Bill Plympton es un genio de la animación con tantos gags que se podría hacer un very best en formato GIF. Gerard Casau se postula para seleccionarlos.
ESPECIAL
LECTURAS Y AGOSTO
Texto por Gerard Casau.
SMALL IN JAPAN
COMPRANDO DISCOS EN EL PAÍS
DEL SOL NACIENTE
8.
En tiempo de vacaciones se lee más sobre… vacaciones. En este caso, os invitamos a descubrir el viaje que realizó Gerard Casau a Japón, trazando, cuando tenía la oportunidad, una particular ruta con excusa musical: el mapa de las tiendas de discos niponas. Una experiencia lost in translation en formato de crónica ¿insensatamente? larga. Pero ¿quién dice que los textos extensos no son para web? Algún no-lector, seguro.
Ryuichi Sakamoto/Yellow Magic Orchestra. Merzbow. Boris. Guitar Wolf. Polysics. Boredoms. Nobukazu Takemura. Otomo Yoshihide. Ringo Shiina. Y creo que ya está. Hasta hace muy poco, esta era la única representación japonesa en mi colección de discos. Todos ellos, artistas relativamente conocidos en occidente, que han visitado nuestros escenarios con mayor o menor frecuencia, y cuyos discos han encontrado alguna clase de distribución por estos lares (la excepción sería, quizá, Ringo Shiina; paradójicamente, la más rotundamente mainstream y popular en su país de origen). Huelga decir que esta ristra (sumándole algún ítem más) representaba también mi paupérrimo conocimiento de la escena musical nipona. Así que, cuando mi pareja y yo decidimos estirar el presupuesto y escoger Japón como destino vacacional, empecé a frotarme las manos ante la perspectiva de visitar las tiendas de discos de la zona, descubriendo incontables delicias orientales.
Antes de continuar, conviene aclarar que el propósito del viaje no era, ni mucho menos, el de ir a la caza del vinilo. No fui uno de esos que sube al avión con una maleta vacía, predispuesto a llenarla de plásticos (aunque sí es verdad que, una vez allí, nos vimos obligados a comprar una de mano para traer de vuelta los diversos cachivaches y chucherías con sabor a té matcha que nos habíamos agenciado). Tampoco seguí un plan maestro a la hora de moverme por los locales. Y, huelga decirlo, ni siquiera tenía pensado escribir sobre ello. Con todo esto quiero decir que por la red se pueden encontrar textos mucho más , escritos por gente que ha escarbado durante horas las estanterías de cada tienda. Así que no esperen hallar aquí una guía práctica. Tampoco anécdotas espectaculares. Lo que sigue es, simplemente, la crónica de alguien que visitó una serie de lugares que deberían serle familiares pero en los que, por primera vez en años, se sintió un poco desorientado.
Kyoto song
La primera semana del viaje tenemos como base de operaciones Kioto, quizá la más equilibrada y menos avasalladora de las metrópolis niponas. Las múltiples posibilidades que ofrecen sus callejuelas, templos y parques no invitan precisamente a echar el tiempo entre cajas de discos. Aun así, servidor no puede resistir la tentación de hacer una rápida búsqueda en Google, que da como primer resultado Jet Set, tienda localizada en Kawaramachi-dori, una de las principales avenidas comerciales de Kioto; pero no a pie de calle, sino, como es habitual en Japón, en el piso superior de un edificio (una verticalidad que aquí encontraría su más destacado equivalente en la madrileña Rotor). Al abrirse las puertas del ascensor, nos saluda el logo de la empresa (a imagen y semejanza del de Pan Am), y la vista tarda unos segundos en acostumbrarse a la luz de un espacio presidido por el blanco del mobiliario, matizado por el colorido de los múltiples pósters que decoran las paredes. Pese a lo nuclear del entorno, el comercio desprende una cierta calidez, debida quizá a su generosa selección de soul. También abundan los vinilos de hip hop y los de jazz. Pero mi prioridad es conocer mejor la escena local, y es ahí donde empiezan las dificultades.
Lógicamente, la clasificación de los artistas, así como los títulos de los discos, aparecen escritos con kanji, los sinogramas japoneses. Esto hace que, a ojos de un occidental no versado en el idioma, los estantes resulten una marea incomprensible, y tratar de localizar un título concreto es virtualmente imposible. A pesar de esta obviedad, y quizá por cabezonería, o por la vergüenza de no querer admitir que aquellas grafías resultan un enigma irresoluble, es inevitable pasar unos minutos observando con mucha atención el lomo de los álbumes, como si al mirarlos fijamente tuviera que producirse el milagro que transformase su nombre al alfabeto románico (lo que allí llamarían “romaji”). En cualquier caso, cuando uno se cansa de hacer esta pantomima idiota, no queda otra que pedir consejo a los dependientes del local. Se revela entonces el segundo gran obstáculo. Porque, salvo contadas excepciones, los japoneses no hablan otra lengua que la suya. Lo cual está muy bien, pero… Ay, ¡con qué facilidad nos tiemblan las convicciones antiglobalización en situaciones como esta! El modelo de “conversación” que mantuve en prácticamente todas las tiendas de discos se puede resumir en los términos ‘japanese’, ‘pop’, ‘noise’, ‘loud’, ‘estrident’ (así, en catalán, porque en esos momentos uno está dispuesto a creer que su lengua materna puede tener alguna mágica similitud fonética con el japonés); todo ello, claro, puntuado por grandes aspavientos… al menos, no caí en la bajeza de recurrir a la letal palabra ‘authentic’. Pero en esta primera intentona cometo el error de querer mantener una mente abierta, y cuando mi interlocutor me pregunta qué clase de música estaba buscando, yo le contesto: “Anything”. Su respuesta es traerme una pila de vinilos de formaciones japonesas de los años sesenta y setenta que ejecutan exhibiciones mayormente instrumentales, genéricas y suavecitas. Supongo que no está mal… pero no sería exactamente eso lo que estoy buscando. Tras el escollo que supone rechazar aquello que te han ofrecido, tratando de no resultar ofensivo pese a no poder hacerte entender, los sufridos trabajadores de Jet Set deciden que lo que a mí me va es la modernez y el último grito, y proceden a enseñarme un vinilo cuádruple que recoge diversos live industriales (muy interesante, pero también muy caro), y el 12” de M/D/G, alias del joven productor Kazumichi Komatsu, quien acostumbra a firmar como Madegg pero que, en esta ocasión, ha desbrozado su nombre artístico para firmar un EP altamente rítmico, en el que parece describir los patrones de movimiento de un organismo robótico, en oposición a la ensoñación clickera que suele practicar (todo esto, obviamente, son datos que he recabado y aprendido a posteriori). Me lo adjudico y, de paso, me llevo también el mini-LP de los bisoños , entrañables en su intensidad de luz de dormitorio. Ya está, ya puedo respirar tranquilo: he comprado mis primeros discos en Japón.
Mientras nos despedimos entre las reverencias de rigor, los trabajadores de Jet Set tienen a bien darme un práctico mapa que localiza las diversas tiendas de discos de Kioto, especificando la especialidad de cada una. Un auténtico salvavidas, que un par de días más tarde me lleva hasta la bulliciosa galería comercial de Sakuranocho donde, tras dar un par de vueltas absurdas, subo unas escaleras (me había olvidado de mirar hacia arriba, claro) y doy con Parallax Records: un minúsculo espacio atestado de discos y consagrado a todo aquello que media entre la improvisación de vanguardia y el martillo pilón industrial. Pese a que la conversación resulta inevitablemente rota, a su afable propietario le brillan los ojos cuando pronuncio el nombre de Esplendor Geométrico. Y aunque me llevaría a casa toda la tienda, el presupuesto solo me alcanza para un misterioso sobre de color verde, que porta por título Disco-Mortem y contiene tres 7” con temas de campeones del ruido y la tiniebla, como Grey Wolves, No Festival of Light o Merzbow. Parallax-san me tienta con un raro vinilo de este último, rebajándolo a precio amigo, pero declino la oferta, temiendo que si empiezo a ceder, pronto vaciaré la cuenta corriente. Apenas unos metros más allá, en la colindante galería de Teramachi-dori, encuentro Poco a Poco, una pequeña pero sustanciosa tienda que se nutre de ítems de segunda mano (sin duda, la mejor manera de comprar discos en Japón, puesto que la variedad de oferta es inmensa, su estado suele ser óptimo, y los precios bajan considerablemente respecto a los álbumes nuevos) y en el que nada más llegar me topo con una de las mayores apoteosis plunderphonicas de John Oswald: . Pese a que en la tienda tan solo hay otro cliente, sumergido en su propia búsqueda en una cubeta lejana, agarro el CD para asegurarme que nadie me arrebate el hallazgo (que, además de raro, está a un precio irrisorio). En esta ocasión, voy directo al propietario del establecimiento y le pregunto si puede recomendarme algo (por si alguien se lo pregunta: pese al nombre que porta el comercio, su dueño no tiene ninguna clase de filiación hispana; tampoco conocimiento de la lengua). Un poco abrumado, el hombre empieza a dar vueltas por la tienda; casi daría la impresión de no saber qué está buscando, pero entonces empieza a seleccionar vinilos de distintas cubetas, como quien elige las mejores piezas de fruta, y los acerca al reproductor. Tras un par de intentos fallidos (debo tener cara de que me guste el lounge más mediocre e inofensivo), una voz a la vez aniñada e insinuante inunda la habitación, a lomos de guitarras, batería y teclado con propulsión a chorro. Algo en mí hace “click”. Acabo de descubrir a Kahimi Karie y su hit , y me enamoro al instante. Más tarde, aprenderé que la cantante fue pareja y colaboradora de Cornelius (de hecho, parte de su discografía apareció en Trattoria, el sello de este último), y que en su políglota trayectoria (cantada, sobre todo, en francés e inglés) ha mantenido provechosos encuentros artísticos con Philippe Katerine, The Olivia Tremor Control, Otomo Yoshihide, Jim O’Rourke y Momus, prácticamente coautor de K.K.K.K.K., que es el álbum que el amo de Poco a Poco está reproduciendo para mi deleite. Pero todo eso no importa ahora. Ni siquiera me interesa saber si, más allá del fulgurante primer tema, el álbum mantiene el listón. Lo que he escuchado es suficiente: me lo llevo.
1. Jet Set Records: Estilo y pulcritud.
2. Mapa de los sonidos de Kioto (con objetivos marcados a boli).
Ilustraciones por
3. Parallax Records: El rincón del ruido.
Un monstruo de color de rosa
Kahimi Karie se acabará convirtiendo en una cómplice habitual en mis siguientes periplos disqueros por el país, y volveré a casa con varios discos y EPs suyos, sin haber escuchado prácticamente nada, más allá del mentado hit de las sillas. Este arrebato se debe, en parte, al hecho de que ir a comprar discos en Japón se parece un poco a llegar a una enorme y apetecible fiesta en la que no tienes a ningún amigo, por lo que (al menos, si no posees un don social particularmente desarrollado) te acabas adhiriendo a aquellas pocas personas a las que quizá solo conoces superficialmente, pero que en esas circunstancias se vuelven hermanas del alma. Así, en casi todas las tiendas que visito me intereso por el material que puedan tener de la Karie, o de Ringo Shiina, con una fijación casi enfermiza, como si de pronto yo fuera su mayor fan sobre la faz de la tierra. A esta última la había conocido años atrás, cuando, navegando por Internet, vi su álbum Shōso Strip en una lista de los diez mejores discos del año 2000. Inmediatamente, me llamó la atención lo exageradamente over the que resultaba la música de aquella joven (veintidós años tenía cuando editó este álbum): cada rincón de sus canciones estaba repleto de instrumentos y estímulos; un horror vacui con infinidad de ganchos, pero que hacía del pop algo amenazante, al borde del colapso. Una amiga me trajo el disco directamente de Japón, pero luego no traté de seguir la evolución de su autora. De alguna manera, dejé que la fascinación por lo excesivo de aquella obra alimentase mi concepción ideal (si bien absolutamente distorsionada e ignorante) del j-pop: un territorio dulce y aberrante al mismo tiempo o, recordando el título del primer manga de Suehiro Maruo que cayó en mis manos, “un monstruo de color de rosa”. Esta definición podría sentarle como un guante a , una de las últimas sensaciones de la escena, aunque en este caso el imaginario visual de bizarradas y nubes de azúcar me parece más simpático que unas canciones bastante menos imaginativas de lo que sería deseable. En cualquier caso, sí me pareció curioso que, en una entrevista para Time Out Tokyo (estaba en portada cuando visité la ciudad) definiera su estilo como “cute”, con la misma convicción y seriedad con que otro grupo podría pronunciar “post-rock”, por decir algo. Quizá a eso se deba la (intermitente) atracción que uno puede sentir por el j-pop: a la absoluta conciencia profesional sobre la ejecución de una estética y un sonido de apariencia infantiloide, que convierte temas de formaciones como, por ejemplo, Perfume, en despiadadas fábricas de baile. Durante nuestra estancia, las enormes pantallas que iluminan las principales vías comerciales nos bombardeaban incesantemente con , su último maxi-single (sí, en Japón todavía se estila este formato), que es probablemente uno de los temas más melifluos del ya veterano trío de Hiroshima. Pero prueben a escuchar sus más . Si no se les enganchan fatalmente, es que su oído es considerablemente más sofisticado que el mío. Seguro que a también le pasa.
Con todo, a lo largo del viaje me doy cuenta de que las coreografías aerodinámicas de las Perfume marcan, por ahora, mi limite de tolerancia respecto al mainstream nipón, y que el grueso de mis elecciones se decantan por artistas como Karie y Ringo, con vocación autoral clara y un control sobre su trayectoria. Quizá esto tenga que ver con las pantanosas aguas en que, sin comerlo ni beberlo, te puede colocar la industria del j-pop, con las AKB48 como extremo botón de muestra. Esta formación surge como sueño (más lucrativo que húmedo, creo, espero) de un hombre de mediana edad, el productor Yasushi Akimoto, que quiso montar una abultada girl band que contase con su propio teatro, sito en el barrio de Akihabara (concretamente, dentro del edificio que ocupa el hiperbólico bazar Don Quijote, donde adquirimos una plancha para hacer takoyaki cuya efectividad resultó proporcional a su ridículo precio), que se convertiría en un lugar de peregrinación donde los fans podrían ver regularmente a sus ídolas, formando un espejismo de proximidad. En la década transcurrida desde su fabricación, el roster de cuarenta y ocho vocalistas originales se ha ido ampliando y renovando regularmente, sumando sangre todavía más fresca a un escaparate de carne joven (o, directamente, adolescente), cuyos modelos, además de cantar, deben exponerse alegremente en fotografías que difuminan la frontera entre inocencia y libido; línea estética que en Japón es conocida como ‘gravure’. Y aunque no haya nada legalmente punible en ello, uno no puede dejar de pensar que algo se ha torcido por el camino. Yendo un paso más allá, el férreo reglamento que amordaza la vida privada de las AKB48 (no sea que la ilusión de los fans se desmonte al saber que las cantantes respiran fuera del escenario y de sus fantasías de alcoba) llevó a una de sus componentes, Minami Minegishi, a ser degradada en la jerarquía del grupo al conocerse que había pasado la noche en casa de un chico. Su respuesta llegó en forma de en el que pedía disculpas por la “traición” a sus seguidores, entre lágrimas y con la cabeza rapada como signo de contrición. En el fondo, todas estas espinas también figuran en los contratos del showbusiness occidental pero, como ocurre con casi todo, en Japón acaban manifestándose de manera más espectacular… ¡Ah! A todo esto, todavía he de escuchar un tema de AKB48 que no me parezca desechable papilla pop.
4. Kahimi Karie: Me enamoré.
5. Perfume: Fábrica de baile.
6. Ringo Shiina: Over the top.
7. Tower Records: El siguiente nivel.
Tokyo Drifter
Tras la disquisición, volvamos a ir de tiendas. Kioto es un maravilloso aperitivo, pero lo gordo de verdad se encuentra en Tokio. Fundamentalmente, porque el ritmo de esta ciudad descomunal te lleva a comprar de manera compulsiva. El qué es lo de menos; lo importante es consumir, ya sea en lo alto de un edificio o en las laberínticas galerías comerciales que aguardan a la salida de varias estaciones de metro, casi como ciudades subterráneas en las que se podría vivir el sueño capitalista sin necesidad de volver a ver la luz del día. En lo que respecta a la música, el emplazamiento más impresionante quizá sea el de la sede principal de Tower Records (la otrora todopoderosa cadena estadounidense tuvo que bajar la persiana en su país de origen, pero sigue bien viva en Japón), en ese superpoblado nido de absurdidad conocido como Shibuya (todavía más atestado cuando se visita, como fue mi caso, en Halloween: algo supuestamente divertido que jamás volveré a hacer). Uno entra a este luminoso edificio de ocho plantas, cada una dedicada a un estilo musical distinto, como el personaje de un videojuego antiguo. El objetivo es escalar niveles, pero las fuerzas se van debilitando a medida que se sube, hasta acabar noqueado por un grupo de muchachas pizpiretas que están dando un concierto en el séptimo piso, ante una audiencia entregadísima (y casi exclusivamente masculina) y a un volumen manowaresco. Game over.
Puede que Tower Records sea lo más bestia, pero mis apetencias se acaban inclinando hacia Disk Union, la cadena que expande su reinado del terror melómano por toda la zona de Shinjuku: además de edificio propio, cuenta con toda una serie de locales-satélite alrededor, cada uno con una temática bien delimitada. En algunos casos, su distribución puede desorientar (todavía me sigo preguntando por qué los discos de Elvis Costello están en tres estantes distintos), pero la variedad de material es mareante, y su fondo parece no tener límite (una tarde arramblo con todos los singles y álbumes de la amada Ringo Shiina; un par de días después vuelvo a la misma tienda para consultar otra cosa y encuentro la sección de la cantante nuevamente llena… con discos distintos a los que me había llevado yo). En su tienda consagrada al poder del metal me sorprende no hallar greñas ni negritud en la vestimenta, sino ejecutivos perfectamente trajeados que pasan por caja con discos de Sleep y Darkthrone. Con el drone subido, meto en la saca las ediciones niponas, con un disco adicional, de sendos álbumes de Sunn O))), y tiento a la suerte llevándome el vinilo de heavy japonés más barato que puedo encontrar, firmado por la vocinglera Misako Honjoh: se abre con una versión de All the Young Dudes, y eso me parece garantía suficiente. Esta clase de confianza ciega también es obligatoria a la hora de no volverse loco en la selección de discos, sobre todo cuando te enfrentas a la vastísima extensión de cubetas de un local como Recofan, en Shibuya. Una portada llamativa o un nombre familiar (¿recuerdan el símil de la fiesta?) basta para decidirse por un disco en lugar de otro: ver a David Sylvian en la lista de colaboradores fue razón suficiente para hacerme con un disco de Sandii & the Sunsetz, que resultó ser . Al final, aunque las tiendas ofrezcan la posibilidad de probar los discos, tiras para adelante con los ojos cerrados, simplemente porque estás allí. Porque esta es la otra sensación que se adueña de ti cuando estás en una tienda de discos nipona: la de la “oportunidad única”. Uno asume que no puede estar haciendo escapadas al país de Mishima, Oé y Ozu cada dos meses, y en suelo europeo resulta complicado encontrar estos discos (la opción de Internet tampoco ofrece mucho consuelo, porque es probable que los precios se disparen). Así que de perdidos al río. Y lo bien que sienta volver a comprar música sin saber nada.
8. Disk Union: Los amos de Shinjuku.
9. Recofan: ¿Por dónde empezar?
Only the Lonely
He dejado para el final mi momento musical preferido de todos cuantos viví en Japón. No tuvo lugar en una tienda de discos. Tampoco en una sala de conciertos. Fue en el Golden Gai, un fantástico reducto de bares microscópicos y vivísimos vecino a Shinjuku. Por puro azar, acabamos entrando a uno (acaso atraídos por su nombre de lamento orbisoniano: Lonely), hallando en su interior un santuario de distintas religiones pop: el manga, el rock’n’roll y el boxeo, unidos en la serie de anime Ashita no Joe (o Tomorrow’s Joe). El local estaba lleno de arriba a abajo de dibujos, fotografías de bandas antiguas, amarillentos recortes de periódico, VHS de actuaciones musicales, pelotas de béisbol y libros variopintos. Al ser los únicos clientes, se acentuaba la sensación de estar irrumpiendo en la casa de su propietario, un hombre cercano a los setenta, de cuidada y blanca barba y gesto afable, que respondía al nombre de Ronny. Como desde el primer momento quedó claro que allí tampoco se podría mantener ningún diálogo, saqué alguno de los vinilos que acababa de comprar para indicar a Ronny que compartíamos afición, y señalé las fotos de las paredes para saber cómo se llamaban aquellas bandas. Al cabo de un rato, él pareció comprender mi intención, y empezó a pronunciar precariamente algunos nombres: “Ut-caster… Ot-castu…” ¿Outcast? . “Jagurs…” Y así… Mostró una devoción especial por Isao Bitu, , del cual nos mostró un intensivo catálogo de actuaciones televisivas, mientras tarareaba las canciones retrayéndose a algún lugar lejano de su memoria. Luego, despertaba y nos señalaba, preguntándonos de dónde veníamos. Al saber que éramos de Barcelona se emocionó, y con gran alegría cogió un libro trufado de ilustraciones de palomas, hasta encontrar la grisácea ave que puebla nuestras plazas y que tanto asco nos da (eso no se lo dijimos, claro). Lo cierto es que apenas comprendimos media docena de palabras el uno del otro pero, en cierto modo, fue el instante de mayor comunicación y sintonía que viví en todo el viaje. Antes de irnos, le dejé anotado en un papel los nombres de y . Espero que, si algún día le da por escucharlos, le gusten lo suficiente para ponerlos en su televisor-altar.