Nos encanta castigar a los famosos. Los vemos desde el televisor como si fuéramos jueces en un tribunal. Óscar del Pozo explora ese sentimiento.
Cincuenta años después
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Óscar del Pozo
Todo surge de una fotografía: dos mujeres que se parecen mucho apoyadas en una pared. Las dos mujeres son las actrices Liv Ullmann y Bibi Andersson, y cuando Ingmar Bergman vio esa foto, tuvo una idea. “Pensé que sería divertido escribir algo sobre dos personas que pierden sus identidades respectivas a través de sus relaciones y que, en cierto modo, también se parecen”, explica en el libro Conversaciones con Ingmar Bergman. Bueno, divertido, divertido tampoco fue. Estamos en 1966 y el director sueco lleva un tiempo ingresado en un hospital debido a una infección vírica en el oído izquierdo que le provoca vértigos. Se pasa horas y horas tumbado, sin poder leer ni ver la televisión, contemplando una mancha negra en el techo de su habitación. Le da vueltas a hacer una película prácticamente solo con las dos actrices, un pequeño equipo técnico y unos pocos decorados. El film, titulado Persona, se acaba rodando y montando muy rápidamente y, pese a su modestia, se revela como un O.C.N.I. (Objeto Cinematográfico No Identificado). Si aterrizara en la cartelera hoy, sería más moderno, radical y revolucionario que cualquiera de los estrenos de este año, del anterior y del otro. Y lo increíble es que tiene ya cincuenta añazos.
Ver Persona puede ser una experiencia difícil, exasperante incluso, que deja frustrados a una parte de los espectadores. Descifrarla es algo que llevan intentando con empeño críticos, escritores y psicólogos a lo largo de estas cinco décadas, y muchos aún no se han puesto de acuerdo. Digamos, pues, que se trata de un drama que narra la relación entre dos mujeres: Elisabeth (Ullmann), una actriz de éxito que entra en crisis tras quedarse muda en el escenario representando Electra; y Alma (Andersson), la joven enfermera encargada de cuidarla. A medida que avanza el metraje, el estado anímico de ambas se acerca gradualmente: Alma, la aparentemente fuerte, tiene episodios de confusión e histeria y se revela igual de insegura y vulnerable que su paciente; y Elisabeth parece recuperarse poco a poco de lo suyo. Es como si la mala sangre de una se trasladara al cuerpo de la otra (un acto de vampirismo que vemos literalmente en pantalla: en una escena, Alma muerde el brazo de Elisabeth y succiona su sangre). El título también nos da una pista: es una referencia a las máscaras que llevaban los actores en la tragedia clásica. “De significar máscara, persona pasó a designar a aquel que se oculta detrás de ella”, afirma el director en Conversaciones con Ingmar Bergman. Por tanto, estamos también ante una historia de máscaras que se resquebrajan.
La razón de que existan tantas pajas mentales respecto a Persona es que, a partir del segundo acto, empezamos a ver cosas que no sabemos si son reales o no. Algunas secuencias parecen un sueño de Alma, o una fantasía, o una alucinación, aunque tampoco está claro que en la realidad no ocurra eso o algo parecido. Un ejemplo es la visita del marido de Elisabeth, cuando confunde a Alma con su mujer. En éste y otros episodios, el autor de El séptimo sello oculta las señales que sirven para distinguir la fantasía de la realidad. En la mayoría de las películas, la parte onírica no tiene la misma apariencia, de realidad objetiva, que la parte real. En Persona sí. Por eso no hay que verla como un drama psicológico, como se ha hecho muchas veces en estos cincuenta años (busquen en Google las interpretaciones de eminentes psicólogos y fliparán). “Al trabajar en el guión, tenía una idea bastante vaga de hacer un poema, no con palabras sino con imágenes”, confirmó el director. Persona, pues, tiende a la abstracción, aunque se puede seguir perfectamente si aceptamos que algunas preguntas se quedarán sin respuesta. Por ejemplo, nunca sabemos exactamente por qué Elisabeth ha dejado de hablar, aunque parece algo así como un suicidio simbólico.
Persona frustra el deseo de saber de los espectadores, pero otras obras maestras de los sesenta ya lo habían hecho antes. ¿Por qué los protagonistas de El ángel exterminador no pueden salir de la habitación? ¿Por qué atacan Los pájaros de Hitchcock? ¿Está enferma o no la protagonista de Cléo de 5 a 7 de Agnès Varda? Los mejores directores del momento estaban rompiendo con la narrativa clásica, gracias al empuje de Godard y la nouvelle vague, y buscaban espectadores más activos y más críticos que antes. Por eso el autor de Fresas salvajes introduce aquí elementos, digamos, brechtianos: para recordarnos que estamos frente a una representación. Al principio, al final y hacia la mitad vemos el proyector y el celuloide del film. El hipnótico prólogo también tiene una función de distanciamiento. En él se ven fugazmente imágenes de un cordero degollado, una mano atravesada por un clavo, una araña, un pene erecto, dibujos animados y un depósito de cadáveres. Concluye con un niño acariciando el rostro proyectado de Bibi, que se convierte en el rostro de Liv… Y de ahí pasamos a Bibi, que abre una puerta en plano frontal como si estuviera en el escenario de un teatro. Empieza la función. La idea de representación se sigue reforzando con los primeros decorados, fríos, desnudos, iluminados de forma poco realista.
Más que una historia convencional, en Persona hay un tema: la dualidad. Este tema se manifiesta a través de dos personas que intercambian sus identidades o, quizá, de dos identidades que pertenecen a una misma persona: la ingenua y pura (Alma) y la oscura y atormentada (Elisabeth). A mí me gusta ver Persona de esa manera porque la conecta con Mulholland Drive, una de las películas que más deben a Persona de las que se han rodado hasta la fecha. En la obra de David Lynch, las dos protagonistas son también la misma persona, antes y después de perder la inocencia. De todas formas, así sería como YO VEO Persona, porque Bergman siempre negó que tuviera un único significado: “Se puede interpretar como se quiera. Exactamente igual que los poemas. La imagen significa cosas diferentes para seres diferentes”.
Alma y Elisabeth podrían ser la misma persona también por lo que vemos en el clímax, una escena-espejo en la que un monólogo se repite íntegramente dos veces, una mientras vemos a Elisabeth y la otra con Alma en plano. Al final del segundo, los rostros de ambas se funden en uno solo. Es la imagen más icónica de la película y una de las más famosas de la historia del cine. En su autobiografía Imágenes, Bergman explica cómo surgió esa idea trabajando con su director de fotografía, Sven Nykvist. “Durante el monólogo repetido, Sven y yo queríamos iluminar toda la cara, pero por alguna razón no funcionaba, así que acordamos dejar una mitad del rostro en la oscuridad total. Después fue una especie de evolución natural combinar, en la fase final del monólogo, las mitades iluminadas de sus rostros y dejar que se fundiesen en uno solo”.
Interpretaciones al margen, siempre ha habido unanimidad en reconocer el talento máximo de las dos protagonistas, en especial una Liv Ullmann que debuta aquí con el director y que se ve obligada a representar una amplia gama de emociones, del desánimo al estupor pasando por la compasión o el terror puro, sin pronunciar una sola palabra. Ningún intérprete puede llegar más lejos que ella en este trabajo. Tal vez por eso, un director tan sensible a la agudeza de los actores como Almodóvar eligió una secuencia de Persona, la de Alma contándole a Elisabeth los detalles de una infidelidad que acaba en orgía, como su favorita de todos los tiempos. Lo hizo en 2011 en el programa Días de cine de TVE: la descripción que hace de la secuencia es deliciosa.
Y si todos estos motivos no les convencen para ver la película (o revisarla), tal vez lo haga esta reflexión de Bergman en Imágenes, que lo resume todo perfectamente: “Hoy tengo la sensación de que en Persona he llegado al límite de mis posibilidades. Que, en plena libertad, he rozado esos secretos sin palabras que solo la cinematografía es capaz de sacar a la luz”.
La huella de Persona
Es una de esas películas que ha influido a cineastas de todas las generaciones. O al menos eso alegan muchos de ellos, que una cosa es aspirar a Persona y otra muy diferente alcanzarla. En cualquier caso, además de Mulholland Drive, es muy evidente su influencia en Inseparables, una obra maestra de David Cronenberg en la que dos gemelos (¿la misma persona otra vez?) viven al filo del colapso psíquico hasta que uno de ellos cae y arrastra al otro. Decir que está casi a la altura de Persona (y no solo por el póster) es decir mucho; pero no importa, yo lo digo. Peor ha envejecido Tres mujeres, de Robert Altman, en la que Sissy Spacek adopta la personalidad de Shelley Duvall con una mujer muda como testigo. Cisne negro de Darren Aronofsky y El club de la lucha de David Fincher son dos cumbres del cine moderno que beben tanto temática (la dualidad, la crisis de identidad) como formalmente (ese celuloide que se quema en el film de Fincher) del film de Bergman.
Otros ejemplos de esta influencia que no acaba nunca: la diva de interpretación (y su secretaria) que se semirrecluye en Viaje a Sils María de Olivier Assayas, el juego de espejos de La doble vida de Verónica de Krzysztof Kieslowski, la estrella de culebrones que termina bruscamente su carrera y devora enfermeras en Passion Fish de John Sayles, incluso el póster de Hable con ella de Almódovar (again)… Hasta veintinueve películas se citan en este breve videoensayo que demuestra que los últimos cincuenta años en el cine no hubieran sido los mismos sin Persona.