Nos encanta castigar a los famosos. Los vemos desde el televisor como si fuéramos jueces en un tribunal. Óscar del Pozo explora ese sentimiento.
El sol y el acero
Yukio Mishima
Alianza editorial
La loca historia
de Mishima
contada para locos
del gimnasio
Por Óscar del Pozo
Se pasó los últimos quince años de su vida machacándose en el gym. Cuando empezó a verse lo suficientemente musculado, no dudó en hacerse fotos sin camiseta, en la mejor tradición selfie-Instagram (en una posaba como San Sebastián, atravesado por las flechas). Y despreciaba a los plumillas, a los que dedicó lindezas tipo “la cara del intelectual cuya juventud es historia me horripila: es fea e incivil”. ¿Cristiano Ronaldo? ¿Zac Efron? ¿Sergio Ramos? ¿Chris Hemsworth? Frío, frío: se trata de Yukio Mishima, escritor prolífico, personaje bigger than life y pionero de un estilo de vida que casi nadie en su sano juicio pretendía seguir a mediados del siglo pasado. Cuarenta y seis años después de su muerte prematura, lo que entonces era una excepción, hoy es la norma. Así que, si nos miramos en el espejo de Mishima, tal vez nos veamos reflejados a nosotros mismos.
“Los músculos se han vuelto virtualmente superfluos en la vida moderna. Aunque sigan siendo vitales para el cuerpo humano, son obviamente inútiles desde el punto de vista práctico, y una musculatura conspicua es tan innecesaria como lo es una educación clásica para la mayoría de los hombres prácticos. Los músculos se han ido convirtiendo en algo similar al griego clásico”. Así veía el japonés el asunto en su ensayo El sol y el acero: la corpulencia le parecía tan inservible como una lengua muerta. Estamos en 1968 y Yukio explica por qué, a pesar de ello, se ha convertido en un pionero de nuestros vigoréxicos, obsesionado con las rutinas del gimnasio: “Para una muerte románticamente noble son imprescindibles un físico imponente y una musculatura escultural. Toda confrontación entre una carne débil y fofa y la muerte me parece ridículamente inapropiada”. La estética ante todo: faltan dos años para que Mishima se suicide abriéndose el vientre con una espada (en un ritual salvaje conocido como seppuku, que concluyó con su decapitación), pero aún no está preparado porque no marca la ansiada tableta abdominal. Décadas después, los Adonis del mundo se encontrarán con un problema similar ante la inminencia de sus vacaciones en Ibiza o Barcelona: deberán entrenarse fondo para poder quitarse la camiseta en Ushuaïa o el Circuit.
Lo que no imaginaba el autor de El templo de oro es que la musculatura dejaría de ser útil para trabajar en el campo o la fábrica (el mundo laboral se estaba mudando a la oficina), pero pasaría a ser un criterio en la competencia narcisista en la que vivimos inmersos más o menos desde que se comercializaron la píldora y el condón, Studio 54 abrió sus puertas y se estrenó Fiebre del sábado noche. En nuestra sociedad erótico-publicitaria, que Mishima no llegó a conocer, el sexo se ha convertido en un campo ultracompetitivo y el tamaño de los músculos en uno de los criterios de evaluación. En aquel momento, su objetivo era muy distinto: Yukio quería dejar de ser el típico hombre de letras sedentario y solitario, que solo aspira a hipertrofiar la mente. “Cuando me contemplo en el espejo me detesto, pensando: ‘Mira este tipo pálido y enfermizo que solo sabe hablar de literatura’. Me he ido convirtiendo en un ser raro y despegado de todo y de todos, a quien solo le importa escribir”, confesaba en una temprana carta a un amigo.
El anhelo del creador de Confesiones de una máscara era convertirse en un hombre de acción. Él creía, con toda la razón, que el cinismo con que los intelectuales juzgan el espíritu de lucha se explica por su sentimiento de inferioridad física. Mishima estaba convencido de que, si su físico mejoraba, su carácter y estilo literario también mejorarían. “Las emociones endebles se me antojaban músculos flácidos, el sentimentalismo un estómago fofo y la impresionabilidad excesiva, una piel blanca y en exceso sensible”, escribía en El sol y el acero. Ese objetivo se convirtió en una lucha titánica contra su propia naturaleza: solo con esfuerzo, sin ayuda de creatina ni de proteína en polvo ni mucho menos de anabolizantes, dejó de ser un joven débil y enfermizo que suspendía educación física y se convirtió en un chulazo “de piel tostada y lustrosa y músculos potentes y delicadamente torneados”, según su propia definición.
Culminada la tarea, con cuarenta y cinco años recién cumplidos, a Mishima solamente le quedaba esperar la llegada de la decadencia física. Pero esa perspectiva le aterraba. “Por muy prolongado e intenso que sea el adiestramiento, el cuerpo, en el fondo, va progresando poco a poco hacia la ruina”. En una de las entrevistas que incluye un libro que acaba de publicarse en España, Últimas palabras de Yukio Mishima, decía que no se resignaba: “Vivir sin hacer nada, envejecer lentamente, es una agonía, es desgarrarse el propio cuerpo. Todo esto me ha llevado a pensar que, como artista que soy, debo tomar una decisión”. Esas palabras eran un aviso de su suicidio ritual, que tuvo lugar en 1970. Entonces nadie lo entendió. En Japón, una sociedad que respeta y venera a sus ancianos, Mishima les pareció un loco de remate. Pero en nuestra sociedad contemporánea, tan narcisista y tan obsesionada con la juventud, resulta fácil entender que no soportara la perspectiva de su propio declive.
Poco después de su muerte, la industria del entretenimiento empezó a hacer apología de la juventud, y en ello sigue. No tardaron en popularizarse los gimnasios, primero en algunas grandes ciudades europeas y norteamericanas y, luego, en absolutamente todas partes. Y la adolescencia dejó de ser una fase para convertirse en un estado en el que muchos viviremos hasta el final, mientras vemos deteriorarse poco a poco nuestro cuerpo. Hoy, todos tenemos terror a envejecer. La gente se obsesiona muy pronto con la edad y luego no hacen más que empeorar. Por eso, visto ahora, el suicidio de Mishima no fue únicamente una majarada: fue un acto poético sublime. Lo que hizo el escritor fue asumir la brutalidad de vivir básicamente bajo parámetros de juventud, fuerza y belleza, y responder de forma igualmente brutal.