod era muy importante vestir “de la manera correcta”, recordaba Leslie Lawson, aka Twiggy, en una entrevista reciente. Si para las chicas la minifalda de Mary Quant o André Courrèges (nunca quedará claro quién de los dos fue el inventor porque lo más probable es que una y otro se inspiraran en lo que ya se llevaba a calle) era un must, para los chicos lo era la Vespa y el flequillo de Paul Weller.
Los chicos más atrevidos (sobre todo las estrellas de la escena pop) también tenían su diseñador gurú: John Stephen, icono de la moda británica conocido por sus diseños llamativos. Abrió una cadena de tiendas en Londres que rápidamente se expandió a nivel internacional. Stephen se ganó la etiqueta de líder de “Revolución pavo”, por proponer trajes muy ostentosos y vanguardistas que combinaba con abrigos de pieles o plumas. La clientela de Stephen incluye a los Rolling Stones, los Beatles, Small Faces y Jimi Hendrix.
Pero quien supo sacar jugo de toda esta ebullición cultural fue la industria y el capital. Los individuos crecidos en una década de bonanza económica eran un nuevo mercado que podía consumir y que quería consumir, porque a través de lo que consumían (música y moda principalmente) se expresaban a ellos mismos. Querían dejar claro que no escuchaban la música de sus padres y que no se vestían como sus padres. Según el artista gráfico Nigel Waymouth, el éxito de la imagen de Twiggy era precisamente que no parecía manufacturada pero al mismo tiempo era altamente comercial. Feliz contradicción de la musa.
Además, la generación de los sesenta ya no pensaba como los padres que las cosas estaban hechas para durar toda la vida: ni la ropa ni las relaciones. La excitación que provocaba lo nuevo pasaba por encima de la falta de calidad de lo que consumían. Lo que compraban ya no se veía como una inversión, sino como un juego efímero. Y si además esta conducta provocaba irritación y desaprobación en la generación anterior (de todas las clases), pues mejor. En este periodo la “pátina” había perdido todo el valor. Era la antítesis del gusto pop. Que nada fuera por siempre permitía coquetear con la estridencia sin remordimientos. Por primera vez en la historia los adultos desearon ser jóvenes.
Pero la expresión Swinging London enseguida pasaría de ser la manera de referirse a la rebeldía juvenil a ser una mera etiqueta comercial que definía un estilo. La industria tragó y capitalizó lo que habían iniciado varios jóvenes espontáneamente en las calles. La manera de comprar cambió y se popularizó una costumbre que no se ha perdido desde entonces: que los jóvenes de clase obrera fueran de tiendas.
El poder reivindicativo que hubiera podido tener el Swinging London quedaba totalmente desactivado por los mismos que lo ayudaron a nacer bajo sus flashes. Fue en el preciso momento en que se puso cara al movimiento, la de Twiggy, que este dejó de pertenecer a los hombres y mujeres cualesquiera. Quizá sin pretenderlo, quien cristalizó el movimiento también lo enterró.
Si Londres podía tener swing, ¿por qué el resto de ciudades modernas no? Twiggy ejerció de embajadora mundial de una de las primeras campañas de globalización de una moda que haya conocido el mundo contemporáneo. Como las fieras salvajes de los zoos, ya era posible cazar, empaquetar y distribuir al por mayor una revolución nacida en la calle. Se construía el reinado del mainstream.
El Swinging London fue la cara amable, cándida, somnolienta e instrumentalizada pero a la vez precursora de la llamada contracultura, más reivindicativa y comprometida, que emergería pocos años más tarde en EE.UU. La efigie de Twiggy es a la revolución del Swinging London lo que el retrato del Che es a la revolución cubana: puro marketing mainstream.
Ahora bien, Londres sobreviviría como epicentro de efervescencia cultural y creatividad sobre todo entre los jóvenes. Su liderazgo en el ámbito de la experimentación artística independiente (grafismo, moda, música, arte contemporáneo…) no se ha cedido hasta el día de hoy a ninguna otra capital. El papel de Londres como creador de tendencias de moda juvenil ligadas a la música se revalidó en la década de los ochenta durante el new wave y el punk, ya mediados de la década de los noventa con el britpop.
¿Consiguieron los jóvenes mods alterar la sociedad tradicional, hacerla más libre o al menos más permisiva? ¿O fue al contrario, aprovechando una ola de cambio que les venía dada hicieron penetrar sus propuestas estéticas y musicales con mucha más comodidad? Sea como sea, era la primera vez que los jóvenes se erigían en un colectivo y adquirían una conciencia común que operaba como sujeto activo en un escenario social.