Nueva sección estrella de Diana Aller: Cosas que hago mientras tú trabajas. En esta ocasión, irse un lunes de viaje a Praga. Ilustra Flavita Banana.
por
Diana Aller
En las postrimerías del siglo XX muchos nos barruntábamos que los DJs serían dioses en unos años. Nos llegaban historias fabulosas sobre aviones privados que atravesaban varios países para que un semidiós de los platos ofreciera varias sesiones en una misma noche cobrando cifras mareantes. Creíamos que Carl Cox o Richie Hawtin dominarían el mundo en poco tiempo, y ser dj era una profesión apetecible porque no requería demasiado y el triunfo podía ser estrepitosamente millonario.
Hoy, Steve Aoki, Calvin Harris y Thomas Bangalter están forrados gracias a sus dotes y gracejos pinchando, pero entre medias ha ocurrido algo muy curioso: Miles de chavales pueden pinchar y casi todos lo hacen muy bien. Basta con un dispositivo electrónico. Hay programas con los que se pueden hacer auténticas filigranas tribales… Y esta cercanía, esta facilidad técnica ha permitido acercar la técnica al vulgo y por tanto aumentar la competitividad y rebajar el caché medio de los DJs. Ser una superestrella de las mezclas ya no se vislumbra como algo novedoso, como adalid de una subcultura con cierta incomprensión intergeneracional.
Quienes lo gozamos en su día con el despunte de la electrónica (unos más que otros) hemos crecido y hemos tenido hijos (también unos más que otros). Y es fácil que nos sigamos sintiendo jóvenes y vinculados a la cultura, a la subversión y a la contracultura.
Pero es hora de abrir los ojos, hermanos míos. Sepan ustedes que nos hemos quedado atrás. El entretenimiento ha creado nuevos códigos, precisamente por la cercanía de Internet, de la cultura digital y de un montón de chavales (alguien que escribiera por encima del hombro diría niñatos) que lejos de ser conscientes del alcance de sus intereses, se están haciendo millonarios a costa de un alto índice de tontería (¿comedia?) en los vídeos que cuelgan. O lo que es lo mismo, el universo YouTube lo está petando ahora mismo.
El gasto de gestión empresarial es mínimo, el acceso ultrafácil, y los beneficios (prácticamente en su totalidad provenientes de la publicidad) ingentes y proporcionales al número de seguidores. Cualquiera puede ser un YouTuber… ¿Cualquiera?
Por lo visto hay que ser menor de treinta (y menor de veinte en según qué casos) para forrarse. La lista Forbes de finales de 2015 incluyó por primera vez a los YouTubers más ricos del planeta (y ya sabemos que el factor pecuniario siempre es un gran señuelo para curiosos/morbosos que siempre quieren saber quiénes son los que ganan tanto dinero, cómo y por qué).
En el número uno se encuentra , que en realidad es un sueco llamado Felix Kjellberg de solo veinticinco años que con cuarenta y dos millones de suscriptores se le ha calculado una ganancia neta de doce millones de dólares. Este millonario muchacho es un egregio y bien parecido efebo, con pinta de ario que dejó su trabajo vendiendo perritos calientes cuando vio que el divertimiento de los vídeos daba dinero. Se grababa haciendo gameplays, lo que viene a ser comentando video juegos mientras hacía malabares para poder pagarse la universidad.
Felix es cercano y natural, simpático, agradable y dice sentirse apabullado con tantos seguidores. Parece un buen chaval. A veces recuerda a una estrella del rock, diciendo que el dinero no le importa demasiado, y que ser millonario no es tan importante. Es uno de los gamers más espontáneos que hay, y ese es su gran mérito: hacer reír a la chavalería que le sigue como si fuera un dios desde cualquier rincón del planeta. Sus vídeos son de juegos, de rankings absurdos o de simples monólogos más o menos ocurrentes.
Lo más parecido que hay en lengua hispana es (veintiséis millones de suscriptores), el canal de Germán Garmendia, de Chile, un “niño bien” de veintiséis años que un día por puro aburrimiento subió un video que se llamaba Las cosas obvias de la vida. El estilo directo y desenfadado de Germán ha atrapado a millones de niños (niños, sí) que lo adoran en todo el mundo.
A lo largo y ancho de sus tres canales comenta juegos, se sincera en modo egovideoblogging, hace rankings, actuaciones y bloopers (descartes). Todo editado de una forma frenética y sin silencios, al estilo de Españoles por el mundo. Germán es vegano, comprometido con causas humanitarias y tiene un humor muy ramplón y a veces estereotipado que conecta perfectamente con la infancia. Y es millonario, sí.
El caso de es bien extraño, con más de siete millones y medio de suscriptores y veintinueve años, esta bailarina y violinista norteamericana de aspecto manga es una compositora todoterreno que aborda pop, hip hop y lo que le echen, realizando unos vídeos oníricos muy al gusto oriental. Y también está en Forbes, claro.
Es extraño, digo, porque las mujeres que lideran YouTube suelen ser consejeras de belleza. Como (veintiocho años), estadounidense hija de padres vietnamitas que pasó de ser una maquilladora y camarera en un restaurante de sushi que comentaba sus trucos online, a una net celebrity de primer orden. Esta gurú de la belleza y tendencias tiene hoy su propia línea de cuidado para la piel y es una empresaria de éxito con más de ocho millones de suscriptores, que, como ven, es la vara de medir el triunfo en estos lares.
En España fue pionera (352.000 seguidores, treinta y nueve años), una ingeniera informática que mientras preparaba una oposición subió tutoriales de belleza y apaños varios y lo petó entre el sector femenino. Su aire marujil y sus intereses caseros la encumbraron a un mundo de marcas domésticas, libros de dietas y televisiones locales que poco o nada tienen que ver con un público cada vez más joven y ávido de novedades audiovisuales. Al tener un hijo y mostrar una crianza del todo reglada, patrocinada y estricta, aumentó esta especialización hacia las mujeres sin grandes preocupaciones intelectuales, y hoy su estela se pierde entre otras miles de blogueras que ofertan contenidos más adecuados a las preocupaciones juveniles. Para la historia queda su tutorial para hacerse un moño con un calcetín enroscado, o truquillos como untar en aceite de oliva la máscara de pestañas cuando se esté acabando.
Por lo que respecta al sector masculino (y joven), el YouTubismo patrio se ve representado sobre todo por El (dieciséis millones de followers, veintiséis años), un videoblogger dicharachero y pelín cutre y (Samuel de Luque), que con doce millones y medio de seguidores y veintiséis años, sube un tostón de vídeos en directo, siempre de juegos, narrados con un chirriante tono de voz y sin editar. Estos gamers han creado todo un imperio en torno a su imagen: libros, patrocinios y hasta premios.
Premios, si, porque nosotros, el mundo adulto que no nos enteramos de qué va la historia, disfrazamos de talento cualquier cosa que produzca dividendos. No entendemos qué tienen de especial estos chavales jugando al minecraft en Internet, no sabemos en dónde reside su humor lleno de punch-lines, como si dudasen dónde está el chiste (ni guionistas profesionales de la comedia aciertan a descifrarlo), ni comprendemos su nuevo lenguaje de la imagen, supuestamente tan tosco (jump cuts, discontinuidades raras, la repetición del mismo escenario vulgar del dormitorio…), etc… Gap generacional absoluto, sí. Pero tienen muchos plays y generosos ingresos gracias a la publicidad. Y como “poderoso caballero es don dinero” aceptamos sin rechistar que lo suyo es algo más que attention seeking y dejamos que estos chicos eduquen paralelamente a nuestros hijos en la violencia, el sexismo y en un sistema jerárquico según los suscriptores. Como tantas cosas, lo aceptamos, por no cuestionar la idolatría infantil, parecida en estos casos a la que producen los futbolistas: semidioses que solo perpetúan estereotipos de poder y alienación.
Hace poco estuve trabajando con , el Instagramer (y también YouTuber) más cercano al universo adulto y comercial. Es un chico admirablemente educado y sensible, que defiende campañas contra el acoso escolar y que -doy fe- no puede caminar tranquilo por la calle. Los menores de veinticinco años se le abalanzan a por un selfie y un saludo de “Hola bebés”. Él, paciente, atiende a todo el mundo y explica sonriendo “es mi trabajo”; porque, en efecto, lo es. Cuenta con dos representantes y en determinadas situaciones precisa de personal de seguridad para que le escolten. Sus mensajes son virales siempre, y me sorprende que los niños tiendan a reírse de él como hacen los adultos. Su icónica imagen se ha convertido en una especie de parodia incluso para la infancia ¿Por qué? Porque seguimos unos criterios estandarizados donde nos reímos del diferente, en lugar de promover la diversidad.
Internet es un pozo infinito, y la juventud, lo sabemos, precisa de referentes. Una aborregada mayoría se adscribe a una corriente; poco importa lo buena que sea, porque lo interesante es el sentimiento de comunidad, la pertenencia, la integración, algo que para los más jóvenes es vital y que muchos adultos aún no han superado.
Mis hijos, como la mitad de sus compañeros de clase, son YouTubers también. Aunque me guste poco esta afición, reconozco que da a los niños unas herramientas precisas para la comunicación y el aprendizaje autodidacta (¡Ojala hubiéramos tenido a nuestra disposición semejante tecnología!). Le acabo de preguntar al más pequeño qué es lo peor de ser YouTuber. Sin siquiera pensarlo, ha respondido “los haters”. Y cuando le he preguntado por lo mejor, me ha dicho “Que te siga un famoso”. Por famoso no se refiere a Cristiano Ronaldo o Pablo Iglesias, sino a un YouTuber del tres al cuarto que le dará relumbre. Horrorizada me hallo… (Por supuesto, trabajo desde la pedagogía en la medida que puedo para contrarrestar estos y otros impactos de la cultura de masas sobre mi progenie).
YouTube como reclamo de fama fácil, YouTube como herramienta para triunfar socialmente… y YouTube como una réplica de nuestra sociedad injusta y aspiracional. Así al menos la ha usado la joven pareja de Risto Mejide (desde entonces, él no para de promover la plataforma de vídeos y sus protagonistas, aunque no comprenda los rudimentos comunicativos de la misma). Laura Escanes, que así se llama la muchacha, en YouTube monologueando sin aportar absolutamente nada nuevo y sí ingentes dosis de sonrojo. Las , por supuesto, no se hicieron esperar.
Incluso los vídeos más especializados son superéxitos. Por poner un ejemplo, el unboxing (el momento de desempaquetar un producto) ha creado auténticas estrellas mediáticas y diversas corrientes YouTubers… Desde la apertura de huevos Kinder (hay varios canales especializados) hasta desenvolver e instalar la PlayStation, pasando por compras de supermercado. En esta categoría estarían y su examiga . Son mujeres YouTubers que comentan su consumo también con “productos finalizados” y comparativas varias. El éxito de estas usuarias es la dosis de realidad: Una chica mona puede estar pagada por una marca y no resulta creíble. Conchi y Encarni (enfadadas por culpa de YouTube, por cierto) hablan sin tapujos de la relación calidad-precio calidad de cada producto, y hasta lo prueban ante la cámara. Su las hacen ser auténticas líderes de opinión y también encandilar al usuario medio que llega a ellas por mero entretenimiento y las viraliza desde la parodia.
Desde que en febrero de 2005 empezara a funcionar YouTube, la cosa ha ido mutando exponencialmente. Nadie preveía que los YouTubers se convirtieran en superestrellas que entrarían en las listas de Forbes; nadie predijo que la democratización del mundo audiovisual nos llevaría a esta sobreexposición; y a nadie se le ocurriría vaticinar que las fiestas terminarían con visionados más o menos jocosos en YouTube.
Afortunadamente, también hay mucho talento y grandes ideas y soluciones. Incluso magníficos YouTubers que se curran tutoriales y vídeos útiles y entretenidos. De aquí a diez años, probablemente YouTube será una cosa bien distinta (y quizá ya no sea ni siquiera un fenómeno: ya hay quien dice que los YouTubers están entrando en la decadencia). Hoy nos parece una herramienta normal, pero nuestros hijos lo verán como una prolongación sociocultural del mundo. Y eso, como todo, tiene su parte buena y su parte mala.
Mientras tanto, en este preciso instante, miles de chicos y chicas están grabando, editando y subiendo vídeos, soñando con petarlo como hace décadas ocurría con los disc jockeys. Y como ocurrió con aquellos, alguno lo conseguirá y otros muchos quedarán por el camino, dejando, eso sí, un rastro digital para la ya sobresaturada posteridad.