Can: titanes del krautrock que vuelven a la actualidad por motivos tristes (murió Jaki Liebezeit) y alegres (concierto tributo en Londres). Jaime Gonzalo, a sus pies.
Retrato por Sarah Shatz
Por Xavi Serra
“Tengo el mejor trabajo del mundo”, reconoce Françoise Mouly. Y es difícil llevarle la contraria: desde hace más de veinte años es responsable de la dirección de arte del New Yorker, una revista que no es solo un referente global en la ilustración gráfica, sino una institución del buen gusto. Y eso que Mouly llegó al New Yorker para dinamitarlo. Tina Brown, una nueva editora con ganas de romper con la línea conservadora que arrastraba la publicación después de treinta y cinco años con el mismo editor (William Shawn), fue quien le preparó el terreno a Mouly publicando en el número de San Valentín de 1993 una portada de Art Spiegelman que mostraba un judío ortodoxo y una mujer negra besándose. El escándalo fue de órdago y muchos suscriptores se dieron de baja, pero su impacto abrió el camino para que el New Yorker apostara por portada como acontecimiento y objeto con discurso político en sí mismo, quizá más potente y relevante que cualquier editorial.
Mouly, que llevaba diez años diseñando y coeditando la revista de cómic underground RAW junto a Spiegelman, se convirtió poco después en directora de arte del New Yorker. Durante su guardia ha visto dos aviones estrellarse contra el World Trade Center, un hombre negro llegar a la Casa Blanca y el negocio editorial obligado a reinventarse ante la realidad de Internet. Y aun así, ha logrado mantener el estatus del New Yorker como meca de la ilustración donde cualquier dibujante que se precie querría publicar y abrir la revista a las nuevas sensibilidades del cómic alternativo (Chris Ware, Daniel Clowes, Ivan Brunetti, Adrian Tomine, etc). Con ella, las portadas del New Yorker han dejado de ser un anzuelo para convertirse en caza mayor: se comparten en las redes sociales, se recopilan en libros antológicos y se venden como posters para decorar paredes. Y aún más: generan opinión y provocan debate.
Formada en arquitectura en la escuela de Bellas Artes de París, Mouly se enamoró de la ilustración y el grafismo de la mano de su marido, el mismísimo Art Spiegelman. En RAW, los dos cambiaron el curso del cómic norteamericano descubriendo nuevos artistas, introduciendo las nuevas corrientes europeas y apostando por la vanguardia gráfica. Como directora de arte del New Yorker, Mouly se sitúa en la cima de la pirámide de la sofisticación estética: es al mundo de la ilustración lo que Anna Wintour al de la moda, pero mucho más simpática. Nos propone una entrevista centrada en un puñado de portadas a elegir entre las publicadas por la revistas y las de su libro de descartes, el muy recomendable Blown Covers. Y una vez en faena, permite que los quince minutos previstos se alarguen más allá de lo razonable, interrumpiendo un par de veces la entrevista para atender una llamada de su marido y una consulta de su ayudante. Lo que sigue es un pedazo de la historia del New Yorker, explicado en primera persona por una de sus máximas responsables.
Art Spiegelman y Françoise Mouly,
24 de septiembre de 2001
Ha habido muchas portadas difíciles estos años, pero esta se llevaría la palma. La verdad es que el autor no es Art sino yo misma, pero la dibujé a partir de una idea suya. En aquel momento no me quise atribuir ningún crédito, pero ahora, retrospectivamente, creo que debería haberlo hecho. En cualquier caso, no había mucho tiempo para tomar decisiones. Cuando el primer avión impactó contra la torre, fui corriendo al centro para llevarme a mi hija de su escuela, que estaba a dos pasos del World Trade Center. Tardé muchísimo en llegar, no tenía ni idea de lo que estaba pasando y no me importaba, solo quería estar con mi hija. Cuando por fin la encontré, la segunda torre cayó delante de mis ojos. He vivido mucho tiempo en el centro de Manhattan y muchos de mis amigos trabajan allí, así que en aquel momento sentí que mi mundo se desplomaba.
En cuanto llegamos a casa y cogí el teléfono vi que tenía veintiséis llamadas. Obviamente, una de ellas era de mi asistente pidiéndome que fuera de inmediato a la redacción del New Yorker para preparar la portada del siguiente número. La idea de tener que ser profesional en aquel momento me provocaba un rechazo visceral: lo que necesitaba era quedarme en casa con mis hijos. Ir a la oficina parecía ridículo dadas las circunstancias, especialmente con la guardia nacional controlando el tráfico de la ciudad. En cualquier caso, Art se fue al estudio a intentar sacar alguna idea. Y hablando de todo esto con una amiga, ella me sugirió que no hiciera nada, que era mejor que no hubiera portada. Una portada en negro me parecía apropiada en aquellos momentos. Especialmente cuando fui a la redacción y vi algunos de los bocetos que me habían enviado los artistas: Ninguno me parecía adecuado, ni siquiera los de Art. De alguna forma, eran incapaces de captar la inmensidad de lo que había sucedido. Pero cuando le mencioné a Art que no utilizaríamos sus ideas y que me inclinaba por una portada en negro, él propuso que añadiera la silueta de las torres. Negro sobre negro. Y en cuanto me puse a trabajar en la idea y la esbocé, sentí ese escalofrío que a veces te recorre la espalda cuando estás ante una gran portada. Me dije: “Oh, Dios Mío. Esta es. La imagen que anula el resto de imágenes y que captura todo el horror”.
Para mí fue muy importante encontrar una solución que resultara honesta, sobre todo después de haber estado a punto de rechazar la tarea, abrumada por mis sentimientos ante lo que estaba pasando. Con esta portada pasé de sentir que éramos incapaces de representar lo que había pasado a recuperar la fe en el poder de las imágenes. Y me encanta el hecho de que mucha gente comprara la revista pensando que la portada era simplemente negra y al cabo de un par de días descubrieran, casi por azar, el fantasma de las torres. Ese es el tipo de cosas que a veces logramos en el New Yorker, algo tan sutil que es casi invisible, que exige la atención del lector para ser apreciado. Por cierto, en esta portada tuve que trabajar muy duro para asegurarme que la imagen saldría como yo quería. En realidad lo hago siempre: aunque trabajemos con una gran imprenta y publiquemos más de un millón de ejemplares, suelo seguir muy de cerca el proceso de producción. Pero aquí era un tema especialmente delicado: no es sencillo conseguir que una imprenta respete esas tonalidades de negros, así que después de explicarle detalladamente como tenía que ser la imagen, mi hombre de producción se desplazó a nuestra imprenta en Kentucky para garantizar una separación de colores correcta. Es algo que, simplemente, no se puede explicar en un email.
Missed Connections, Adrian Tomine, 8 de noviembre de 2004
Esta portada es un buen ejemplo de cómo mi trabajo consiste a veces en un diálogo con el artista. Adrien Tomine es un dibujante narrativo: tiene una espectacular habilidad para el dibujo, pero su mayor talento es contar historias con una sola imagen y lo hace gracias a su increíble atención al detalle. Esta fue la primera portada que hizo para el New Yorker, así que antes de nada le pedí que me enviara ideas y esbozos. También hablamos sobre cuál sería el motivo de la ilustración y nos pareció que la idea del metro como lugar de encuentro podía estar bien. Él sugirió un dibujo de dos personas en un vagón que se dan cuenta de que tienen algo en común: están leyendo el mismo el libro. Me pareció una buena idea, pero añadí que sería aún mejor si estuvieran en vagones distintos. Algunas de las mejores portadas lo son porque sugieren el antes y el después. Son como un instante congelado en el tiempo que contiene lo que sucedió y lo que podría acontecer. Y la clave consiste en capturar justo el punto de inflexión en que un relato está a punto de desmoronarse.
En el Village Voice, durante muchos años hubo una sección de anuncios del tipo “Eras un hombre pelirrojo y alto con camiseta azul y nuestros ojos se cruzaron en la esquina de la Quinta Avenida con la 8. ¿Cómo te llamas? Eres el amor de mi vida”. La imagen de Tomine consigue introducirse en una de esas historias a través de pequeños detalles como que las caras de los protagonistas sean las únicas que vemos; las del resto de pasajeros están ocultas o tapadas. También es importante el uso que hace Tomine del color. En el segundo número que publicamos en RAW, que fue el primero en color de la revista, tuve que colorear una imagen de Joost Swarte que introdujo el color europeo en el cómic americano, y también trabajé como colorista para Marvel, así que soy muy consciente de las cualidades narrativas del color. Y Tomine tiene una paleta europea que lo diferencia de la mayoría de artistas norteamericanos y que aquí no solo se aprecia en el uso del negro, sino en los naranjas de los asientos y los marrones. Otro elemento clave es que los protagonistas estén situados en posición perpendicular el uno respecto al otro; si estuvieran de frente comunicarían una sensación muy diferente. Todos acaba por convertir la imagen en una especie de haiku que resume la condensación de las grandes ciudades en las que millones de personas vivimos aisladas y al mismo tiempo conectadas.
Harry Bliss, 2011, inédita
Bin Laden fue ejecutado un domingo, y recuerdo que aquel mismo día quise tener una impresión de primera mano de lo que significaba esa muerte. Así que de noche me fui a la Zona Cero con una amiga de mi hija que estudiaba en su mismo instituto. Había una gran multitud, algunos demasiado jóvenes para haber vivido en persona la tragedia. Tenían cajas de cerveza y celebraban la noticia frente a las cámaras de televisión como si hubieran ganado un partido de fútbol. “USA, USA!”, gritaban. Pero alejados de la multitud, en algunos rincones oscuros del parque, había parejas cogidas de la mano o sosteniendo velas, con expresión de dolor y pena, recordando a sus muertos. Porque la muerte es la muerte. Y en aquel momento me pareció que lo importante era estar en contacto con la gente que murió, sin alimentar la voracidad de los medios de comunicación con vítores y celebraciones.
Recibí propuestas de muchos artistas para aquella portada. De hecho, hay varias de ellas en Blown Covers, pero la de Harry me gustó especialmente. Como todo el mundo sabe, las fuerzas especiales arrojaron el cadáver de Bin Laden al mar para que su cuerpo no pudiera ser enterrado y la tumba no se convirtiera en un lugar de culto. La ilustración de Harry captaba la ambivalencia de querer cobrarse una pieza y al mismo tiempo hacerla desaparecer. Al final publicamos otra imagen en portada que también era muy buena, un dibujo de Bin Laden a medio borrar. Es un retrato que me encanta porque lo muestra y al mismo tiempo lo esconde. Es algo que tienen en común muchas buenas portadas: ser explícitas y a la vez implícitas. La decisión que tomó David Remnick [el actual editor del New Yorker] fue utilizar la portada más clara: una cara desdibujada de Bin Laden es menos equívoca que un pequeño rastro de sangre en la superficie del mar. Pero este ejemplo resume uno de los “problemas” de mi trabajo: a veces tengo más de una imagen perfecta para una única portada. Por eso recopilé todas aquellas imágenes rechazadas en Blown Covers, para mostrar cómo el trabajo que hacen los artistas no se limita a las imágenes que aparecen publicadas. Cada semana recibimos montones de ideas válidas y estimulantes, y si no fuera por todo ese trabajo invisible no conseguiríamos un resultado final de tanta calidad.
Robert Crumb, 2009, inédita
Robert Crumb envió esa imagen de una pareja delante de un expendedor de licencias de matrimonio para un especial que estábamos preparando. Obviamente, todos en la revista estábamos muy ilusionados con la idea de tener una portada suya, y yo especialmente, porque es un buen amigo. Así que fue muy difícil tomar la decisión de no publicarla. Y no porque sea una leyenda del cómic mundialmente reconocida: es duro rechazar una portada de Robert Crumb, pero rechazar la de un artista desconocido tampoco resulta más sencillo. Diría que tengo el mejor trabajo del mundo, pero su lado más amargo, de largo, es tener que estar constantemente diciendo que no a tanta gente con talento. Y la única forma de lidiar con ello es ser tan amable, considerada y educada como sea posible a la hora de rechazar una idea.
Con Robert, el problema fue que le encargamos algo relacionado con el matrimonio, porque era un tema que encajaba en una portada de junio, un mes en el que suele casarse mucha gente. Y cuando la portada llegó, mi impresión fue que era genial y muy divertida, pero a mi editor le pareció que el aspecto del transexual y la lesbiana era muy anticuado, más propio de los años sesenta y de un mundo pre-Almodóvar. No encajaba en la manera en que los gays se presentan hoy en día, cuando su lucha tiene que ver sobre todo con formar familias, tener hijos, etc.
Reconozco que no supe manejar la situación y cometí un error: en lugar de asumir la visión de David, seguí defendiendo la portada y postergando la decisión durante meses mientras Robert se inquietaba y llamaba preguntando qué pasaba con su portada. Al final, recuerdo haberle gritado a David: “¡Pero es que es Robert Crumb!”. Y él me contestó que, a pesar de lo mucho que admiraba el trabajo de Crumb, en el New Yorker no debemos utilizar la firma para explicar o justificar una imagen. Y tuve que admitir que tenía razón. Muchos lectores no estarían familiarizados con Robert Crumb y su estilo, que está profundamente arraigado en la estética de otra época. Robert no es un observador de los años ochenta, los noventa o del presente. Él vive en el pasado. De hecho, vive en los años treinta del siglo pasado. En cualquier caso, yo no debería haber retrasado tanto la decisión. Si la misma imagen la hubiera firmado, no sé, Chester Brown, seguramente no le habríamos dado tantas vueltas. Si en el New Yorker no se publica un cuento que no cumple un cierto estándar a pesar de que lo firme John Updike, lo mismo se debe aplicar a una portada de Crumb.
Robert, por supuesto, cree que su trabajo fue rechazado por ser demasiado vanguardista y provocador para el New Yorker y que somos anticuados y conservadores. Y tiene derecho a opinar eso, por supuesto. Pero, sinceramente, si alguien cometió un error no fue David, sino yo. Y lo único que Robert hizo mal fue enviarme el dibujo acabado y no un boceto como hacen todos los artistas con los que trabajo habitualmente. Dicho todo esto, creo que el rechazo le ha dado a Robert más satisfacción que si hubiéramos publicado la portada, porque le permite verse a si mismo como una especie de James Dean del cómic, demasiado cool para el New Yorker.
Chris Ware, 3 de octubre de 2005
Recuerdo que mi marido dijo que esta portada le gustaba mucho porque era una foto de una foto. Es una especie de tema recurrente en las portadas que Chris Ware ha creado para el New Yorker. Los dibujantes de cómics están especialmente dotados para este tipo de reflexiones: vivimos en un mundo lleno de símbolos e imágenes que tienen efectos sobre nosotros, y ellos tienen el vocabulario necesario para comprender y explicar cómo nos afectan. Esta portada encapsula el momento en que empezamos a utilizar el móvil para hacer fotos de los lugares donde estamos en lugar de simplemente estar en esos lugares. Porque no es lo mismo hacer fotos con una cámara que solo llevamos en ocasiones que con el móvil que siempre tenemos a mano. En su momento pudo parecer simplemente una imagen graciosa y anecdótica, pero ha terminado siendo profundamente reveladora de cómo hemos substituido la experiencia real por una captura de pantalla.
Hoy en día, por cierto, muchas revistas llegan a sus lectores únicamente a través de la pantalla, pero no es el caso del New Yorker. La mayoría de nuestros 1,1 millones de lectores son suscriptores de la versión impresa de la revista y la reciben por correo en su casa, donde suelen ver la portada por primera vez. Para ellos, la portada no es un reclamo para comprar la revista en el quiosco, pero sigue siendo clave para anclarla en el tiempo. La portada sobre las olimpiadas le recuerda al lector que los juegos fueron hace dos semanas y que ese momento ya pasó. Desde su concepción, el New Yorker trata de ofrecer un punto de vista sobre el presente, y las portadas no son ajenas a ello.
Commencement, R. Kikuo Johnson, 30 de mayo de 2016
R. Kikuo Johnson comenzó hace muy poco a hacer portadas para el New Yorker. Me siento muy orgullosa de descubrir a nuevos artistas y, al mismo tiempo, trabajar con otros que llevan más de treinta años con nosotros. Esta portada observa con mucha ironía ese momento tan icónico de las graduaciones en que los sombreros se lanzan al aire. Se trata de una variación de un tema muy familiar para el público americano y que puede aparecer en portada alrededor de mayo o junio. Volvemos a lo que decíamos antes sobre las imágenes que llevan implícitas momentos pasados, ya que los sombreros colgando de las ramas del árbol nos sitúan después de la graduación. Kikuo me presentó un boceto de esta idea que era interesante, pero que tal vez se dejaba llevar demasiado por un sentimiento agridulce y nostálgico de los “buenos viejos tiempos”. Así que hablamos de cómo darle más contexto y él tuvo la idea brillante de hacer que el bedel llevara la misma camiseta que los graduados, pero del año anterior. Como en Missed Connections, hay una planificación muy pensada de las miradas de los personajes. El único al que vemos la cara está mirando precisamente al bedel, con el cual seguramente nos identificamos porque no le vemos la cara y podría ser cualquiera. Como se aprecia, Kikuo pertenece a la misma escuela de dibujantes narrativos que Adrian Tomine: hay que detenerse un rato en la imagen y entrar en ella para construir su relato. Esta ha sido una de nuestras portadas recientes que más éxito y comentarios ha tenido, algunos de personas que se vieron reflejadas en la escena y nos acusaban de reírnos de ellos. Pero no creo que la portada se burle de nadie, al contrario, deja abierta la interpretación al lector. Nuestros artistas no suelen hacer alegatos didácticos, sino que se limitan a ofrecer un espejo donde podemos observar la realidad con ojos frescos.