Más legado audiovisual de Obama, en este caso en la televisión. Begoña Gómez Urzaiz contempla las series que preceden la era Trump en TV.
Un animal del zoo de Londres sirvió de modelo para el logo que llevan los tomos más famosos e imitados del mundo. Los Clásicos Penguin en español escriben un nuevo capítulo en esta historia de diseño y cultura asequible, que no low cost.
Los libros de los pingüinos
Marta Borrell decidió dedicarse al diseño editorial el día que visitó las oficinas de Penguin en Nueva York. En su casa, tiene una pared con pintura imantada que suele decorar con las postales de la caja Postcards from Penguin, que recoge cien de las cubiertas históricas de la casa. Y en su despacho en el edificio de Random House en Barcelona, donde encabeza el departamento de diseño, tiene colgadas las que dictó Jan Tschichold, el tipógrafo alemán que dio al sello del pingüino su aspecto icónico y que tiene estatus de deidad entre los diseñadores.
Así que uno puede imaginar la reacción de Borrell cuando le comunicaron que por fin iban a lanzarse los famosos Clásicos Penguin en español –una de la consecuencias del matrimonio ente Penguin y Random House, que ha dado lugar a un mastodonte editorial–. Quedaba en sus manos y en la de su equipo, que completan Roksanda Duru y Yolanda Artola, dar un nuevo aspecto a Hamlet, Macbeth, Robinson Crusoe –en traducción de Julio Cortázar– El Quijote y los centenares de clásicos que irán apareciendo en la colección. “Todos tienen la misma franja negra y una imagen a sangre que va cambiando. Lo que queríamos es acercar los clásicos a la gente, hacerlos menos aburridos y darles un punto moderno y atrevido”, comenta Borrell. Eso se nota, por ejemplo, en el nuevo Lazarillo de Tormes, con un dibujo de la joven ilustradora María Hergueta que le acerca a esos que suelen darse vida en Internet pero que raramente acaban inspirando carteles oficiales. Aunque la diseñadora los ama a todos, destaca también las cubiertas de Misericordia de Galdós, Castigo sin venganza de Lope de Vega, Cañas y barro de Blasco Ibánez, las de los Cuentos de Dostoyevski, la poesía de Garcilaso y los artículos de Larra.
Algunas normas de composición de Jan Tschichold
Como tantos otros hitos del diseño, las portadas de Penguin no nacieron de la opulencia sino de la austeridad. Cuando Allen Lane fundó la editorial en 1933, los clásicos sólo estaban al alcance de un público erudito y universitario o de aquellos que habían nacido en una casa con una biblioteca heredada. La idea de Lane era trastocar aquello y hacerlos accesibles a todo el mundo. El precio era crucial: costaría cada uno un sixpence, seis peniques, exactamente lo mismo –y no es casualidad– que había que pagar en la época un paquete de diez cigarrillos. El aspecto que debían tener aquellos libros democráticos no era un detalle banal sino que formaba parte del núcleo del proyecto. Debía ser utilitario, estandarizado y repetitivo, para abaratar costes, pero también enormemente atractivo. Lane, que había heredado el interés en el diseño editorial de su tío John, el fundador de la editoral Bodley Head, que producía tomos exquisitos ilustrados por artistas como Aubrey Beardsley, solía decir que no entendía por qué los libros baratos eran feos, “puesto que el diseño malo cuesta lo mismo que el diseño bueno”. El formato inicial, con un código de tres colores (naranja para la ficción, algo que se ha mantenido como emblema de la editorial, verde para la novela negra y azul para las biografías) estaba en consonancia con el estilo limpio y depurado que estaban exportando a Gran Bretaña muchos artistas, ilustradores y arquitectos que huían del clima prebélico de la Europa continental.
Los grafistas de todo el mundo veneran a Penguin pero irónicamente, en su nacimiento se ignoró bastante a los profesionales. El propio Allen Lane pintó la maqueta de las portadas y envió a un principiante de su oficina, , al zoo de Londres a hacer el esbozo de un pingüino. Después, los impresores y editores lo adaptaban, de manera que cada título quedaba ligeramente distinto hasta que en 1946 llegó Tschichold a poner orden. El autor de las famosas ocho reglas que cuelgan ahora del despacho de Marta Borrell era un obseso de la regularidad y solía abroncar a los maquetadores que pretendían pasarse de creativos, aunque luego él se permitía sus deslices entre los más de 500 títulos que diseñó para la casa.
Aun así, muchas de las portadas que más se recuerdan no son suyas sino que llegaron en los sesenta y setenta de la mano de Germano Facetti, un grafista italiano que supo trasladar a la editorial la efervescencia del Londres de aquellos años y encargó portadas a ilustradores de trazo pop como Alan Aldridge, que se convirtió en director creativo en 1965. Un año después firmó una de las portadas más reproducidas de la casa, la de The Penguin John Lennon. De esa década destacan también la portada de Matar a un ruiseñor, con tipografía caligráfica como la que se usa ahora para trasladar modernidad, y la de El amante de Lady Chatterley. El libro, escrito en 1928, no vio la luz en Gran Bretaña hasta 1960, cuando consiguió burlar la Ley de Obscenidad. Su publicación se suele considerar el punto de partida de la Gran Bretaña liberada y vino acompañada de una portada a la altura, con la ilustración de un ave fénix.
Cada década tiene sus pingüinos. De los setenta quedaron las curvas psicodélicas del de Roald Dahl y el Science Fiction Omnibus; de los ochenta, a pesar de haberse publicado en 1979, La naranja mecánica de Anthony Burgess y de los noventa los Penguin Essentials, una reformulación de algunos títulos clave de la editorial. En los últimos años, la casa se ha celebrado a sí misma. Se han lanzado ediciones especiales de clásicos, diseñadas por Coralie Bickford-Smith, la citada caja de postales y el libro Penguin by Design. Ahora los pingüinos en español se unen a esta tradición. Cuestan algo más de un sixpence (de seis a unos trece euros para los tomos más largos) y son, como todos sus antepasados, prácticos, reconocibles y bonitos.