¿Todavía segregas entre cine culto y cine popular? ¿Entre arte y ensayo y entretenimiento industrial? Carlos Losilla señala este error.
El purismo
o las ambigüedades.
por Carlos Losilla
1.
Releo Sur un art ignoré, un texto sobre la puesta en escena cinematográfica que Michel Mourlet publicó en la revista Cahiers du Cinéma en 1959. Convertido en una especie de clásico desconocido, este manifiesto involuntario es importante por varias razones, la menor de las cuales no es su condición de punto límite. Pues las apreciaciones formalistas de André Bazin y sus discípulos de Cahiers du Cinéma, desplegadas con anterioridad durante toda esa misma época, se veían ahora culminadas por algo mucho más extremo: la puesta en escena no era solo cuestión de cámara y de movimiento, de tiempo y de espacio, de actor y decorado, sino, sobre todo, una “fascinación”, un rapto, un éxtasis, en el fondo muy cercano al arrebato que veinte años más tarde intentó definir Iván Zulueta. Y solo cineastas como Raoul Walsh, Otto Preminger, Fritz Lang, Joseph Losey, Hugo Fregonese o Vittorio Cottafavi eran capaces de conseguir ese algo que únicamente el cine podía desplegar.
Pero lo más importante del texto de Mourlet (que pueden leer en español en la revista ) no es tanto aquello que incluye como lo que excluye, sobre todo en el seno del cine norteamericano de la época. Los críticos de Cahiers ya habían excomulgado a directores como Fred Zinnemann, Elia Kazan, George Stevens, Stanley Kramer o incluso William Wyler por lo que ellos consideraban sus “efectismos”, por una realización que subrayaba más que mostraba, por ciertos armazones psicológicos o ideológicos que se acababan imponiendo a la verdad esencial de la puesta en escena. Mourlet, por su parte, fue aún más lejos y denigró en su texto a algunos de los intocables de los cahieristas: Howard Hawks, Alfred Hitchcock, Jean Renoir, Roberto Rossellini, Robert Bresson, entre los más representativos, solo eran para él prestidigitadores de tres al cuarto, realizadores más que mediocres e indiferentes a la captación de lo que verdaderamente define al cine como tal, a saber, “la luz, el espacio, el tiempo, la presencia insistente de los objetos, el sudor brillante, la espesura de unos cabellos, la elegancia de un gesto, el abismo de una mirada”, en palabras del propio Mourlet.
Cuanta más pureza exige una cierta visión del cine, pues, más exclusivista se hace, menos cineastas caben en su panteón. ¿Habrá que convenir en que toda teoría es purista, desde el momento en que postula “normas de comportamiento” para el arte en cuestión que conllevan un rechazo absoluto, una expulsión del paraíso, de no ser cumplidas? En cualquier caso, todo se me hace cada vez más ambiguo. Por un lado, ese purismo resulta represor, e incluso ha provocado que ciertas historias del cine sigan denostando a cineastas cuyas películas, vistas hoy, merecerían como mínimo otro tipo de consideración: quizá Solo ante el peligro y De aquí a la eternidad no sean precisamente deslumbrantes, pero eso no impide que Zinnemann tenga en su haber obras de obligada vindicación ahora mismo, desde Act of Violence hasta Teresa. Por otro, ¿qué sería del cine sin ese nivel de exigencia? ¿Acabaría convirtiéndose en un todo vale? ¿Dónde debe situarse la frontera?
Ilustración por Luis Mazón
2.
Recuerdo que la aparición del punk rock en Gran Bretaña llegó acompañada de una violenta descalificación de un cierto sonido imperante en aquel momento. Los líderes de Sex Pistols y The Clash se apresuraron a cargar contra grupos como Genesis, Pink Floyd o Yes, vistos como dinosaurios en vías de extinción, representantes de una música ampulosa, caduca, que había desvirtuado las esencias originales del pop y del rock and roll. Del mismo modo en que François Truffaut y Jean-Luc Godard se rebelaron contra el “cine de papá”, el cine académico francés de la posguerra, Johnny Rotten y los Ramones también estaban dispuestos a matar a sus progenitores, en los que no se reconocían.
De nuevo, la impresión es la misma. El vendaval punk y neopop arrasó con la fanfarria sinfónica, pero ¿acaso no dejó también en el camino algunos cadáveres que quizá no merecían serlo? Si nos disponemos a oír la obra completa de Genesis, por ejemplo, quizá el atracón resulte letal, pero ¿acaso discos como Selling England by the Pound o The Lamb Lies Down on Broadway no poseen un montón de ideas fértiles, de hallazgos visionarios, aunque sean parciales, sin los que muchos de los logros posteriores hubieran resultado imposibles?
La historia de la música popular, sin embargo, se ha ido construyendo todos estos años sin tener demasiado en cuenta esos detalles. Y el rock progresivo se ha visto encerrado casi en bloque en el cuarto oscuro alegando las mismas razones por las que la mayor parte de los cinéfilos amamos desaforadamente a Fritz Lang y menospreciamos a Jean Negulesco con una cierta condescendencia. Las mismas, también, por las que los letraheridos que se consideran amantes de la literatura en estado puro solo conservan en sus bibliotecas a Marcel Schwob y Samuel Beckett, Robert Walser y Hugo von Hoffmannsthal. Lo que suelen alegar estos últimos me parece interesante: la literatura no es relato, es otra cosa… ¿quizá la “fascinación” de la que hablaba Mourlet?
3.
Esa mística de la pureza, pues, recorre todas las manifestaciones artísticas con un ansia perenne de exterminio y una persistente política de olvidos y desprecios. Insisto: ¿dónde está la frontera que permita, a la vez, preservar una cierta estética que no ceda a la dictadura de la actualidad, así como tampoco a determinadas rémoras del pasado, y construir un canon más ecléctico y desprejuiciado, lo cual no quiere decir improvisado y arbitrario? El relato, decíamos. El relato por encima de la forma pura. Resulta curioso que Stanley Kramer, Yes o Somerset Maughan compartan ese gusto por un “relato” que se convierte poco a poco en una continua evolución y mezcla de formas, un arabesco que no cesa, una melodía que se desenreda a sí misma. Decir cosas, narrar acontecimientos, describir con detalle una línea musical que se despliega en el tiempo.
Tanto Raíces profundas como Horizontes de grandeza, los respectivos westerns de George Stevens y William Wyler, tienden a ese despliegue abrumador de melodías y acontecimientos. No, no ostentan la pureza de formas de Hawks, ni la deliberada abstracción de Hitchcock. Tampoco, como querría Mourlet, la desnudez de líneas de Preminger o la subyugante velocidad de Walsh. Pero de esos relatos surge, no otra concepción del cine, sino unas cuantas propuestas suplementarias que podrían modificar nuestros preceptos, eso que pensamos que debe ser así y no de otro modo y -por qué no- quizá nos está llevando a posiciones un tanto cerradas sobre sí mismas. El cine, la música, la literatura, no solo evolucionan en el presente, sino también en la imagen que nos hacemos de su pasado y que a veces permanece inamovible por demasiado tiempo. Vamos, confiésenlo, ¿cuánto hace que no ven Vencedores y vencidos, de Kramer, esa película en la que el relato torrencial, de repente, se ve interrumpido por la aparición fulgurante del rostro ya desfigurado de Montgomey Clift, como una irrupción espectral? No hay nada puro en esa película y, sin embargo, ¡es tan hermosa! Aunque solo sea por momentos.