Artículos
En una sobre Samuel Johnson y su ilustre biógrafo, James Boswell, Jorge Luis Borges recuerda la teoría que George Bernard Shaw aventuraba sobre sus estrategias a la hora de contar la vida de su objeto de estudio. Shaw decía que, de la misma manera que hubo cuatro evangelistas, cuatro grandes dramaturgos, que crearon el personaje de Cristo, o del mismo modo que hubo un Platón que creó a Sócrates, Boswell se había inventado un personaje mítico llamado Samuel Johnson, maestro de las letras británicas. Boswell, que desde los veintidós años se convirtió en su sombra, estaba condenado a retratarle como una figura de autoridad paterna, aunque sus detractores le acusaran de olvidarse de sus orígenes, de dar una visión sesgada que, de algún modo, eludía conscientemente el valor simbólico de Johnson como hombre de su tiempo. Para su crítico más acerado, Thomas Macaulay, el problema era de punto de vista: “Conocemos a Johnson no como lo conocieron los hombres de su generación sino como lo conocieron los hombres cuyos padres lo fueron”. Su pluma escribía en contrapicado, aunque su dedicación a la causa le reportó la gloria, no como al pobre Eckermann, secretario de Goethe que obedeció a publicar sus Conversaciones después de su muerte, cuando la fama del autor de Werther no estaba pasando uno de sus mejores momentos entre sus compatriotas.