Nos encanta castigar a los famosos. Los vemos desde el televisor como si fuéramos jueces en un tribunal. Óscar del Pozo explora ese sentimiento.
El fin de las revistas de tendencias como precedente de la muerte de la prensa
(en general).
Ilustración de Josep Prat
El pasado mes de abril, varias ciudades españolas amanecieron inundadas con una foto de dos chicas mordiendo una manzana. Una, ejem, originalísima manera de anunciar el regreso del suplemento Tentaciones de El País. La campaña no presagiaba nada bueno y, aunque ha fichado a muy buenos periodistas como colaboradores, el nuevo Tentaciones se está confirmando como un pastiche de la prensa de tendencias de los noventa con una discutible selección de temas, un diseño gráfico feísta e, incluso, una cierta ausencia de sentido del ridículo (“el mindfulness es la enésima revolución antiestrés en la era del multitasking”, “no hay nada más moderno que ser wellness chic”). Aunque lo más desconcertante de este asunto es quién decidió que era buena idea resucitar las revistas de tendencias en pleno 2015. En los ochenta y noventa, cabeceras como The Face, i-D, Dazed & Confused o Ray Gun nacieron para fusionar, principalmente, moda y música. Entonces eran algo nuevo, atrevido y con personalidad. Y además un buen negocio: en ventas y, sobre todo, en publicidad. Sin embargo, los tiempos han cambiado y hoy la industria musical y la editorial agonizan. El dinero se ha ido a otro lado.
Desde 1993 y durante una década, Tentaciones consiguió rejuvenecer el target de lectores de El País. No pocos adolescentes se compraban el diario para leer el suplemento, mitad agenda cultural, mitad revista de tendencias. Pero si el motivo de la resurrección de su edición impresa es el mismo, siento decir que lo llevan claro. Hoy no existe ninguna posibilidad de que una persona de veinte años (o de veinticinco, o de treinta) se compre un periódico en papel. Los diarios tienen un público envejecido que sigue yendo al quiosco más por costumbre que otra cosa. Por otro lado, muchas de las revistas que han servido de referencia para este nuevo Tentaciones no existen o editan menos números, tras ver caer dramáticamente sus ventas y su contratación publicitaria. Ray Gun cerró sus puertas en el 2000 y The Face hace diez años. i-D saca cuatro números anuales, aunque gana dinero explotando su marca: ahora forma parte del emporio Vice con una web que incluye artículos y vídeos, un poco al estilo de la propia Vice, aunque más centrada en la música, la moda y las celebridades. Mejor suerte ha corrido Wallpaper*, que desde sus inicios renunció al toque rock & roll para buscar lectores que viajaran en business y se interesaran por el minimalismo, la tecnología y, en resumen, la belleza del lujo. Y ya sabemos que la industria del lujo siempre goza de una excelente salud. El fundador de Wallpaper*, ese dandy exquisito llamado Tyler Brûlé, ha vuelto a hacer más o menos lo mismo en su proyecto actual, Monocle. La revista es modélica, aunque, en cierta medida, también parezca dirigida a viajeros de elevado poder adquisitivo.
En el fondo, Brûlé ha diseñado su carrera llevando hasta las últimas consecuencias la vocación elitista y hedonista de la prensa de tendencias, que siempre se vio a sí misma como el colmo de la sofisticación y el buen gusto. La obsesión por lo nuevo era su motor y la política su tabú. Todas esas revistas contribuyeron a formar a varias generaciones en la creencia de que su forma de expresarse es a través de sus gustos, que lo que consumen es lo que son y que su compromiso debe ser con sus marcas y grupos favoritos, no con la realidad social que les ha tocado vivir. En cada momento hay que escuchar la música apropiada, vestir la ropa apropiada, ver las películas apropiadas, ir al festival apropiado… y, ahora mismo, tener el ordenador, la tablet o el móvil apropiado.
Todo esto no excluye, por supuesto, que las cabeceras más importantes de los noventa contaran con fotógrafos y periodistas de gran talento, y que algunas hayan quedado como fetiches para estetas y coleccionistas. Cualquier cuarentón con buena memoria recordará la portada de The Face con una jovencísima Kate Moss en 1991 o reconocerá que las primeras revistas que informaron sobre la cultura rave británica (y la celebraron) fueron las que nos ocupan; o se verá capaz de discutir sobre el diseño gráfico de Ray Gun (a veces, tan caótico que algunos artículos resultaban ilegibles). Pero el peligro de cultivar el esteticismo es que hay que ser muy inteligente para no caer en la vacuidad y la tontería.
Como nadie cree ya en las publicaciones impresas, el único futuro posible de este tipo de cabeceras es el fetichismo. Eso lo ha visto claro el editor Luis Venegas, un nostálgico de la época dorada de las revistas que lanza las suyas propias (Fanzine 137 o Candy) con tirada muy limitada: huye de los quioscos y controla celosamente la distribución, vendiendo estas cabeceras en librerías y tiendas “selectas” de todo el mundo. Se trata, pues, de que la gente que las compre crea que forma parte de un grupo especial.
Este verano, viendo una de sus revistas en una estantería de la modernísima tienda de ropa, libros, zapatillas, gafas y todo tipo de pijadas Colette de París, junto a otras cabeceras trimestrales o semestrales, tuve una epifanía. El destino de la prensa de tendencias es un precedente de lo que ocurrirá, en general, con el resto de la prensa. La mayoría de las revistas y periódicos en papel desaparecerán y los que sobrevivan estarán dirigidos a una élite bien informada que no le importará gastarse diez o, no sé, veinte euros en un ejemplar. Si estoy en lo cierto, las revistas de tendencias habrán vuelto a avanzarse, por última vez.