El GIF es el fin del planteamiento-nudo-desenlace. Por eso a Joan Pons ya no le interesa saber cómo acaban las cosas: solo imantarse con el principio.
Paul Arden
No es nada personal,
by Rafa Montilla
con la colaboración de Helena Sanz
fotografía de Alba Yruela
— “Yes! Yes! ¡Un elefante rosa! ¡Y el padre negro!
— ¿Qué pinta un elefante rosa en medio de la película de la ONCE para Navidad? ¿Y por qué un padre negro? ¿Es necesario?
— Una película con un elefante rosa siempre será recordada.”
Así empecé a conocer a alguien irreductible. Le despidieron cinco veces y siempre volvió a la carga. Fue capaz de escribir un libro sobre publicidad -¿o era sobre otra cosa?- que ya lleva vendidos más de tres millones de ejemplares. Sí, estoy hablando de Paul Arden.
La última vez que le vi fue una noche infausta: en un pub de Mayfair presencié cómo el Chelsea eliminaba al Barça. John Terry se encargó de marcar y Carvalho de que Víctor Valdés no pudiera hacer nada para evitarlo. Fue el mismo partido en que que pareció detener el tiempo, pura fantasía. Sin embargo, yo estaba en territorio enemigo. Paul, con una sonrisa, se encargó de recordármelo.
Aquella misma mañana él había dado una conferencia en los encuentros anuales de Shots, aunque, a decir verdad, aquello no fue una conferencia. Los papeles volaron, se desparramaron por el suelo y no hubo manera de volver a ordenarlos, de modo que una pelota de fútbol y una portería improvisada se convirtier on en los protagonistas. Mientras hablaba de la suerte de que te despidan y de la lucha contra la mediocridad, lanzó el balón contra el público, hizo caer un foco y los asistentes se levantaron como movidos por un mismo resorte, entre rugidos y aplausos.
Años después. Campiña británica. Un día soleado. Primaveral. Increíble. Un taxi nos había recogido en el aeropuerto: Toni Arden nos había avisado de que no intentáramos llegar por nuestra cuenta, nunca lo conseguiríamos. Tres cuartos de hora más tarde, camino de Petworth, nos deslizábamos por una estrecha carretera que serpenteaba sobre un verde tapiz de colinas y prados. Atravesábamos los bosques druídicos de árboles centenarios del Parque Nacional de South Downs, refugio de Vanessa Well, Joseph Turner o Virginia Wolf. “Overcome by beauty more extravagantly than one could expect”.
Toni tenía razón. Las pistas para llegar eran imposibles de descifrar. Por un momento, hasta la taxista se extravió. No obstante, por fin, alcanzamos nuestra meta: el cottage donde Paul trabajó durante sus últimos años. Tal vez en ese paisaje encontraríamos la explicación a tantas preguntas sin respuesta.
Conocí a Paul a mediados de los 90. Un día apareció en mi mesa una cinta de vídeo, Arden, Sutherland and Dodd. Detrás de aquel sobre y aquella carta intuí a alguien con un pensamiento refinado. Y luego, la sorpresa. Los realizadores suelen seleccionar las ideas de sus bobinas. Saben perfectamente que, de otro modo, es difícil lucirse porque a menudo cuesta separar la idea de la forma. Pero no. Fue justamente todo lo contrario. La forma era tan sugerente, tan radicalmente distinta, que ideas mediocres parecían buenas, incluso brillantes. De manera que, sin finalizar la cinta, apremiado por la impaciencia casi infantil del descubrimiento, le telefoneé. Al día siguiente estaba en Londres cerrando un acuerdo de colaboración con Paul y Nick.
Regresé a Barcelona entusiasmado por mover aquella cinta, sin saber si se entendería. Era plenamente consciente de que llevaba entre manos algo distinto. Mi primera visita fue a BBDO: “Probablemente este lenguaje es demasiado especial para nuestro mercado, un poco radical, ¿no?”.
Luego me dirigí a Delvico Bates, una agencia con un grupo de creativos lo bastante arriesgados como para no fruncir el ceño ante propuestas fuera de lo común.
— “Pero, ¿tú sabes quién es este hombre?
— Sinceramente, no.
— ¡Paul Arden ha sido el mejor director creativo que ha dado Londres en los últimos quince años!”
Yo nunca le había concedido mucho crédito a los creativos que querían ser realizadores, así que en ese momento no le di demasiada importancia. Después de ver su trabajo, Toni Segarra me aseguró que muy pronto colaboraríamos con él.
Efectivamente, al cabo de dos semanas me llamaron para compartir una idea con Paul, quien, con el equipo creativo sentado a la mesa, dijo: “Supongo que esperáis que ahora os sorprenda con algo brillante, creativo. Pues no, no tengo nada que decir, la idea me parece fantástica y bien estructurada”. Bien. Íbamos muy bien. Y, sin embargo, en seguida añadió: “Bueno, ¿qué tal si mostramos en medio de la película un elefante rosa?” ¿Quizás estaba bromeando? Pero no. “¡Sí, sí, sí! ¡Un elefante rosa, todo el mundo hablará de la película del elefante rosa! ¡Y el padre del niño tiene que ser negro! Dejadme que piense algo y nos vemos en dos semanas”.
Toda una declaración de intenciones: no basta con tener una buena idea, necesitas que esa idea se convierta en algo memorable. Y ahí empezó todo.
Toni Arden nos esperaba junto a la verja de madera de acceso a la finca. Paul y Toni se habían conocido en un ferry, ella viajaba con una amiga de camino a Gran Bretaña. Se casaron muy jóvenes, con poco más de 20 años, y por aquel entonces Paul tenía una sola idea en la cabeza: entrar en Ogilvy y ganar “1000 pounds”. Y lo consiguió. Vaya si lo consiguió.
La primera vez que vi a Toni fue la noche anterior a mi única crisis con Paul. A simple vista podías apreciar que era una gran dama, el contrapunto perfecto a un volcán activo e impredecible. Paul había regresado a Barcelona para terminar un trabajo. Tenía que volver a rodar algunos planos para un spot de Audi y había accedido a ello con muchas reticencias. Aunque arrancamos bien, a media mañana el día se torció y empezó a diluviar. Nos quedaba por rodar un solo plano, importante para la agencia, insignificante para Paul. Se me ocurrió ofrecerle una alternativa fácilmente realizable para poder acabar. Entonces explotó. Aquello se convirtió en un estallido de gritos, insultos y llamadas a Gran Bretaña. Todo el mundo -yo el primero-, de forma estoica, esperamos a que acabara. En cuanto se calmó un poco, rodó.
Le acompañé con mi coche hasta su hotel y, justo antes de que descendiera, le advertí de que era la última vez que me montaba un espectáculo y le especifiqué que lo único que queríamos era ayudarle a conseguir el mejor resultado posible. Mis palabras fueron casi tan contundentes como las suyas unas horas antes, de modo que pensé que ahí finalizaba nuestra relación. Pues no. Al día siguiente, al llegar a la oficina, me encontré con un ramo de 200 rosas y una carta de Paul, manuscrita, agradeciendo que le hubiera ayudado a desarrollar mejor su trabajo. Ese spot se llevó el Gran Premio en el festival de El Sol.
Así era Paul. No era nada personal, solo era acerca de su trabajo.
Toni nos hizo pasar. Ante nosotros, el santuario del artista. Mesas abarrotadas de libros. Paredes cubiertas de fotografías, esculturas, dibujos, óleos. Jim Dine, Colin Barker, Ruth Bernhard, Gisèle Freund, Jeremy Browne, Richard Avedon, David Bailey, Gilbert Garcin, Sebastião Salgado, Irving Penn… El universo de Paul preservado en lo que todavía es su guarida. Cualquiera que observe al detalle ese lugar comprobará que nada resulta obvio. Teteras que vigilan desde las alturas con sus cerámicos ojos de dioses lares. Esculturas contemporáneas, casi futuristas, apoyadas sobre muebles decimonónicos que lucen la pátina de lo muy vivido. Sillas perfectamente alineadas, dispuestas para presenciar una íntima representación -tal vez la lectura de algún clásico o quizás alguna obra de rabiosa actualidad-. Y cada ventana, un marco perfecto que encuadra una pequeña obra de arte, desde danzantes derviches turcos bajo un juego óptico de celosías, hasta las lilas que se asoman, curiosas, antes de trepar hasta el tejado.
El legado de Paul refleja una actitud singular: su aparentemente anárquica manera de pensar se filtra, en realidad, a través de una estructura mental muy depurada. Por ello lo que conmueve, más que cada objeto en sí –que también-, es el conjunto. Y al estar allí se comprende que, cuando hablamos con Toni para escribir acerca de Paul, nos pidiera que le visitáramos en su cottage en Sussex, donde nada está dejado al azar, tampoco en el exterior. El estanque que sobrevuelan las fascinantes libélulas. La caravana cíngara mimetizada con el paisaje color esmeralda, casi dispuesta para un viaje imaginario a ninguna parte. O el banco de madera con aspecto de barrica de vino que se deja acariciar, lánguidamente, por el último rayo de sol del día. Cada pieza forma parte de un todo sobrecogedor.
Siempre me sorprendió la capacidad de Paul para encontrar la belleza en los extremos. Una vez alguien mostró a Paul la fotografía de su hijo y él simplemente comentó: “Amo a los niños feos”. No fue consciente de que podía herir lo sentimientos de alguien porque su lógica superaba cualquier convencionalismo. Para él, la auténtica belleza residía en la originalidad, en lo que sorprendía por ser genuinamente diferente. Por eso encontraba simétricas semejanzas en lo que el común de los mortales solemos distinguir entre hermosura y fealdad.
Durante un buen rato deambulamos en silencio, observando. Me cautivó especialmente una imagen por la fuerza que desprendía. Era un hombre asiendo enérgicamente su cabeza con ambas manos, sin mostrar su rostro. Toni me dijo que era el padre de Paul, a quien adoraba. Leí alguna vez que su padre era un artista comercial. ¿Cómo se puede tildar a un artista de comercial? Un artista es artista, sin más.
Con Paul tenías la sensación –o más bien la certeza– de que podía ocurrir cualquier cosa. Necesitabas permanecer atento a lo imprevisto, andar ligero de equipaje y vaciarte diariamente de todo contenido para empaparte de él. Cada nuevo encuentro era un estímulo para seguir adiestrando tu espíritu y susurrarle que la vida está aquí para vivirla. Para continuar siendo aquel niño que miraba hacia el futuro con los ojos y el ánimo muy abiertos a lo nuevo, que era todo.
Paul era refinadamente directo y nada alambicado, sus libros son el mejor testimonio de ello. “No sé escribir. He leído todo lo que podía a George Orwell para aprender cómo mantenerme a su nivel, quitar los adjetivos y hacerlo tan simple como fuera posible”. Hasta alcanzar lo abrasivamente arriesgado: “Risks are a measure of people. People who won’t take them are trying to preserve what they have. People who do take them often end up having more”.
En una de sus reuniones con el equipo comercial de la editorial Phaidon Press, Paul se dirigió a todos ellos junto a un hombre completamente desnudo: “Este hombre puede llegar a ser lo que quiera. No lleva etiquetas, ni Gucci ni Armani, ni tan siquiera conocéis su nombre. Podría ser el encargado de una tienda de zapatos, un director de empresa con un Jaguar, un ministro del gobierno con dos Jaguars. Todo lo que necesita es que lo queráis lo suficiente”.
Paul odiaba la mediocridad porque, como dice Jorge Wagensberg, depende de una decisión personal de cada individuo, es algo que no nos viene impuesto. La mediocridad denota cobardía, inseguridad, miedo. Y Paul era lo opuesto a todo eso.
Es fácil acercarse a Paul Arden. Todo lo escrito acerca de él -de su colección fotográfica, de su marcha, de sus manifiestos leídos en innumerables idiomas y que continúan siendo tan vigentes como el día en que salieron de sus manos- nos muestra a alguien necesario. Muy necesario.
Paul estuvo, está y estará. Vino aquí para quedarse.