Nos encanta castigar a los famosos. Los vemos desde el televisor como si fuéramos jueces en un tribunal. Óscar del Pozo explora ese sentimiento.
De qué hablamos cuando hablamos de reinvención
Por Óscar del Pozo
Ilustración por Pol Montserrat
Al principio era divertido. Leíamos que David Bowie era el rey de la reinvención y pensábamos en todos esos personajes (Ziggy Stardust, Aladdin Sane, Thin White Duke) que había encarnado sobre los escenarios para interpretar sus canciones. Leíamos que Madonna se había vuelto a reinventar y pensábamos en un cambio de imagen o en un nuevo productor que le diera un brillo distinto a sus hits. Sin embargo, hoy leemos que Miley Cyrus se reinventó cuando se olvidó de Hannah Montana y empezó a hacerse fotos en pelotas y sacando la lengua y… todo nos parece algo más bien inocuo, banal y previsible. Pero la palabra, como un virus, se ha introducido en nuestro organismo, conquistando nuestro lenguaje cotidiano. Reinvención.
Ya hace años que el término se convirtió en un cliché periodístico. Queda más molón hablar de reinvención que de, simplemente, cambio. Todo es susceptible de reinventarse: los mercados municipales para transformarse en espacios gourmet tipo Mercado de San Miguel de Madrid, los restaurantes para convertirse en un show gastro-tecnológico a lo Sublimotion de Ibiza, las librerías para vender vinos como en Tipos Infames de Malasaña, la series True Detective y Fargo para cambiar el reparto en su segunda temporada, los galanes para parecerse a Ryan Gosling o Jake Gyllenhaal… Reinvención, en fin, como sinónimo de adaptación al presente y también de algo nuevo, moderno, actual. La vieja máxima de Lampedusa (“para que todo siga igual es necesario que todo cambie”), resumida en una sola palabra. Tanto se ha abusado del término que la literatura periodística nos ha acabado dejando algunos titulares-delirio-puro: “Lady Gaga y Shiseido reinventan el concepto de belleza” (Beauty Magazine), “Chefs valencianos reinventan el bocadillo” (La Vanguardia) o mi favorito, “Reiventando el concepto de rueda” (Ciclismo a Fondo). Sin embargo, mientras ha estado circunscrito al mundo del ocio y el espectáculo, el vocablo era más bien inofensivo. El problema llegó el día que fue adoptado en el ámbito laboral.
Cuando empezó la crisis en el 2007, la que todavía nos afecta a todos, se nos empezó a plantear la opción de reinventarnos. Ante la posibilidad, más que probable, de no encontrar trabajo o de que fuéramos despedidos del que teníamos, nos decían que renunciáramos a nuestra profesión. Bueno, no lo decían así. El mensaje era que se presentaba una oportunidad para desarrollarnos, para crecer, para mejorar. Sin embargo, en la práctica, reinventarse laboralmente significaba estar dispuestos a aceptar cualquier puesto de trabajo, renunciar a nuestra formación y también a nuestro diseño de vida. Tras años vendiéndonos el mito de la realización personal, al final resultaba que éramos robots reprogramables según las necesidades del momento.
En una Thinking Party organizada hace dos años por Telefónica (ejem), el famoso psiquiatra Luis Rojas Marcos animaba a los parados a reinventarse. “En las crisis hay ejemplos de personas que descubren que pueden tener otra profesión y que han puesto toda su energía y su esperanza en conseguirlo. Y han tenido éxito”. Lo que proponía el sevillano a los que se enfrentan al desempleo era nada más y nada menos que la creación de un nuevo Yo. “Es como una revelación que me hace pensar que tengo que transformarme, crear una personalidad nueva, tener nuevos intereses o una profesión diferente. Y eso implica transformaciones en los valores”. Tu antiguo yo, sacrificado y sustituido por otro distinto. “Es como si me considerara una empresa y necesitara tomar decisiones, porque ha surgido algo en el medio en el que estoy que me obliga a cambiar”. Resumiendo: este señor cree que una persona es comparable a una empresa y también que es posible construirse una biografía inmerso en la arbitrariedad laboral más absoluta.
La arenga de Rojas Marcos demuestra que la palabra ha mutado de significado y se ha convertido en un nuevo caso de perversión del lenguaje. Con la lengua se crean realidades y también se ocultan. Hay perversión cuando no se llama a las cosas por su nombre. Hay perversión cuando el lenguaje es un medio para la mentira. Ahora mismo, reinvención es un eufemismo de fracaso. También es sinónimo de castigo a uno mismo: si estamos sin trabajo no es por culpa del entorno, sino por culpa nuestra, por nuestro erróneo planteamiento vital, por haber elegido la profesión equivocada.
Es cruel adoctrinar a la gente con dificultades, que no tiene un empleo o no encuentra un puesto acorde a su formación, diciéndole que la solución de su problema está en ellos mismos (una vieja cantinela neo-liberalista a cuenta de la meritocracia, vamos). El sentido común confirma que en la vida hay que estar abiertos al cambio: la vida es evolución, adaptación, pero siempre dentro de una cierta estabilidad y fidelidad a tus ideas. Moverte sin rumbo, sin un destino concreto, crea frustración y, sobre todo, desarraigo.
En política y economía, el empleo perverso y encubridor del lenguaje es el pan nuestro de cada día. La crisis nos ha dejado unos cuantos ejemplos: movilidad exterior en lugar de exilio, impacto asimétrico en vez de aumento de la desigualdad, flexibilización por recorte de derechos laborales… Con el asunto de la reinvención, el subtexto es: no intentéis cambiar el mundo, cambiad vosotros para que el mundo encaje con vuestras ideas. Y a eso le deberíamos oponer el clásico aforismo del “vive como piensas o acabarás pensando como vives”. ¿O no?