Jordi Costa se despide (temporalmente, no sufráis) de su sección Viñetas robadas con un recorte de El náufrago de A, de Fred. ¿Y?
Mata
Viñetas
robadas.
En 1981 tuvo lugar algo sin precedentes en la trayectoria del tebeo español: surgió una nueva revista en el contexto del celebrado boom de las publicaciones de historieta para adultos que, a diferencia, del resto de compañeras de quiosco, se preocupó en articular un férreo ideario estético con vocación de manifiesto. Se trataba de Cairo, creada y dirigida por Joan Navarro y lanzada por Norma editorial. Solo había otra revista que podía presumir de tener una identidad tan marcada como Cairo: El Víbora, buque insignia de la dorada generación de autores que integraron el underground hispánico cuando la contracultura era algo que nacía a la intemperie y sobrevivía sin, por así decirlo, una casa madre. Quizá era inevitable que Cairo eligiera a El Víbora como su antagonista, pues los pulsos realmente valiosos y espectaculares solo pueden darse cuando los dos combatientes son igualmente grandes y heroicos.
Si El Víbora recogía la herencia del subsuelo, Cairo quiso ser la abanderada de una profunda renovación de la historieta española. Se bautizó como el Neo-Tebeo y en ese concepto estaba, en buena medida, la clave de su misión programática: crear una fractura con respecto a ese espíritu contracultural y proponer nuevos lazos con el tebeo clásico español, por un lado, y con la rica tradición de la historieta franco-belga por otro. Navarro abrió así la puerta a una dialéctica entre la Línea Clara (Cairo) y la Línea Chunga (El Víbora) que, la verdad, proporcionó mucho espectáculo mientras duró. Si lo de José María Berenguer y su equipo podía emparentarse con, pongamos, el punk-rock, lo de Navarro y los suyos era más afín a la limpieza de líneas y a la vocación de modernidad del primer tecno-pop.
Por supuesto, esta suerte de batalla de estéticas tenía sus ambigüedades y problemas: en las páginas de El Víbora había muchos ejemplos de radicalidad gráfica y sofisticación formal (Calonge, sin ir más lejos) que hubiesen podido encajar perfectamente en las páginas de Cairo, mientras que en esta última publicación participaban alguna que otra vez autores que dejaban también fluir las potencialidades más agresivas de su Ello en la revista de la supuesta competencia. Lo cierto es que era un placer contar cada mes en el quiosco con dos publicaciones de esas características: uno de esos lujos que nunca dejaremos de añorar y que, lamentablemente, no volverán. O, por lo menos, no de esa forma.
Uno de los autores desdoblados en esa peculiar lidia fue Miguel Gallardo, autor de algunas de las páginas que más claramente conformaron la identidad barriobajera, libérrima y brutal de El Víbora en colaboración con ese gran hechizador de jergas de derribo que era Juanito Mediavilla. En Cairo y en solitario, Gallardo no dejaba de ser él mismo, pero pudo dar rienda suelta a la dimensión más referencial y postmoderna de su talento con Las aventuras de Pepito Magefesa, una serie inolvidable que, además, aprovechaba para ofrecer un comentario irónico sobre esa particular trifulca entre estéticas y cometía, asimismo, la osadía de convertir en súper-villano al crítico y guionista Ramón de España, por entonces uno de los puntales ideológicos de la revista creada por Joan Navarro.
Obra levantada sobre la cita y la apropiación de ecos gráficos ajenos, Las aventuras de Pepito Magefesa se cerró con la historieta El caso del falso Tintín, a la que pertenece la viñeta robada de hoy. En ella, Ramón De España, rebautizado como Jamón De España, raptaba a un dibujante de la nueva escuela valenciana (grupo generacional afín a Cairo y muy sustentado por su línea editorial) para que dibujase un falso álbum de Tintín, mientras el Hombre Enmascarado de Lee Falk (Pepito Magefesa) investigaba el caso en compañía del reporter Tribulete creado por el brugueriano Cifré. Ese capítulo era una lúdica mise en abyme que pasaba de la cita caligráfica a Hergé a la unión contra-natura de tebeo de humor costumbrista y tira clásica de aventuras, sin desperdiciar, por el camino, guiños al dibujo publicitario de los cincuenta, George Grosz y el garabato infantil.
En la viñeta en cuestión, Magefesa/Hombre Enmascarado y Tribulete, visiblemente bebidos tras indagar en varias tascas, se dirigen al barrio bohemio de una megalópolis indeterminada. En su momento me pareció tremendamente divertida, así como enigmática y fascinante, la presencia de ese figurante destacado en primer término de la imagen: un brutote con ancla tatuada y colmillo afilado que luce una camiseta con el eslogan MATA A TU EDITOR. En ese momento, Gallardo tenía a dos editores y los dos, por lo menos sobre el papel y en nombre del espectáculo, se llevaban francamente mal. Nunca supe si ese eslogan era una broma privada, una emanación refleja del inconsciente de Gallardo o un código cifrado que le delataría como el Manchurian Candidate de esa Guerra Fría entre dos publicaciones extraordinarias. En todo caso, quede constancia de que Gallardo no mató a ninguno de sus dos editores.