¿Todavía segregas entre cine culto y cine popular? ¿Entre arte y ensayo y entretenimiento industrial? Carlos Losilla señala este error.
Un armiño en Chernopol
Gregor Von Rezzori
Anagrama Editorial
Gregor Von Rezzori
por Carlos Losilla
“Como la aureola incrustada de piedras preciosas de un santo bizantino”: así define Gregor Von Rezzori el estallido de la “tremenda experiencia del amor” en su novela Un armiño en Chernopol, publicada en alemán en 1958 y primera parte de una trilogía que completan Memorias de un antisemita y Flores en la nieve. Aristócrata, guionista, actor, literato, Von Rezzori murió en 1998, a los 84 años, mientras se lo empezaba a reconocer como “el Proust de la lengua alemana”, una definición a todas luces contradictoria y absurda. Primero, porque la combinación es imposible: pretende reunir –en una fórmula insolente– la melancolía de la primera posguerra francesa y el sentimiento trágico centroeuropeo, en este caso envuelto en un halo grotesco. Y segundo porque la memoria, según Von Rezzori, no es ese carrusel proustiano que acaba integrando el pasado en el presente, como si el tiempo no existiera, sino un escenario lejano, petrificado en el recuerdo y observado desde una distancia que a la vez lo mitifica y lo deforma. Algo así como un paisaje propio de Franz Kafka pero descrito por Max Ophüls, el Chernopol de Von Rezzori, en realidad su Czernowitz natal, es un universo bullicioso, que oculta su insignificancia en una catarata de sucesos turbulentos unificados en torno a una figura melancólica: el mayor Tildy, ex oficial del ejército austrohúngaro ahora confinado en el último rincón del ex imperio, una vez terminada la Primera Guerra Mundial.
El narrador, ahora adulto, evoca su infancia en una familia de noble estirpe, rodeado de sus padres y hermanos. Y lo hace desde una perspectiva que ni siquiera es la suya. Gran parte de los acontecimientos descritos pertenecen al punto de vista del señor Tarangolian, prefecto de la región que actúa a modo de cuentacuentos torrencial, pasado por el filtro de la mirada infantil. Otros llegan al lector a través de un complejo laberinto narrativo que tiene que ver con los mecanismos de la tradición oral: alguien cuenta algo que ha oído de terceros o que a su vez le han contado y que, por lo tanto, adquiere tintes legendarios a la hora de comparecer ante los espectadores-oyentes. Y todo ese cúmulo de personajes y situaciones revela así su carácter finalmente mítico, reelaborado una y otra vez por un juego de espejos narrativos que nunca deja ver la realidad inicial. No es extraño, pues, que en el ojo de ese huracán se sitúe Tildy, que pretende conservar la pureza a toda costa en este teatro de las apariencias. En efecto, obligado por una provocación mínima, Tildy encabalgará retos y duelos a los que nadie responde, destinado a una caída abismal que acaba enfrentándolo a la locura. Hasta el punto de que su propio personaje desaparece lentamente en los márgenes de la novela, engullido por los títeres que han precipitado su destino.
Dos estrategias paralelas, pues, permiten a Von Rezzori dibujar esa disolución colectiva: de un estilo de vida, de una manera de ver la infancia, de un determinado sentido de la moral. Por un lado, las cosas nunca son lo que parecen. Por otro, el modo en que se presentan al lector termina siendo una especie de caleidoscopio que produce visiones vertiginosas, deformadas, desleídas y, así, grabadas a fuego en la memoria. Ante la aparición de la esposa de Tildy en un trineo, por ejemplo, incluso la mirada directa del narrador y sus hermanos convierte la realidad en imagen “fuera del tiempo (…), un símbolo cuya interpretación no alcanzaríamos nunca”. Y el propio húsar montado a caballo se convierte, a los ojos de esos niños, en “una ostentosa disposición barroca”. La utilización de ambas palabras no es casual, pues el barroco no es más que una imagen que refleja otra imagen a su vez construida por otra imagen. Y en ese momento Un armiño en Chernopol se revela como un dispositivo especialmente diabólico: la evocación de un tiempo pasado que remite al presente y que enfrenta dos imágenes de Europa en el fondo no tan disímiles, la Mitteleuropa de entreguerras y la del milagro económico posterior a Auschwitz y Hiroshima, en cuya plenitud se escribe y publica la novela de Von Rezzori.
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Pero los libros jamás caminan solos. Y aun así todavía me pregunto por qué durante un viaje a Palermo, en un verano sofocante, no pude pensar en otra cosa que en esa novela de Von Rezzori. Nunca se sabe cómo funciona la memoria, cómo el azar forja vínculos entre las cosas que hemos visto y conocido, de qué manera pueden unirse mentalmente un autor del siglo XX y una edificación que se dio por terminada casi tres siglos atrás. Pues, en esa asociación de imágenes, las que conservaba de Un armiño en Chernopol y las que me asaltaron en aquella ciudad, resultó fundamental el hecho de que la primera iglesia local que pisamos fuera la Martorana, en la via Maqueda. “Como la aureola incrustada de piedras preciosas de un santo bizantino”: la frase empezó a darme vueltas en la cabeza apenas hube entrado, al atisbar los mosaicos del interior, que los expertos datan entre 1143 y 1151. Pero primero, antes de acceder a la iglesia medieval, tuvimos que pasar por una especie de atrio construido en los siglos XVI y XVII, después de otras muchas reformas. Esa combinación de formas, de estilos, hace que la iglesia, como otras tantas de Palermo, no parezca construida tanto para el culto como para la mirada. Desde todos los puntos se puede observar, contemplar, espiar, atisbar. De frente, de reojo, de lado, de soslayo. Y no solo puede hacerlo el visitante, sino también cualquiera de los personajes que lo acechan desde un cuadro, una columna, un retablo, un mosaico, un altar, a veces pertenecientes a tiempos distintos.
En la Martorana, por ejemplo, hay un matroneum, es decir, el lugar en el que eran confinadas las monjas de clausura del convento contiguo para que pudieran asistir a los ritos religiosos, a los espectáculos del poder, y desde el que también, sin duda, observaban a las damas de la corte sentadas elegantemente en las sillas situadas frente al altar. En ese mismo atrio, la Virgen del Rosario pintada por Giuseppe Salerno, el “cojo de Gangi”, las contemplaba a su vez. En el ciclo de frescos Gloria del Orden Benedictino, situado bajo el coro y pintado por Olivo Sozzi, hay uno al que se conoce como La Virgen en el triunfo celeste y en el que cada figura mira hacia un lado, mientras una de ellas, con un libro y una pluma en las manos, levanta su cabeza hacia el visitante. Y en los mosaicos bizantinos, incrustados de piedras preciosas, esas miradas se multiplican. En la cúpula, un pantocrátor aparece en el interior de un círculo que a su vez contiene una inscripción griega, mientras a su alrededor cuatro ángeles reptantes parecen ajenos a su mirada pétrea. En los arcos se despliega uno de los grandes relatos de los orígenes, los cuatro episodios fundamentales de la vida de la Virgen. En la Anunciación, un ángel extiende su brazo hacia María, que lo mira en el otro extremo con la mano semi-alzada, como si intentara frenar su influjo milagroso. En la Natividad, la Virgen ofrece a su hijo a los ojos del espectador, que se encuentran fugazmente con los de ella, mientras sus manos rodean amorosamente el cuerpo del niño, del que surge una estrella que parece impulsada por la misma energía que pone en movimiento a la paloma en la Anunciación.
En la Presentación en el templo, otra corriente une al pequeño Jesús, que se escabulle de los brazos de su madre, con el viejo Simeón, que lo espera expectante en el otro lado. Y en el centro de la Muerte de la Virgen, Jesucristo levanta su alma en forma de niño mientras ella cierra los ojos y los asistentes bajan la cabeza en señal de duelo.
Múltiples significados se desprenden de estos cuatro mosaicos: la transmisión de una fuerza invisible, que se propaga de unos a otros como si intentara unirlos conceptualmente; el niño que aparece a partir del cuerpo virginal y pretende ascender a los cielos tras la muerte de este, formando con ello un círculo narrativo; los espacios entre las figuras y los personajes secundarios que actúan como nexo de unión con el espectador… Pero si después he recordado tanto esta visita, si su rememoración siempre ha ido de la mano de Un armiño en Chernopol, más allá de aquella primera impresión que unió indisolublemente ambas narraciones en mi cabeza, fue por otra cosa. He escrito “narraciones”, y no es una metáfora. La detección, por mi parte, de un primer punto de contacto, según he podido deducir después, provino seguramente del carácter narrativo de la iglesia, y no precisamente en el sentido en que pueda exhibirlo una construcción románica. En la Martorana, la narración proviene de la mezcla, no de la unidad de estilo. Por supuesto, los frescos de Sozzi y, sobre todo, los mosaicos bizantinos tienen su propio orden narrativo interno, pero lo que a mí me interesó fue el relato que emana del conjunto, del modo en que pasa el tiempo cuando transitamos de un espacio a otro: el tiempo de la historia que se nos cuenta y el tiempo de la Historia que se trasluce. La mirada del hombre con el libro abierto se cruza imaginariamente con la mirada del pantocrátor, o con la de la Virgen durante el nacimiento de su hijo. Lo mismo sucede en el libro de Von Rezzori: el tiempo de la escritura se dedica a escrutar el tiempo de la narración, el punto de vista del narrador se construye “en abyme” a través de otros muchos puntos de vista, la mirada infantil transforma la realidad y todo ello crea otro relato distinto, que tiene que ver a su vez con otro tiempo diferente que aparece como el único posible.
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Algún tiempo después busqué, en la novela, un fragmento subrayado en la primera lectura y luego largamente recordado: “Pero en lo que verdaderamente creo –dice el narrador– es en que nosotros no estamos en realidad en condiciones de entender el mundo. Solamente lo interpretamos, y tanto mejor cuanto lo hacemos con mayor sencillez”. Y entonces yo mismo empecé a entender algo, si bien no todo. Pues quizá el barroco, el de Von Rezzori y el de la Martorana, no sea un conjunto de rasgos que caracterizan una época, sino más bien un sentimiento que puede circular y reflotar a través de las naves de una iglesia, de los capítulos de una novela, de los misteriosos canales que unen unos y otras, de las superposiciones que se producen en nuestra memoria, de los siglos que separan todo ese embrollo sin apenas desenredarlo. Y quizá eso no sea la consecuencia de ciertas técnicas o estructuras, sino de que el tiempo pasa y al final todo se nos hace demasiado abstruso como para comprenderlo. Hasta el punto de necesitar, de vez en cuando, pequeñas epifanías. Como aquella que me salió al paso en la Martorana, durante un verano demasiado caluroso.