Antes del glam de T.Rex, de Bowie o de Roxy Music, hubo otros músicos con pasión por el maquillaje y el travestismo. Jaime Gonzalo los rescata.
Por Jaime Gonzalo
Como los calibres, hay opiniones para todos los gustos cuando concurre el dilema de si la música popular debe no ya apoyar o no la libre tenencia de armas, sino fomentar a través de ellas la cultura de la violencia. Al fin y al cabo, es legal lo que es real, como cantaba Howard Devoto en Shot by Both Sides.
Lo dijo William Burroughs: “Después de un tiroteo siempre quieren arrebatar las armas a las personas que no han disparado. Tan cierto como el infierno que no me gustaría vivir en una sociedad donde los únicos a los que se permite portar armas son policías y militares”. Es de sus citas más conocidas, y no deja de resultar irónico que el grupo político Gun Owners of America la desviara en un colgado en su muro de Facebook.
Así como unos las necesitan para no dejar tranquilos a los demás, Burroughs prefería utilizar las armas como póliza de tranquilidad. Ejecutor de su señora cuando jugando a Guillermo Tell la puntería le falló, tirador desde los ocho años, obsesionado con ellas a lo largo de toda una vida –siempre dormía con un 38 bajo la almohada–, representa el de Burroughs el parecer de millones de personas, especialmente en Estados Unidos, donde la Segunda Enmienda garantiza que “el derecho del Pueblo a tener y portar armas no será vulnerado”.
Como siempre, la contradicción no está en las armas, sino en la naturaleza humana. Puede que tenga visos juiciosos, pero la autodefensa armada no es sino otra necesidad creada, de las que el capitalismo patrocina en loor de una industria, en este caso armamentística, y de ese instinto tan humano por el que el subconsciente colectivo americano todavía reside en el Far West, reacio a civilizarse del todo. Inalienables de la Gesta Americana, igualmente interaccionan con su banda sonora desde la ancestral noche de los tiempos. Como las drogas o el sexo, quizá porque las armas también son ambas cosas. Y porque en asuntos de tiros siempre han andado de por medio esos cojones que la biología y la educación se empeñan en que los varones exaltemos a la que salta una minúscula chispa. Contaba Alan Lomax en Mister Jelly Roll, que a Jelly Roll Morton le bastaba con que uno de sus músicos se negara a tocar una nota como él la había escrito para extraérselos, los cojones, depositando sobre la tapa del piano un revólver de cañón largo.
A semejanza de tantos otros jazzmen, Sidney Bechett siempre portaba un revólver consigo. En 1928, encontrándose en París, se enfrentaba a tiros en la calle a otro músico, dícese que por un lío de faldas; ninguno puso la bala donde el ojo, pero hirieron gravemente a tres personas y fueron condenados a un año y tres meses de talego. El saxofonista Frank Trambauer también llevaba una pistola en la funda de su instrumento. El trompetista George Rock nunca se desprendía de un Cold Frontier de seis disparos. Hacía bien Rock, si tenemos en cuenta la suerte corrida por el trompetista Lee Morgan, asesinado a tiros por su esposa en pleno escenario, mientras actuaba en un club del East Village en 1972.
Bang Bang Blues
Las recámaras se vaciaban y recargaban a la velocidad de la historia, transversalmente, por todas aquellas formas musicales negras y blancas de las que emanaría el rock. Es el blues el más explosivo fulminante de esa liaison dangereuse entre armas y temperamentos volátiles. Respiraba el cosmos de los bluesmen de los años veinte y treinta un clima oprimido y peligroso. Celos, deudas, unas copas de más, una mirada sospechosa y …. ¡bang! ¡bang! Ahí estaba el mito de Stager Lee, inmortalizado en la popular homónima. En su caso, una partida de dados desencadenaba la tragedia: “Stager Lee fue a la cantina / y se plantó en la puerta / Qué nadie se mueva, dijo / y se sacó su 44 / Stager Lee, suplicó Billy / por favor no me arrebates la vida / tengo tres hijos pequeños / y una esposa muy enferma / pero Stager Lee disparó a Billy / hasta que una bala lo atravesó”. Prolifera el olor a pólvora en este género, equivocadamente topificado de llorón y gemebundo… de Blind Blake & Bertha Henderson, de Skip James, de Roosevelt Sykes…
El blues construiría un nuevo arquetipo de canción romántica, suministrador de licencia para disparar a diestro y siniestro en nombre del amor traicionado. En 22-20 Blues, Skip James se inventaba calibre propio para expresar la ineluctabilidad de su revolver, con el que amenazaba “partir en dos” a su costilla si esta no volvía a su lado. Robert Johnson también hacía alarde de calibre en 32-20 Blues para solucionar dilemas de infidelidad, pero nadie más gráfico que Louisiana Red en : “Lo pasaré mal echándote de menos con mi pistola en tu boca, nena / puedes pensar que vas a largarte al Norte, pero tus sesos se quedarán en el Sur”.
Duelo en el Kingston Corral
Ramificación de la esclavitud estadounidense y europea, la afrocaribeña sería la más extrema ejemplificación del colonialismo cultural homicida y su reverberación a través de la violencia pop. La película de culto The Harder They Come, de 1972, sintetizaba en una de sus escenas la influencia del spaghetti western en el reggae no ya solo como referente estético y en ocasiones sonoro, sino en su sublimación de la figura del pistolero. El protagonista de ese film, interpretado por Jimmy Cliff, era el alter ego de Vincent Martin, conocido entre otros alias por Rhygin, amplificación jamaicana de Stager Lee, el Rude Boy original. Un baranda que a finales de los cuarenta se ganó a pulso la leyenda, idealizado en Jamaica al mismo nivel que Bonnie y Clyde en Estados Unidos o Mesrine en Francia. Dos décadas después, los suburbios de Kingston ya atestados de inmigración rural, el pistolerismo “romántico” de Rhygin se revestía de carácter político. Los Dons, llamados así en honor de los capos mafiosos, ponían sus fuscas al servicio de los partidos políticos dominantes, el centroderechista JLP o Jamaica Labour Party, y el socialdemócrata PNP, People´s National Party. La lucha por controlar los votos en esas barriadas míseras y superpobladas derivaba en una guerra de bandas, consentida desde el gobierno y armamentísticamente avituallada por la CIA, el JLP, o Cuba, caso del PNP.
A finales de los setenta, los Dons esquinaban patronajes políticos para dedicarse en exclusiva al más lucrativo negocio del tráfico de drogas. En su condición de producto del gueto, el reggae absorbía esa permutación eurotrash del Wild West en una suerte de duelo narcisista en el OK Corral de West Kingston. Enfrentaba a los Dons y los únicos que podían menoscabar su influencia y arrogancia, las estrellas del reggae, gran parte de las cuales también sabían expresarse a través de un lenguaje no menos universal que la música, el de las pipas. Descontando aquellos que se salvaban por los pelos, Bob Marley sin ir más lejos, la lista de músicos fallecidos por disparo en Jamaica supera a la de cualquier otro colectivo estilístico: Peter Tosh, Bogle Levy, Carlton Barrett, Charlie Ace, David Bingham, Dirtsman, Dwayne Haughton, Errol Scorcher, Free I, General Echo, Jah Lloyd, King Tubby, Major Worries, Mickey Wallace, Prince Far I, Style Scott…
El gran hierro
Gun songs y anti-gun songs se prodigan en reggae y aledaños, y con ambas corremos el peligro de caer en la trampa de consumir la violencia porque a su alrededor se ha generado una cultura, pop o de cualquier otra índole, cultura industrial al fin y al cabo. Autor de Breve historia de siete asesinatos una novela inspirada en el atentado sufrido por Marley, Marlon James apuntaba que inferir a la violencia una consistencia cultural era simplificarla en exceso: “Es política, es dinero, es extorsión, es crimen, es un problema económico”. Como sucede con el western con denominación de origen y el rodado en Almería, la fuente de ese traspaso de la imaginería pistolera a los códigos de la música popular reside naturalmente en el country. La industria de Nashville no se cansa de señalar que en el country no se practica apología de las armas. Sus canciones solo celebran las armas “como protección o con propósitos recreativos”. A lo largo del presente siglo no han hecho sino intensificarse los vínculos que dan otro sentido al compuesto country & western; y sus mensajes, inclusive en el alt country, no dejan lugar a la imaginación: ciudadanos que hartos de la delincuencia urbana deciden pasar a la acción, esposas maltratadas dispuestas a cortar de raíz su problema, padres que no soportan más los abusos de los novios de sus hijas… todos parecen firmes como rocas cuando de conservar su derecho a las armas se trata. “Te lo diré una vez y basta, así que escucha, chaval”, decía en Justin Moore, “mientras yo siga vivo y respirando / no me quitarás mis armas”.
Ostenta Marty Robbins, arquetipo de la country star de los sesenta, la marca de haber publicado nada menos que tres álbumes casi monográficos sobre el asunto. En realidad enmarcados en la narrativa vaquera, Gunfighter Ballads and Trail Songs, More Gunfighter Ballads and Trail Songs y Return of the Gunfighter le reportaron al cantante de Arizona sus más altas cotas de popularidad. El primero es todo un clásico, ya desde esa portada en la que Robbins aparece ataviado de pistolero, hombre de negro a punto de desenfundar. Entre otros títulos contiene : “A la ciudad de Agua Fría llegó un extraño un día / apenas habló con nadie, no parecía tener mucho que decir / nadie se atrevió a preguntarle a qué vino, nadie se atrevió a importunarle / porque aquel extraño cargaba con un gran hierro en su cadera”. El forastero en cuestión era un ranger que venía en busca del forajido Texas Red. El duelo tendrá lugar un atardecer. “Cuarenta pies los separaban cuando se detuvieron para hacer lo que tenían que hacer / todavía se habla hoy día de la rapidez del ranger / Texas Red no había ni tocado la cartuchera cuando una bala le acertó”.
Asaltando Graceland a tiros
Johnny Cash, que grabaría varios números de Robbins, también gastaba munición a su paso por las dos pantallas. En la cinematográfica debutaba con el thriller , poniendo carcasa a un maníaco secuestrador que martitiriza a su victima disparándola, acosándola sexualmente y, horreur, obligándola a escucharle cantar. Más crepuscular, exponía el dilema de dos maduros y arruinados pistoleros, al otro lo interpretaba Kirk Douglas, que aceptan desafiarse a cambio de un estipendio económico y acaban entablando camaradería. En el ámbito televisivo transitaba Cash en calidad de invitado por seriales western y telepelículas. Resulta casi redundante traer a colación , la más célebre de las gun songs de Cash, donde se aloja una de las mayores aberraciones psicológicas de la narrativa pistolera: “cuando yo era un crío mi madre me dijo: / hijo, sé siempre un buen chico, no juegues nunca con armas / pero disparé a un hombre en Reno, solo para verle morir”. Semejante suerte corría Billy Joe, un bisoño ranchero que en cabalga hasta la ciudad en busca de diversión y emociones, haciendo oídos sordos, una vez más, a la maternal voz de la sabiduría: “Hijo, no lleves armas a la ciudad / déjalas en casa, Bill / Él sonrió y besó a su madre / dijo que ya era un hombre / puedo disparar tan rápido y certero como cualquiera / pero no lo haré sin motivo”. Este lo encuentra en el saloon, cuando un vaquero se burla de él y el alcohol hace el resto.
Bo Diddley, que oficiaba de sheriff en los años setenta, durante el tiempo que residía en Nuevo Méjico, también sucumbía a esa fiebre en su quinto LP, Bo Diddley Is A Gunslinger, de 1960, cuya portada se inspiraba en la de Gunfighter Ballads and Trail Songs. La única canción de ese álbum que exhibía alguna relación con el título era : “Tengo una historia que debo contarte / sobre Bo Diddley en el OK Corral / Bo Diddley no pasaba una por alto / llevaba un revólver en la cintura y una rosa en su pecho / Bo Diddley es un pistolero / cuando Bo Diddley viene a la ciudad / las calles se vacían y el sol se pone”. Más a pecho se lo tomaba Jerry Lee Lewis, fanático seguidor de la serie Gunsmoke. A finales de 1976 irrumpía en Graceland con intención de rendir visita a Elvis, pero este se encontraba durmiendo. Al día siguiente, de madrugada, volvía a intentarlo el Killer, esta vez ebrio perdido, empuñando un Derringer calibre 38 y amenazando con matar al señor Pelvis. Naturalmente el Flash de Memphis se negó a recibirlo, observando los hechos por circuito cerrado de televisión y ordenando a los guardas avisar a la policía. “Que encierren a ese maldito hijoputa y tiren las llaves al mar”, dijo.
¿Dónde vas con esa pipa en la mano?
La trinidad conformada por hippies, drogas y armas tendría su más aquilatada proyección en Quicksilver Messenger Service. A nadie escapa la ascendencia de Frederic Remington en la portada de su segundo álbum, Happy Trails, de 1969. También es sabido que uno de sus guitarristas, John Cipollina, coleccionaba armas, y en sus primeros años la banda vivía en un rancho alquilado en Point Reyes Station, con caballos y ganado, dándoselas de vaqueros y cargados de hierro. En las proximidades, los Grateful Dead habían fundado un asentamiento, y si los Quicksilver postulaban un regreso a la cultura vaquero-fronteriza, García y los suyos abogaban por preservar el legado nativo amerindio. En el libro El rock ácido de California, Jesús Ordovás detallaba ese episodio: “Los Dead tomaban bastante LSD; un buen día, en pleno viaje, se les ocurrió asaltar el rancho de los Quicksilver atacándoles con flechas y hachas, dejándolos atados y amordazados. En represalia, los Quick planearon atacar a los Dead en el Fillmore. Pero se les ocurrió hacerlo el día que la policía acababa de matar a un negro, y el Fillmore estaba en el mismo centro del gueto. Nada más aparecer ellos, diez freaks enmascarados y armados, les cayó encima toda la policía de Frisco”.
Se cuentan copiosas las referencias a armamento homologado en un género tan proclive a las detonaciones como es el rock, empezando por los nombres de puñados de bandas: Gun Club, Sex Pistols, Celibate Rifles, Parabellum, 38 Special, Guns & Roses, Thee Michelle Gun Elephant, Comando 9 mm, etc. No menos numerosas son las canciones que hacen referencia al tema, empezando por de Billy Roberts, si se prefiere en su versión más universal, la de : “Oye Joe, ¿dónde vas con esa pipa en la mano? / voy a dispararle a mi parienta / ¿sabes?, la pillé tonteando con otro”. Aerosmith lanzaban el single , que relataba como una adolescente frenaba en seco los abusos sexuales de su padre: “le cogió desprevenido y le metió una bala en los sesos/dijo que lo hizo porque nadie la creía”. En su primer álbum, los Flamin´ Groovies incluían una versión de , también interpretada por Bing Crosby y un sinfín de artistas, que aconsejaba no poner a prueba los celos de una mujer armada: “me rompió el parabrisas a patadas / me atizó en la cabeza / blasfemó, lloró y dijo que la engañaba / que quería verme muerto/ oh, baja esa pistola, nena / antes de que alguien acabe herido”.
Matar o ser matado
En , Lynyrd Skynyrd, autores también de y , le dedicaban una oda a los revólveres así conocidos popularmente en Estados Unidos, armas pequeñas y baratas, responsables de no pocas reacciones en caliente: “es una especial sábado noche / tiene un tambor frío y azul / no es buena para nada / pero puede enterrar a un hombre seis pies bajo tierra”. The Clash simbolizaban el terrorismo en una ametralladora Thompson, eje central de : “estarás muerto antes de que se gane tu guerra / ¿por qué tuviste que dispararle a todo el mundo? / ya veo, es matar o ser matado”. Por su parte, hacía referencia al gangsterismo jamaicano y The Harder They Come a propósito de la represión policial en ese distrito del sur de Londres, tomado por la inmigración caribeña: “podréis aplastarnos / podréis suprimirnos / pero tendréis que responder a / las armas de Brixton”. Un tercer disparo a la línea de flotación del Poder lo efectuaban con :“Armas, armas / los temblores del terror / armas, armas, matando por error / armas, armas, manos culpables / un sistema construido sobre el sudor de muchos / crea asesinos al servicio de los elegidos”.
Los mortales resultados de un atraco fallido que acababa con la vida del atracador, un estudiante blanco, y el atracado, el dependiente negro de una tienda, constituían el tema central de de The Scott Morgan Band: “Una noche apareció Billy / portando un arma / necesitaba drogas / nadie podía detenerle / Johnny abrió la registradora / como le ordenó Billy / pero sacó de ella un revólver / y ahora ambos están muertos”. Propietario de una Magnum 44 –cuyos disparos pueden oírse al inicio de , donde también figuraba , coescrita con Springsteen, otro artista con varias canciones de tiros–, Warren Zevon incluía en Excitable Boy la pieza Lawyers, Guns and Money, la odisea de un hijo de buena familia que no para de buscarse problemas: “Estaba apostando en La Habana / y calculé mal mi suerte / envía abogados, armas y pasta / papá, sácame de esta”.
A quemarropa
Por cinco ocasiones han recurrido AC/DC a las armas: , , , y . A Iggy Pop se le aparecían edípicamente en sueños, como confesaba en : “Sabes, tuve un sueño esta noche / madre estaba en mi cama / y yo le hacía el amor / padre empezó a dispararme / y me cazó con su revólver de seis balas”. Ante tal avalancha de alusiones cabe preguntarse cuántos son los músicos que sin cantarle necesariamente a las armas, rompen con la postura hipócrita que tradicionalmente adopta la industria del rock para expresar abiertamente su apoyo a la libre tenencia. Krist Novoselik de Nirvana es uno de ellos: “Son buenas herramientas cuando vives en el campo, con ellas puedo proteger a mi familia y mi hogar. Son perfectas para ahuyentar a los mapaches y coyotes que rondan a mis gallinas. En cualquier caso, si tuviera problemas con personas lo primero que haría sería llamar a la policía y esperar”. Para Eric Clapton, poseedor de una valiosa colección de armas poco comunes, las propiedades humanísticas de estas resultan irrebatibles: “Disparar armas me ha enseñado a relacionarme con mis congéneres humanos”. El mas prosopopéyico de sus defensores dentro y fuera de la arena rock, Ted Nugent, es sobradamente conocido en los círculos activistas de los gun rights y en calidad de campeón cinegético. No insistiremos pues en engrosar sus declaraciones, por otro lado desarrolladas a fondo en el libro God, Guns and Rock & Roll.
Sería interesante contar con los testimonios de quienes en el ámbito pop sufrieron las consecuencias de esa permisividad que según Nugent hace mejor a un país, fuese por decisión propia o ajena. Por ejemplo, suicidas como Joe Meek, Del Shannon, Kurt Cobain, Paul Williams de los Temptations, Bob Welch, Wendy O. Williams y, potencialmente, Townes Van Zandt, aficionado a jugar a la ruleta rusa con dos o más balas. O aquellos con cuya opinión no contaron…a Felix Pappalardi, el bajista de Mountain, le disparaba a quemarropa su esposa; un atracador hacía lo propio con Sammytown, el líder de Fang; a Larry Williams, el mismo que se cobraba las deudas de farlopa de Little Richard con ayuda de un hierro, se lo encontraban muerto en su casa, la tapa de los sesos levantada por un desconocido; fundadores de la banda iranoamericana The Yellow Dogs, a los hermanos Farazmand los cosían a tiros en un bar de Brooklyn.
La última bala
Elvis la emprendía a tiros con su televisor, cuando tostado de píldoras se empeñaba en sintonizar programación a altas horas de la madrugada. Misteriosa, como mínimo, la desaparición de la pistola con la que Keith Richards amenazaba a un motorista, mientras se grababa Exile on Main Street en la Costa Azul, por lo que no pudieron presentarse cargos en su contra. No se dio el mismo caso cuando a Grace Slick de Jefferson Airplane se le ocurrió apuntar a un policía. Traca y aparte merece Phil Spector. En 1958, mientras se encontraba de gira con The Teddy Bears, unos gañanes le asaltaban en unos urinarios, miccionando sobre él. Desde entonces nunca viajaría sin revólver ni guardaespaldas. Los rumores le atribuyen al menos cuatro ocasiones en las que las armas interfirieron en su trabajo. Ciego de nitrito de amilo, durante la grabación de Rock’n’ Roll le gastaba una broma a John Lennon disparando una pistola a escasos centímetros de su oreja. Le llegaba el turno a Leonard Cohen con Death of a Ladie’s Man; borracho, el productor le mostraba su afecto apuntándole al cuello mientras le decía “Leonard, te quiero”. Debby Harry acudía a la mansión de Spector para discutir una posible producción, pero el tema de la conversación derivaba forzosamente hasta el calibre 45 con el que el anfitrión la encañonaba al grito de “¡bang, bang!”. End of the Century casi acaba siendo un auténtico fin de siecle para los Ramones; cubierto con una vampírica capa y parapetado tras gafas oscuras, Spector les convencía de que debían grabar la misma canción por centésima vez a punta de revólver. El toque maestro a ese Wall of Guns lo aplicaba en 2003 Spector culminando su delirio armamentístico con el asesinato de la actriz Lara Clarkson, por el que actualmente sigue cumpliendo condena.
Habrán reparado los más sagaces en la ausencia de menciones a géneros acaso mucho más proclives al tiroteo que los aquí tratados, esto es rap (de las uzis ¿de atrezzo? de Public Enemy hasta las víctimas metafóricas y reales del gansta), heavy metal, salsa o narcocorridos. Precisamente por su fecundidad, y nuestro hartazgo, quedan a disposición de manos más expertas en esas materias si en un futuro la demanda así lo exige. Por hoy, aquí, ya hemos vaciado suficientes cargadores.