Dice Mac McCaughan de Superchunk que los grupos que alimentan bien en las giras duran más. Segunda entrega de la sección de Nando Cruz Una pregunta larga.
Ser o no ser
por Concha Wert
“En la sociedad actual, cada uno de nosotros es una marca personal y debe aprender a gestionarla”, escuchaba con insistencia. “Una marca personal, ¿yo?”, se preguntaba con igual insistencia”. “Vivimos en un mundo conectado, y para ser algo hay que ser emisor activo”, oía una y otra vez. “Ufff, ¡qué pereza¡”, pensaba.
Cuando caminaba por la calle e iba esquivando a las hordas de gente que sale de casa exclusivamente a elegir el marco de las incontables fotos que se harán en el día, o cuando viajaba en el metro y observaba esas cabezas inclinadas sobre las minúsculas pantallas y esos pulgares tecleando en modo torrente libre de conciencia, se decía: “Están construyendo su marca personal, justo lo que debería hacer yo”. Aunque casi inmediatamente se preguntaba: “Pero, ¿ante quién o para qué? Porque si todos están ocupados en construir su marca, ¿quién hay para juzgar, admirar o denostar la de los demás? Si todo el mundo está en emisión continúa, ¿quién hay para ver o para escuchar al resto?”. Como en los demás órdenes de su vida, solo tenía preguntas, nunca respuestas.
Comunicarse era para él una tarea fastidiosa. El mero hecho de tener que saludar a alguien le provocaba inquietud. No era exactamente antipatía. Sencillamente, no tenía nada que decir. Lo que muchos llaman relación o interacción siempre había significado para él que unos hablaban y él escuchaba. Siempre había sido así. Desde los años de colegio, era objeto de deseo de los alumnos más locuaces, quienes lo trataban de confidente, y ya entonces su misión se reducía a escuchar. En la adolescencia comprendió que esto sería así de por vida, y aceptó de buen grado el papel de oyente.
Era cómodo, pero a nivel educativo, nefasto. No necesitó aprender oratoria, ni retórica, ni siquiera a construir frases coherentes. Solo debía mantener el contacto enfático y cada tres o cuatro minutos de soliloquio emitir un “ah” o un “sí”, un “umm”, un “ya” o un “claro”. Suficiente para él y para ellos, que solo necesitaban una oreja bien dispuesta.
A menudo, se representaba a sí mismo como un recipiente sin contenido, o al menos sin contenido propio. Si no había nada dentro, no tenía necesidad de sacar nada fuera. Constatar que los demás sentían una especie de urgencia por hablar y pedir opinión le llevó a rehuir reuniones, bares o fiestas. Como mejor estaba era a solas.
Se veía como un envase vacío, entre otras cosas, por su dificultad para emitir una sola opinión. No es que no tuviera opinión; era justo lo contrario, le brotaban con tanta facilidad y tantas al mismo tiempo que le costaba quedarse con una, y así de cada acontecimiento opinaba una cosa y la contraria. Evidentemente, no lo verbalizaba. Eran como rayos que cruzaban su mente de un lado a otro, sin detenerse o llegar a ningún sitio, de manera que de esas opiniones no quedaban restos en su interior. Cuando fue consciente de esto, se libró mucho de volver a exponerse y evitó en lo posible colocarse en situaciones en las que fuera necesario mantener una conversación. No consultó con psicólogos, ni siquiera con terapeutas. Lo que para muchos era un problema, la incomunicación, a él no le preocupaba. En cambio, le costaba entender la manía de los demás de contar y contar.
En ocasiones le resultaba imposible zafarse y se encontraba como testigo de una discusión. Entonces, se levantaba discretamente y se excluía del círculo. Daba igual el tema: política, sociedad, música, religión…, estaba de acuerdo con posiciones progresistas y conservadoras; no creía en ningún dios, y entendía todas las religiones; tan pronto se le ocurrían razones en defensa de la estatalización de los servicios básicos como del mercado libérrimo; del amor libre y de la fidelidad; de la anarquía y del control férreo; del perdón y de la venganza.
Unía a esa incapacidad expresiva un ligero déficit de atención, que le impedía mantenerse al tanto de una misma conversación durante más cinco minutos seguidos. Eran habituales sus desconexiones. Mientras el otro hablaba, podía visitar mentalmente su frigorífico y contar las cervezas que quedaban o hacer la lista de la compra o vaciar, otra vez mentalmente, el contenido del cesto de la ropa sucia y calcular si durante el fin de semana debería poner una o dos lavadoras. Los vagabundeos no duraban más de un par de minutos, transcurridos los cuales volvía a prestar atención a la conversación, siempre temeroso de que le lanzaran alguna pregunta o le pidieran una, una sola, opinión.
Y así las cosas, ¿debía afanarse en construir una marca personal?
Empezaba un nuevo año, lo intentaría. Quiso ser, por una vez, riguroso. Recurrió a la RAE. “Rasgo distintivo que posee una unidad lingüística y por el que se opone a otra u otras del mismo tipo”. No aplicaba a él. “Distintivo o señal que el fabricante pone a los productos de su industria, y cuyo uso le pertenece exclusivamente”. Aplicaba menos, si cabe. ¿Marca de agua? “Código de identificación, generalmente imperceptible, que contiene información sobre el origen, la autoría y las condiciones de utilización de algunos soportes informáticos, para evitar usos fraudulentos”. En absoluto.
Empezó a pensar que existían muchas razones para justificar su inacción en la construcción de una marca personal. Una marca, por definición, posee una imagen; él no tenía una, tenía muchas, variadas, contradictorias, y casi todas incompatibles entre sí. A veces se imaginaba como un camaleón. El tema de la imagen no lo podía soslayar con la fotografía, cada vez que alguien le hacia una foto él veía reflejada su vacuidad interior. Una marca tiene un logo que incluye, por lo general, el nombre; él tampoco tenía un solo nombre; según el entorno, se le conocía por nombres distintos, en el familiar tenía un nombre; en el profesional, otro, y en el de las amistades, o mejor en el de los conocidos fuera del profesional, otro.
Aunque no le preocupaba, no estaba orgulloso de su forma de ser, le hubiera gustado ser consistente en su opinión, o sentir la necesidad de expresar sus sentimientos, pero no era el caso. Lo curioso es que sí tenía sentimientos, o al menos sentía. Con la música, por ejemplo, o con la palabra escrita. Había momentos en los que dejaba de sentir el vacío en su interior, e incluso pensaba que ese instante podría querer compartirlo con alguien, pero nunca se llegaba a materializar, y por supuesto, no lo hablaba con nadie.
¿Qué podía hacer? ¿Estaba condenado al ostracismo, según los estándares de la sociedad moderna? Más o menos. Es cierto que a su alrededor nadie se percataba de su dilema. Pasaba por ser una persona normal, que trabajaba normalmente, comía normalmente, dormía normalmente y saludaba a sus vecinos normalmente. Solo él sabía el esfuerzo supremo que le costaba esa supuesta normalidad; solo él sabía lo solo que se sentía en este mundo esquizofrénico en el que es preciso manifestarse a cada instante, aunque no sea posible ser algo más que una marca blanca.
Empezaba el año. Tomó una decisión: no sería. No sería un sonar continuo, no sería un flash permanente, no sería un parloteo incesante; en definitiva, no sería una marca. Concentraría sus esfuerzos en llenar su envase vacío.