Vaughan Oliver es el diseñador que cambió el paradigma de las portadas de discos. Joan Pons entrevista al genio que ideó el artwork de Pixies y, en general, todo el de 4AD.
Breve guía para hablar
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Seamos un poco borregos: si BBC, MTV, The New York Times, Pitchfork, PBS, Esquire o The Guardian han cortado ya la cinta inaugural de la era del visual album, habrá que ponerse a hablar de ello en algún momento, ¿no? Porque no es fácil (nadie se atreve a definirlo con precisión y rigor, por ejemplo), pero hay que hacerlo. Si no, estaríamos ignorando que de Beyoncé, un lanzamiento separado en disco y en TV-special para la HBO (sí, hijo mío, así la definen en IMDB), ha sido uno de los fenómenos audiovisuales de este año. O que la nueva obra de Nick Cave & The Bad Seeds es a la vez un disco, Skeleton Tree, y una especie de documental (que algunos ni considerarán visual álbum, quizá con razón), dirigido por un cineasta talentoso y con bula para ser intervencionista, Andrew Dominik. O que el esperado retorno de Frank Ocean se ha producido este agosto no con un nuevo álbum, sino con dos: uno es Blonde y el otro, más ignorado, es (que parece que no ha escuchado casi nadie porque no es en formato audio, sino video).
Ahora, a toro pasado, hasta nos podríamos colgar la medalla de que el boom de los visual albums (o semi-boom, tampoco nos pasemos) ya se barruntaba desde hace algunos años: la industria había permitido a algunos artistas (Kanye West y , Pharrell Williams o el videoclip de ¡veinticuatro horas! de ) crear algunas, pongamos, “visual songs”. Es decir, videoclips-fenómeno, inflados de minutaje, ambición y, en algunos casos, también creatividad, como en su día lo fueron algunos de Michael Jackson (, ) o David Bowie (). En el escaparate hipertrofiado de ofertas de YouTube (que es donde se consumen los clips desde hace años, ya tú sabes), las únicas maneras de ser noticiable parecen dos: o se hacen clips con ínfulas de película o… se acude directamente a ilustres hacedores de películas para que estampen su firma y el estreno se revista de excepcionalidad, como o (también está la variante “estrellas de la pantalla”, caso Massive Attack con o ).
Pero, ¿para qué conformarse con el acompañamiento visual de una sola canción cuando se puede buscar un tratamiento estético para todos y cada uno de los temas del album? ¡Ahí sí que se deja claro que la cosa va en serio! Y que la casa es grande. Y que el músico tiene una dimensión plástica que también contribuye a su discurso artístico. Porque un visual album es cosa seria, tú: no es para ver de cualquier manera y en cualquier momento en el móvil. No son vídeos breves y suelen estar muy currados de imagen. Un formato audiovisual, pues, muy poco apto para los dispositivos y hábitos de consumo de estos tiempos y, sin embargo… muy de estos tiempos. Qué raro, complejo y contradictorio todo.
Como es difícil acotar qué es y qué no es un visual album, algunas webs como Indie Shuffle han preferido crear una definición a la contra a propósito de Lemonade: que si no es una colección de clips, ni un documental, ni un concierto, ni un teaser molón con fragmentos de las canciones nuevas puestas en escena (como podría ser el interesante Hi Custodian de Dirty Projectors), ni un musical, blablablá… Valiente manera de no mojarse. No es plan, justo ahora que el formato está empezando a definir su naturaleza, de recortar posibilidades. Por eso, nosotros preferimos jugar a pensar todo lo que un visual album puede ser y, encima, sin que estas categorías sean excluyentes. Así que, un visual album es…
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Un formato con muchos (¡demasiados!) antecedentes.
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Aquí hay debate. Porque hay quien piensa que los visual albums hunden sus raíces en las ludotecas músico-cinematográficas de Richard Lester con The Beatles, o A Hard’s Day Night. O en las películas de género musical que protagonizaban los artistas pop y rock con canciones exclusivas, desde a de Prince (o para el caso, , mucho más despiporrada y difícil de encajar en la ortodoxia). O en las óperas-rock de The Who-Ken Russell () o Pink Floyd-Alan Parker (), dos musicales más escorados hacia la fantasía heterodoxa que no hacia el canon (sumémosle de Outkast-Bryan Barber, si también queremos tener una ópera-rap). Aunque la diferencia, acaso, es una cuestión de vectores: grosso modo, en muchos de estos ejemplos se trataba de buscar canciones para acompañar el lanzamiento de una película y en los visual albums se trata de buscar imágenes para el lanzamiento de unas canciones.
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Un acontecimiento promocional que también puede ser un fenómeno creativo.
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Aparte de su innegable noticiabilidad y sus estrenos a bombo y platillo, tanto Lemonade de Beyoncé (que ya hizo un visual album también para su ) como One More Time with Feeling de Nick Cave aportan algo tanto a la carrera como al imaginario de ambos músicos. De alguna manera, los discos quedan cojos sin la vertiente visual: añade lecturas, significados, rimas, referencias… Hacer una crítica de ambos discos sin haber visto el visual album es, pues, incompleto (y un poco de vagos). Aquí hay un tema, por eso: si el documental (un formato que siempre despista en estos casos) sobre Cave no se hubiera estrenado de manera sincronizada con el disco, ¿lo continuaríamos considerando visual álbum? ¿Se le puede considerar ahora, de hecho? De momento, convengamos que si se publica conjuntamente, solo aparecen canciones del nuevo disco y hay una voluntad estética-narrativa de ir más allá del EPK y el making of insípido, entonces, tratémoslo como visual álbum. Ya vendrán más discos + docu en los próximos años para desmentirnos o darnos la razón.
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Una incursión en los dominios de la video-danza, un lenguaje a menudo (o siempre) soslayado.
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De todo esto ya habló con más tino y conocimiento de causa que yo Ben Tuthill aquí cuando comparó (el visual album de Justin Bieber en el que apenas sale Justin Bieber: olé por la cura de egotitis) con el multipremiado de Janet Jackson.
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Una manera de empaquetar los visuales de una gira como un bonus DVD para la edición más cara del CD.
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Pues sí, muchos visual albums parecen parte del montaje visual que se proyecta en un concierto detrás del grupo (o delante, como Night Thoughts, de Suede), pero sin mucho sentido si se contempla fuera de un escenario (bueno, sentido del timo, a veces sí que lo hay). En esta categoría entraría de Super Furry Animals (que por un lado hacían estas videocreaciones y por otro los clips oficiales), aquellos del segundo disco de Bon Iver e de Nightwish (quizá lo más involuntariamente salvable de todo este pack por lo delirante y casi cómico de sus pretensiones gótico-sinfónicas).
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Un concert film que presenta un nuevo album.
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Aunque este apartado también es terreno abonado para el toco-mocho (no, no vale cualquier concierto grabado de cualquier manera), cuando realmente se invierte tanto esfuerzo creativo en las canciones como en la manera en la que van a estar representadas en una actuación filmada, entonces la obra adquiere una estatura más respetable que hay que ponderar como se merece. Pienso en Home of the Brave de Laurie Anderson, en de Prince o en de Suede (que para su primer disco si que idearon un visual album con mucha enjundia): más que conciertos (a veces filmados sin público), son puestas en escena de sus carreras en tiempo real.
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Una colección de clips que funciona como un talent show encubierto de realizadores.
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¿Cómo que solo van a tener videoclip los singles? No, aquí hay que repartir la riqueza audiovisual (¡comunismo videoclipero!) y cada canción del disco irá acompañada por su propio clip. A poder ser, además, cada uno de ellos dirigido por un autor diferente, que así se suman perspectivas, se descubren talentos y se trabaja el networking. Esta opción podía generar VHSs y DVDs muy suculentos ( o ), aunque también podía ser gas para mantener hirviendo el fandom como en el caso de de Death Cab for Cutie: directamente era un concurso para que los fans de la banda ilustraran las canciones del disco Plans.
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