Si no teníais suficiente con el debate sobre Bob Dylan literato, Ignacio Julià abre uno nuevo: ¡Bob Dylan pintor!
Aceleración fatal
ación
TEXTO POR
IGNACIO JULIÀ,
ILUSTRACIÓN POR
GUILLEM DOLS.
Se intuía en la irrealidad de lo digital un fenómeno que ya está aquí. Llamémosle ‘fast-forwarding’: el visionado de vídeos, películas y series a más velocidad para así evitar tiempos muertos, aliviar ansiedades postmodernas e ir directos al grano. YouTube cuenta ya entre sus funciones con un botón de aceleración y Google Chrome ofrece una popular extensión que permite meter prisa a los vídeos de Netflix, Vimeo y Amazon Prime. Todo Juego de Tronos en un trayecto de tren o avión; las filmografías completas de Hitchcock o Ford en hora y media; Inland Empire de Lynch en solo treinta segundos. ¡Venga, venga…!
¿Libertinaje invasivo del espectador sobre una obra intelectual, que aniquila todo respeto por el planteamiento con que fue creada? ¿O un nuevo paso evolutivo en nuestra asimilación de la cultura audiovisual comparable al impacto causado por el libro, que liberó al individuo de tener que escuchar historias alrededor de una hoguera? Poco importa, es ya práctica común por la inabarcable abundancia de impactos que a diario recibimos desde que saltamos de la gran pantalla al televisor y de ahí a la absorbente ventana virtual. La demanda generada por este nuevo paradigma ha duplicado en el último lustro la producción de series televisivas de ficción, cuyo éxito se explica en parte por su accesibilidad múltiple y por la posibilidad de detener la imagen, repasar, acelerar. Ya no escuchamos un cuento, sino centenares de ellos a la vez.
“Es el último giro en una milenaria tradición en que la tecnología ha ido transformando la narrativa”, afirma Jeff Guo en un artículo publicado por The Washington Post. “Un concepto que resultará familiar a muchos. El ritmo acelerado facilita la apreciación del desarrollo de la trama y la estructura de las escenas. Y se ahorra muchísimo tiempo al saltarse las subtramas de relleno y las escenas de violencia gratuita. Si crees, como yo, en el potencial artístico de la televisión y el cine, quizá estemos en el umbral de otra transformación cultural en la que el espectador podrá finalmente hacerse con el control del medio”.
Suena apetecible, pero no lo es tanto, pues esa interactividad rompe el pacto entre emisor y receptor. Y resulta desasosegante para quienes nos educamos en la esforzada asimilación de obras íntegras. Aceptábamos el desafío de la lentitud del cine de Antonioni, Bergman y similares, o la rareza de la ausencia de patrones narrativos clásicos en el cine experimental. En las veinticuatro horas que duraba aquella película de Warhol no veíamos absurda exageración sino la conquista del arte sobre la cotidianidad. Queríamos creer que en la compacta impermeabilidad de una obra, en las dificultades –la mayor fue siempre el tiempo a invertir– que entrañaba relacionarse con ella, habría una recompensa, quizá elitista pero digna de alcanzarse.
Sin embargo, ya Roland Barthes proponía que no debíamos tratar una novela de forma lineal o literal, sino dando tumbos para dar con nuestros propios significados. “Veo televisión como leo un libro”, explica Guo. “Salto de un sitio a otro. Releo. A veces acelero. Otras me detengo. Confieso que estas nuevas técnicas de visionado han afectado de modo extraño mi sentido de la realidad. Ya no puedo ver televisión en tiempo real. Ir al cine me resulta agobiante. Pero cuanto más aprendo de la historia y la ciencia del consumo de medios de comunicación, más he llegado a creer que este será el futuro de cómo apreciaremos las películas y la televisión. Cuestionaremos un vídeo en nuevos modos usando nuestro poder manipulador del tiempo. Quizás no todos visionen en fast-forward, pero todos visionaremos ya en nuestros propios términos. Y el medio mejorará gracias a ello’’.
Bienvenido sea este empoderamiento del espectador pero, ¿qué opinarán los implicados que han invertido esfuerzo y artesanía en la consecución de un artefacto final? Autor viene de autoridad y quizá sea el cuestionamiento de ese atávico poder del demiurgo lo que hace apetecible el visionado acelerado, además de acentuar el potencial humorístico o dramático en algunos casos. Guo interrogó a profesores de cine y la respuesta fue dialécticamente crítica. Peter Markham, del American Film Institute, se interesó por “esa noción de privacidad, de visionar en privado y edificar tu propia catedral narrativa”. Sin embargo, adujo, se trata básicamente de una experiencia cerebral o intelectual: “La narrativa dramática produce una experiencia emocional, visceral e inconsciente. Tiene su propio ritmo, su propia insistencia”.
Aquí cabría defender la seducción sostenida por encima de la gratificación instantánea, aunque suene a trasnochada dinámica narrativa. Una creación audiovisual es más que una secuencia de eventos puntuados por diálogos; el ritmo con que se suceden las imágenes es parte elemental del impacto en nuestros sentidos. Es, por así decirlo, la salsa que liga todos los ingredientes. Y del mismo modo que el transcurso del tiempo es una percepción cambiante por subjetiva, la elección de un tempo pausado o hasta moroso, o de una celeridad que lleve al paroxismo, son elementos tan básicos como la historia contada o el trasfondo psicológico.
Por supuesto que el fast-forwarding no parece tan novedoso si recordamos la lectura en diagonal o, ya puestos, las repeticiones en retransmisiones deportivas. Y tiene su origen en la palabra, primera herramienta para contar historias. “No leemos a velocidad constante y hablamos mucho más lentamente que leemos”, anuncia la página de descarga de la extensión de Google creada por Ilya Grigorik. Su invento facilita la existencia a los consumidores de reality shows y tertulias televisivas, pues apresura hechos y discusiones. “Un visionado acelerado se traduce en un procesamiento más rápido, una mejor comprensión y retención”, sostiene Grigorik.
Como muchos comportamientos actuales, parece un síntoma, no la enfermedad, que es la ingente cantidad de mierda ahí fuera que a diario debemos sortear si navegamos. Si distinguir entre lo bueno y lo excelente puede llevarnos toda una vida, por qué perder el tiempo en lo mediocre, solía decir el autor británico Quentin Crisp. Guo, más pragmático, compara engancharse a una serie a comer marisco: busca la chicha y desecha la cáscara. Olvida que no es lo mismo un bogavante que una barrita de surimi. Pero, ay, estos tiempos nuestros empujan a engullir, no a saborear.