Un ejercicio sincero, brutal y en primera persona en el que Kiko Amat somete a una auditoría a su propia biblioteca y enjuicia su vida como lector.
“EL MAL GUSTO
Chuck Klosterman es un pelirrojo escritor y crítico americano, autor de varios libros de ensayos tachán, casi todos sobre cultura popular americana (Chuck no parece haber salido jamás del país, si juzgamos por su universo y temática y obsesiones variadas). Rocanrol y sitcoms y films y deportes. Ni novelas ni, gracias al cielo, poesía, teatro o danza contemporánea. Klosterman es otro chaval educado en el heavy metal, como demostró en el estupendo y pero-que-muy vivencial Fargo Rock City, y nació más de extrarradio que una hormigonera abandonada en un solar con una revista porno pringosa al lado. Ahora Klosterman es un ensayista que bordea la celebridad, y vive en Nueva York. Lo que por otro lado no ha sido óbice para que nos entregue El sombrero del malo; en pugna con los villanos (reales e imaginarios) -publicado entre nosotros por Es Pop Ediciones, como Fargo Rock City-, su segundo mejor libro de ensayos hasta la fecha (el primero sería Sex, Drugs and Cocoa Puffs: A Low Culture Manifesto).
Este libro habla sobre todo de vileza. De ser “bueno” o ser “malo”, y de cómo se perciben y etiquetan ambos comportamientos. De la gente que no odia, y son odiados precisamente por ello. Klosterman saca de su sombrero de malo a Kanye West vs. Jay-Z, a Chevy Chase (y su “estridente incapacidad para simular humildad”), Lebron James y Michael Jordan, Aleister Crowley, los Eagles (que empalma con raíces de su odio a ciertas bandas) y muchísimo más. Ha sido y sigue siendo uno de mis libros de no ficción predilecto del año, junto a La gran guerra de Paul Fussell, el Canciones de amor de Ted Gioia y el 1966 de Jon Savage.
Esta conversación, que se desarrolló a través de Skype durante cuarenta y cinco fructíferos minutos, desvelará, espero, los recovecos y entresijos de su brillante nuevo trabajo. Aunque en algunas ocasiones conteste algo que no tiene casi nada que ver con la pregunta (pero sigue siendo interesante para el lector, espero).
Tu libro orbita alrededor de los conceptos de bondad y maldad. Una de las primeras afirmaciones (o confesiones) que realizas es que te importa la gente en cuanto a abstracciones, pero menos cuando son personas de carne y hueso.
Fundamentalmente socializamos para saber que a una buena persona le importan los demás, y los coloca por delante. Y si quieres contribuir al mundo de alguna manera significativa tienes que mirar a la otra gente como parte importante de tu propia vida. Y sin embargo, cuando me relaciono con gente con la que no tengo una relación previa, a menudo me resultan irritantes. Leo la prensa constantemente, veo los noticiarios y me entero de todas las cosas terribles que pasan en el mundo, pero consumo esa información del mismo modo en que consumo ficción. Como si no tuviese ningún lazo emocional con ello. No sé si eso me hace un sociópata, o si mi percepción de impulsos es la adecuada.
El mundo te presiona para que seas empático. Paradójicamente, la gente con empatía es muy poco empática para con los que no somos demasiado empáticos de buenas a primeras.
La gente con una elevada habilidad para preocuparse por perfectos extraños muy a menudo carece de la menor paciencia para relacionarse con los no-extraños que no reflejan su visión del mundo. En los Estados Unidos, durante la época en que yo estaba aún en el colegio, se ponía un gran énfasis en no ser etnocéntrico. No mirar negativamente a otras culturas solo porque son distintas a la tuya. Y asimismo, la comunidad intelectual estadounidense da por sentado que otras culturas van a mirar a la cultura americana bajo una luz negativa. Es la antítesis perfecta de lo que ellos predican hacer con otras culturas. La gente lista no es menos hipócrita que la gente estúpida. Creo que es todo lo contrario, de hecho.
La cultura (los libros, las películas, los discos) no nos humanizan o nos hacen mejor gente de forma automática. John Carey lo afirma de forma bastante categórica en su brillante ¿Para qué sirve el arte?
Eso es verdad. Lo que intenta hacer el arte, creo, es humanizarnos. Pero en la práctica lo que hace es señalarnos los defectos inmutables que poseemos como especie. No parece que exista ninguna relación entre el “mensaje” de una canción, o una película, o un libro, y el impacto que tiene en la sociedad. Al margen de hacer que mucha gente se dé cuenta de algo que probablemente ya sabían.
Carey insiste en el orden de esta frase: la poesía no te hace más sensible; como eres sensible, te sientes atraído hacia la poesía.
Quizá podría hacerte más sensible. No lo tengo tan claro. Todo el mundo tiene experiencias en las cuales han consumido algo que les ha hecho cambiar la forma en que miraban al mundo, si bien la cosa funciona de manera mucho más arbitraria que como comúnmente se supone. Por norma general, nos interesa el arte que consideramos interesante. O entretenido. Ese es el asunto. El lenguaje de la crítica siempre trata de poner un artefacto en contexto para que comprendas la utilidad social que posee. La “razón” por la que existe ese arte. Pero lo que hace la mayoría de humanos es seguir las cosas que uno considera que vale la pena seguir. No hay un motivo como tal.
Este es un libro escrito desde la otredad. Desde el punto de vista del marginado. Mucha gente imagina que esto de ser un nerd obedece a un capricho elitista, cuando en realidad al principio de todo acudes al underground porque no eres aceptado en el mainstream.
En términos generales es posible que tengas razón. En mi caso particular se trata de una contradicción inherente en mí. Crecí en un sitio extremadamente rural de los Estados Unidos, un lugar llamado North Dakota. Mi casa era una granja a las afueras de un pueblo de quinientas personas. Comparado a todo el mundo que he conocido en los medios de comunicación y la cultura de Nueva York, vengo del sitio más aislado posible. Vengo del extremo más rural. En ese sentido, soy el epítome del outsider. Pero al haber gozado de cierto éxito, y como soy un hombre blanco, alguna gente me ve como alguien que está atrincherado en el privilegio. Un insider. En la práctica, soy un marginado. Y mi libro debe leerse así: como las reflexiones de alguien que está, o ha estado, fuera, en las afueras del mainstream.
Mi pregunta iba más atrás incluso: ¿de joven encajabas en tu entorno? ¿Te sentías parte integrante de la comunidad en la que creciste?
(El autor pone cara de abatimiento)
¿He preguntado algo deprimente, o manido?
En absoluto. Estaba pensando que esa pregunta casi me obliga a decir que sí, que me sentía raro, que me sentía distinto de la gente, y que por eso utilizo la mirada que utilizo ahora. Lo cierto es que me sentía tan raro como realmente era, pero no distinto. Yo asumía que todo el mundo se sentía como yo: raro, alienado. En mi clase había veintitrés chicos, y yo asumía que los veintitrés se sentían tan extraños como yo. Por tanto, esa sensación no me preocupaba en absoluto, no tenía la parte angustiante de creer que estás solo. Yo, por otra parte, era una persona muy introspectiva, carente casi por completo de autoconocimiento, lo que considero que es una posición ideal para la escritura. Porque tienes que estar pensando en ti todo el tiempo, sí, pero a la vez demasiada autoconciencia puede impactar en el texto.
Afirmas que la gente prefiere a Han Solo antes que a Luke Skywalker porque no podemos fiarnos de la gente que es (o actúa como si fuese) 100% buena. Mi pregunta adicional sería, supongo: ¿Será también que no nos gusta la gente que es 100% buena porque son un coñazo?
Para que una persona sea 100% buena tiene que ser un caso raro a lo Madre Teresa, un ser trascendente y elevado, casi un santo o santa. Pero eso es extremadamente inusual. La gente que va de buena tiende a ser, hasta cierto punto, falsa.
La gente “buena” esconde algo. Eso lo tengo clarísimo.
No sé si es que esconden algo, o lo que sucede es que están negándose a sí mismos una parte enorme de humanidad; lo cual es aún peor que ser solo falso. Al bloquear esa parte inherente en el ser humano (la de la “maldad”), el comportamiento deviene artificial. Mi libro va de la incómoda relación entre villanía y autenticidad. En los Estados Unidos lo de hablar de “autenticidad” ya no está de moda, pero yo sigo haciéndolo.
Creo que eso es nuestro inevitable bagaje ochentas.
Sí. La gente joven no tiene siquiera esa palabra en el diccionario. Pero si eras un crítico en los ochenta y noventa ese concepto era algo fundamental. Ahora la gente más joven cree que preocuparse por la autenticidad es ridículo.
Es que en cierto modo lo es. En el libro Fakin’ it, Hugh Barker y Yuval Taylor, se habla de todos esos bluesmen “auténticos” que en los años treinta y cuarenta nos vendieron como granjeros desdentados en peto, tocando la guitarra en el porche con una vaca al lado, pero que en realidad eran sofisticados urbanitas.
Hay algo que la gente olvida al debatir ese tema. Muchos artistas se nos venden como más “reales” de lo que son. Así que el paquete de valores que reúnen es, en cierto modo, falso. Pero hay que observarlo desde la perspectiva del consumidor. El consumidor quiere escuchar algo que, al combinarlo con su percepción de quién es el artista, se acerque al corazón de una realidad auténtica. Aunque esta no tenga que ver con la “realidad”, y sea solo algo que imaginan. Lo “real” es secundario. Yo veo nuestro mundo como una sociedad que se va moviendo hacia un mundo cada vez más falso, y existe un gran abismo entre nuestra realidad y lo que consumimos. La gente está hambrienta por cosas que les hagan sentir que están consumiendo algo “de verdad”. Suena raro, pero creo que si algo parece real, y no lo conoces en profundidad, para el caso podría serlo.
Muchos de nosotros empezamos a ignorar el concepto de “auténtico” cuando vimos la de cosas que eran consideradas no-auténticas y que molaban lo que no está escrito. Y que sí eran auténticas, a su manera. Como el glitter y el glam rock, por ejemplo.
Ese es el mejor ejemplo. Vamos a considerar esto: un grupo como Kiss, y un artista como Bruce Springsteen. ¿Quién de los dos es más auténtico? La respuesta superficial es Bruce Springsteen, por supuesto. Pero si vas a un concierto de Springsteen, todo lo que él realiza en el escenario –correr de un lado a otro, subirse el cuello de la camisa tejana, intercambiar comentarios fraternales con la banda…– está ensayado. Parece real, porque se nos presenta como algo espontáneo, pero no lo es. Y por otro lado están los Kiss, que no intentan enmascarar su artificialidad, y por consiguiente su máscara es lo real. ¿Cómo no va a ser eso real?
Volvamos a la villanía por un momento. Hablas de que te sorprendiste jaleando (brevemente) al republicano Newt Gingrich porque al menos sabías exactamente quién era y lo que quería. En la serie Daredevil simpatizamos un poco con Kingpin porque sabemos quién es y lo que quiere. No es un fariseo, o un mojigato, o un hipócrita.
Hay algo que resulta un poco difícil de comprender cuando eres joven, pero cuyo significado vas captando según envejeces, y es el simple axioma de que “la buena gente no es tan buena como parece a simple vista, y los malos no son tan malos como aparentan”. La diferencia entre ambos extremos es menor de lo que creemos. En la ficción es distinto: no te juegas nada, porque es ficción, y por tanto las acciones del Kingpin, que tú pones como ejemplo, y sus crímenes terribles no tienen consecuencias reales, pues él no existe y es parte de la historia. Creo que en mi libro yo disfruto del lujo de escribir sobre eventos reales como si fuesen ficción, y viceversa. En muchos sentidos esto es un ejercicio intelectual; pero eso es lo que hago, porque después de todo soy escritor. Cuando imagino lo que sucedería si Batman fuese real, la conclusión es que acciones inaceptables en la vida real se convierten en aceptables en un marco de ficción. Nadie aceptaría a Batman en el mundo real. No existiría el debate que existe en los cómics.
Me apena coincidir contigo en algo que también mencionas en el libro: que ya no puedes odiar a ciertas bandas como las odiabas antes. Con esa loca animosidad, como si te hubiesen hecho algo personal.
Cuando eres joven usas el arte para entenderte a ti y para que los demás entiendan quién eres. Pero llega una edad en que tú eres tú. No los discos que te gustan u odias. Así que si te gusta o disgusta un grupo es solo por su música, o lo que representan. No se reflejan en ti del mismo modo. Hubo un punto en mi vida en que yo necesitaba que la gente supiese que yo odiaba a los Eagles, porque odiar a los Eagles era algo que yo suponía que formaba parte de mi personalidad. Mi personalidad se definía en parte por ese odio. Por supuesto, ya no es así. Si no me gustasen los Eagles, sería solo por su música. Que, como también digo en el libro, resulta que no es tan horrible como yo pensaba.
Lo del odio a bandas es una afirmación harto vacía, por añadidura. No dice mucho de uno mismo. Además, si llevas años en esto del pop y los discos, sabes bien que hay mucha gente con enorme gusto pero el alma podrida. Y luego hay gente con un gusto atroz, pero maravillosos seres humanos.
[ríe] Sin duda. Aquí está la cosa, y volvemos a lo de antes. El mal gusto es de verdad, no una impostura. El buen gusto, por otro lado, solo implica que has estado leyendo los artículos y libros adecuados, o siguiendo a la gente cool. Nadie nace con buen gusto. Es imposible. Es un hecho: sin haber leído los artículos, o mantenido conversaciones, o haber estado al tanto de lo que se cuece, es imposible decidir que Blur son más sofisticados que Oasis. Esas cosas son construcciones. Así que si alguien tiene mal gusto, o un gusto contradictorio, al menos podemos saber que es el suyo.
Antes hablábamos de cosas que ya no podemos odiar, pero ahora que lo mencionas me doy cuenta de que Blur siguen cayéndome súpergordos (mucho más que Oasis). ¿Si te confieso otra aversión, tú me confiesas una tuya? Odio a los grupos o artistas que son forzadamente “raros”, como Zappa o los Butthole Surfers. O los putos Residents.
Entiendo. A mí tienden a desagradarme los grupos que son “políticos” de un modo convencional o clásico. Sí me interesan, por el contrario, bandas con un deje político que es pura y llanamente raro. Como aquel grupo de principios de los años dosmil, Godspeed You Black Emperor!, con signos de admiración. Que decían que eran comunistas. No socialistas. ¿Qué pretendéis, votar a Lenin? [ríe, y su tono de voz se vuelve más agudo] No puedes escapar de esa afirmación. Están apoyando una idea política que ya no tiene tirada en ningún lugar del mundo, y de la que casi nadie habla.
Es lo que pasa con los grupos políticos. Mira a los Clash. Me encantan, pero soltaban unos panfletos terribles. Y ellos no son los peores. Los que copian a los Clash son mucho peor.
Ser el primero en hacer algo es distinto que apuntarse a una onda. Eso es innegable. Los Clash intentaron politizarse, pero los grupos que se politizan post-Clash no sabes si lo hacen por la política, o por los réditos cool que extraen de parecerse a los Clash. Mira a un grupo como At The Drive-In, por ejemplo. ¿Tienen una postura política similar a la de los Clash, o tienen la postura de un grupo que anhela parecerse a los Clash?
En la disyuntiva Kanye West vs Jay-Z, yo me posiciono claramente en el bando Kanye: el artista alienado, complejo y malcarado contra el artista negociador y simpático que está demasiado cómodo en su propia piel.
Yo también soy pro-Kanye. Aunque ojo: no tengo una involucración emocional con ninguno de los dos, ni con el hip hop en general, del modo en que lo tenía con artistas de rock. Para mí, esos dos son casi personajes de ficción. No pienso en ellos como gente de verdad, aunque suene mal, sino por lo que representan, por el tipo de artistas que son. Kanye hace mejor música y es una personalidad más compleja e interesante que Jay-Z. Jay-Z es un artista que está pendiente de la pose y la estrategia. Kanye me encanta porque cree que es estratégico, pero su estrategia es una chifladura. Miro a Kanye y me doy cuenta de que es un artista que cree que lo tiene todo bajo control, pero en realidad todo lo que hace está descontrolado. Desde un punto de vista artístico eso es sin duda más interesante que alguien que va a lo seguro. Está claro que Kanye West admiraba a Jay-Z, lo dice en esa canción, “Little Brother” [es Big Brother]. Y aunque parezca que en cuestiones de talento están a la par, Kanye tiene mucho más jugo. Es una relación compleja, en todo caso.
Un artista tiene que estar en conflicto. No de un modo melodramático, pero tiene que haber una lucha. Sin esa lucha: a) no eres un artista o b) no vas a producir nada de interés.
Claro. Jay-Z es un buen ejemplo de eso. Sabe qué teclas tocar, pero es mucho más conformista y aburrido. Si te sientes cómodo con quien eres, y tu vida va bien, aún puedes producir arte que sea técnicamente proficiente, pero te va a ser difícil crear arte que sea emocionalmente proficiente. Porque tiene que haber algo que te haga cavar hondo en el asunto. Hay que darle crédito a Kanye por cómo fabrica conflicto en su propia vida. Conflicto que no estaba allí unos minutos antes. Parte de su brillantez puede que venga de darse cuenta de esto: que para que su arte tenga trascendencia y significado, él tiene que estar enfrentado a algún elemento de adversidad. Él hace que ese elemento adverso aparezca. Empeora su vida a sabiendas, quizá porque sabe que sin esas malas condiciones su arte va a ser peor. Otro ejemplo que me viene a la cabeza: Rivers Cuomo, de Weezer. Sus primeros discos son mejores que sus últimos discos. Sus primeros discos, especialmente el segundo, Pinkerton, se hicieron cuando su vida era un desastre, y él estaba hecho polvo. Y ese es sin duda su mejor trabajo. La reflexión que yo me haría tras ver esto es: ¿tengo que arruinar mi vida para producir trabajo con una cierta complejidad?
Lo único que me irrita un poco de Kanye, y sé que a ti también, es su pasión por la moda. Creo que en el libro dices, literalmente, “la moda es para retrasados mentales”. Secundo tu moción.
Creo que el interés por la moda es el interés más superficial que alguien puede poseer. O sea: si (por definición) lo superficial es lo que está fuera, en la superficie, la ropa es lo que está más en la superficie. Literalmente. Casi define la idea de “falta de profundidad”. Si nos interesa alguien por cómo viste, por lo que lleva en su exterior, estamos diciendo, literalmente, “me gusta lo que está colocando encima de su realidad”. Así que lo de que Kanye esté tan metido en moda no tiene mucho sentido, si consideramos la clase de tipo que es. Me entran ganas de decirle: tío, interésate por otra cosa. Cualquier cosa.
La pesca. La cocina. La astronomía.
Sí. Aunque habrá gente que me dirá que todo eso es resentimiento por mi parte, porque no tengo ningún sentido de la estética personal, y que como voy vestido como un vagabundo, me molesta que la gente se ponga guapa. Quizá haya algo de verdad en eso, también, pero qué le voy a hacer: la cuestión es que la moda no me parece interesante. Mi hipocresía es que, por supuesto, soy capaz de percibir cuando alguien va elegante. Si una mujer se viste de un modo atractivo, mi reacción será admirar lo guapa que está. Y lo peor es que siento como si estuviese hablando de ella como persona, cuando en realidad solo estoy realizando un juicio sobre las prendas que se ha colocado encima del cuerpo. Es ridículo.
Dices que hubo un momento en los noventa en que el exceso de corrección política empujó a los artistas a ser más procaces o guarros, solo para provocar, y de un modo banal. Como Andrew Dice Clay. Pero metes en ese saco a Bill Hicks y Richard Pryor, artistas que eran de todo menos superficiales (aunque hicieran algún chiste de pollas).
No es exactamente así. Quizás no ha quedado todo lo claro que creía. Lo que digo en el libro es que algunos cómicos de los noventa como Bill Hicks se percibían como “problemáticos”, pero según pasaban los años ibas entendiendo lo que hacían, en retrospectiva, y veías que su rudeza y sus palabras malsonantes tenían un sentido en el contexto político. Andrew Dice Clay no era ni jamás será así. Clay es el tío que jamás será reinterpretado, quizá también porque no había un contenido político en lo que hacía. A no ser que consideres que, como sucede con el caso de Donald Trump, la gente está “oprimida” por los debates de identidad y género, y esos chistes machistas son una vía de escape.
He mirado viejos vídeos de Eddie Murphy haciendo stand-up y es chocante lo homofóbicos que son sus chistes, y además no tienen ni pizca de gracia. Louis C.K. hace bromas con contenido homosexual, y ya no son así. No hay odio, obviamente.
Es que son dos épocas muy distintas. En el tiempo que llevo de vida nada ha cambiado más que la relación que tiene la sociedad con gays y transexuales. Mencionas a Eddie Murphy. En los ochenta, incluso acusar a alguien de ser homosexual, como él solía hacer, se consideraba una broma. ¡Eso era una broma en sí misma! Porque obviamente se consideraba un insulto. Eso ha cambiado tan rápido (a mejor) que casi no nos hemos dado cuenta. Los noventa fueron un periodo de transformación, en ese sentido. En la película Cocodrilo Dundee II hay un momento en que el protagonista está intentando impedir que alguien se suicide, pero cuando el otro confiesa ser gay, le dice “de acuerdo, suicídate”.
Puaf.
Esa broma suena como si estuviese hecha hace mil años, ¿verdad? Pero no hace tanto: solo treinta años atrás.
Hay artistas que solo podrían haber sido populares en una época muy concreta. Como el escritor Richard Brautigan. Su inmadurez e infantilismo solo podrían haber triunfado en los sesenta. Y digo esto como fan.
Por otro lado, leerle ahora es leer una respuesta auténtica a los tiempos en que vivió, supongo. Lo que sucede a menudo es que fusionamos nuestra perspectiva (imaginada) de una época con lo que aquella época fue en realidad. Mira Mad Men, por ejemplo. Lo grande de la serie era la atención al detalle, más que los guiones. La serie trataba de decir: los sesenta eran así. Pero a la vez ese es un acto imposible, porque la serie solo puede intentar decir: esto es como los sesenta nos parecen a los habitantes del 2016. Son los shows espantosos de los sesenta como Leave it to Beaver [una especie de Con ocho basta de los primeros sesenta] los que muestran el verdadero espíritu de la época, el zeitgeist. Así es como el mundo se veía a sí mismo en 1963. Si lees a ese tal Brautigan lo que lees es cómo la gente (o alguna gente) se veía a sí misma y al mundo en los sesenta.
He revisitado Seinfeld (entera) tras leer tu libro, y lamento decir que no concurro con lo que afirmas en el libro. Desde luego es algo más oscura que Friends, porque cualquier cosa sería más oscura que Friends, pero creo que no es cierto el lema que repites sobre Seinfeld. “Nada de abrazos, nada de aprendizaje”. Sí que se abrazan bastante, y sí que aprenden.
Seinfeld parece mucho más benigna con la perspectiva actual, es cierto, pero creo que eso prueba su efectividad. Fue la puerta que dejó pasar un tipo completamente nuevo de programas televisivos. Por ejemplo: la serie Difficult People, de Hulu. Va por la segunda temporada. Va de dos personas que son totalmente mezquinas y que odian a todo el mundo. Nada más. O You’re the Worst, una comedia romántica con una pareja que se odia. Todo esto existe, en cierto modo, porque Seinfeld lo hizo posible. Si la miras ahora parece bastante normal, pero en los noventa era rarísima. No se parecía a nada de lo que había en televisión en aquel momento. El proceso es siempre el mismo: algo parece radical hasta que lo miras en retrospectiva, y entonces dices “no había para tanto”. Y eso es porque no puedes hacer que tu mente viaje al tiempo exacto en que esa serie existía. Volvamos a Kiss por un momento. En los años setenta, existía un cierto debate alrededor de si eran satánicos o no. Kiss. Parece una locura ahora, pero se decía. ¡O la época en que la gente le tenía miedo a los Rolling Stones! ¡Creían que aquello era peligroso, y que no debería salir por la televisión!
“La gente te odia porque no odias a nadie, ni siquiera cuando deberías”. Una gran frase de tu libro. ¿Sospechas inmediatamente de la gente sin enemigos? (quizá sea solo mi paranoia).
¿Hablas de celebridades o de gente en la vida real?
Bueno, celebridades sin enemigos es un oxímoron. No hay famoso sin detractores.
Eso es verdad. Bien, mi respuesta es que hay gente que no tiene enemigos, y no sospecho de ellos. Pero entonces les conozco, y entiendo por qué sucede eso. Te pondré un ejemplo. Es una pregunta muy interesante, y de hecho la estábamos discutiendo en el bar el otro día. Estaba con dos amigos, John y Greg. Greg y yo hablábamos de John, quien es un tío sarcástico, algo cotilla, desde luego imperfecto, pero a quien todo el mundo ama. Gente que se odia entre ella está de acuerdo en que les cae bien John. Parece no tener enemigos, y nos preguntábamos cómo narices podía suceder esa aberración. Y la respuesta es: algo en su personalidad le hace pensar a la gente que John es fundamentalmente bueno. Sospechas que si hay algo en él que no te gusta, ese algo no tiene mucho que ver con el núcleo de quién es él exactamente. Cuando conoces a gente de manera íntima durante un periodo prolongado de tiempo, invariablemente acabas percibiendo el núcleo de lo que son. Saca su trabajo, su relación, arruina su vida, empieza un apocalipsis zombi, y pongamos que te queda algo bueno. Mucha gente es buena en su núcleo, pero no lo pillarías ni en cien mil años, porque todas sus capas externas te dicen que son malos. Tendrías que ser su marido o esposa para captar su bondad interior. Pero con alguna gente puedes percibirlo con mayor rapidez. “Su centro es bueno”. Resumiendo: soy un escéptico en lo tocante a celebridades, pero con los amigos no. Alguna gente sí es buena. Eso es lo que creo.