La pantalla demoníaca:

  Posibilidades de un cine doom  

La pantalla demoníaca: posibilidades de un cine doom – O Productora Audiovisual

Para quien esto escribe, el doom metal empieza no con un sonido, sino con una imagen: la de la cubierta del debut homónimo de Black Sabbath. Una fotografía tomada en un paraje británico, en el que vemos una casa (en realidad, un molino de agua), presumiblemente aislada en un bosque donde la vegetación presenta un viraje escarlata que da un carácter alucinógeno a la instantánea (a fin de cuentas, estamos en el albor de los setenta). En el centro de la composición, hallamos también una  figura, creemos, femenina de pelo largo y vestida con una túnica negra, que mira directamente hacia nosotros, incautos oyentes. Una estampa pavorosa y fascinante a la vez, en la que podríamos hallar ecos de ¡Suspense! y , y que, de algún modo, profetiza un icono del gótico americano como es .

Al sostener este vinilo, un servidor podría pasar horas mirando esa portada, arrebatado como Will More ante su colección de cromos; una sensación, creo, compartida por muchas más personas. Me pierdo en el bosque, y empiezo a imaginar el relato tras la inquietante fotografía: ¿se tratará de un espectro que ha aparecido al revelar la imagen? ¿acaso es la Parca la que no me quita los ojos de encima? Un momento… ¿está sosteniendo un gato negro, o es solo un pliegue en la ropa? ¿O quizá es simplemente Ozzy, dando un paseo matutino? Las posibilidades son vastas… pero la realidad es más bien prosaica: el fotógrafo Marcus Keef contrató a una modelo para hacer la sesión de fotos, y luego aplicó a su instantánea un tratamiento cromático en la misma línea de otros trabajos suyos de la misma época.

Por muy decepcionante que sea su making of, la imagen de la primera roca sabbathiana mantiene intacta su capacidad de espeluzne, que ahora contrasta con la percepción que tenemos de la música que alberga el disco (una obra maestra, por otro lado), que no es sino la celebración de un sonido, el heavy metal, que justo en ese momento empieza a descubrir su poder. Este desajuste entre visión y auralidad se extiende, en mi caso, a otros ítems. Y es que, antes que oyente de metal fui, por decirlo de alguna manera, espectador de metal. Cuando la música no se encontraba todavía a un mero click de distancia, contemplaba los avernos ilustrados de Slayer, las iglesias ultrajadas de Mayhem y el corpsepaint de Darkthrone destacando en la tiniebla (ahora que lo pienso, ¿no sería la cubierta de Under a Funeral Moon la evolución lógica que funde a negro la estampa fundacional de Black Sabbath?), me imaginaba cómo podían sonar aquellas barbaridades. Se creaba así un disco fantasma, una banda sonora atroz que acompañaba la historia de esas imágenes terroríficas, visualizadas como películas. 

Pero, ¿qué sucede cuando el metal mira al cine? Doomeros de nuevo cuño como Uncle Acid & The Deadbeats montan fragmentos de cine fantástico como si se tratara de una , mientras que Electric Wizard directamente tocan delante de proyecciones tuneadas del cine de Jesús Franco, a mayor gloria del estudio de la anatomía femenina. En ambos casos la aleación música/imagen es puramente festiva, un guiño de complicidad en el que no queda espacio para la perturbación, como también sucedía en las cintas de terror que, sobre todo en los ochenta, , y ante las cuales resulta difícil mantener la compostura.

Al final, para sentir el escalofrío atronador uno debe irse a los extremos y fabular asociaciones impensables: lo temible está en aquellos artistas, como Earth o Sunn O))), que han agarrado la electricidad del doom y han hecho de ella una columna que estira la audición hasta hacerla colindar con la idea del drone heredada de La Monte Young. Al poner sus discos, la temperatura baja algunos grados, el color desaparece, y el movimiento de nuestro cuerpo y de todo lo que nos rodea se hace lento y pesado, como la música. La experiencia, agobiante, se asemeja a aquella secuencia de Vampyr en la que el protagonista va a ser enterrado en vida, y la cámara observa el traslado y entierro del ataúd en agónica subjetividad.

El instinto me ha llevado a la película de Dreyer, una obra perteneciente al sonoro pero que se diría adherida aún a lo silente, deslizándose a la misma velocidad con que lo haría un espectro. Y lo cierto es que resulta cuánto menos curioso comprobar cómo las facciones más ariscas del doom encuentran una alianza natural en ciertas manifestaciones del cine de autor. Sin ir más lejos, Jim Jarmusch empleó a fondo el catálogo de Southern Lord en Los límites del control, confiando en que casar el drone con las mínimas variaciones de las acciones que realizaba el asesino a sueldo interpretado por Isaach de Bankolé llevase la narración a un nivel de suprarrealidad. Hay que aclarar, eso sí, que en la operación de Jarmusch no encontramos ninguna intencionalidad angustiosa. Todo lo contrario: es producto de quien encuentra un placer genuino en sumergirse en lo repetitivo hasta alterar la percepción (a fin de cuentas, y como afirma el lacónico protagonista, “la realidad está sobrevalorada”). Algo que terminaría de quedar claro en Solo los amantes sobreviven, en la que el vampiro que encarna Tom Hiddleston se dedica a rasgar la guitarra y trastear con pedaleras, hallando en el drone una correspondencia perfecta con su propia eternidad.

Aún más interesante es observar la cadena de afinidades doom-drone-cine como una relación simpática entre materiales, sin que haya una intervención meditada por parte de los autores. Es lo que sugería Frances Morgan en un interesante artículo para Electric Sheep, donde sugería que el cine de David Lynch (y, específicamente, su empleo del sonido) provenía del mismo lugar ruidoso que William Basinski, Sunn O))) y todos aquellos artistas que gustan de la vibración de las bajas frecuencias. Por otro lado, casi asusta comprobar con qué naturalidad puede derramarse un disco como Black One por encima de , el film mítico-pesadillesco de E. Elias Merhige; todo él bosque, piedra, sangre negruzca y criaturas que parecen deshechos del otro lado. Y del mismo modo que (casi) nadie se imagina escuchando Earth 2 con una sonrisa, tampoco nos podemos librar del gesto severo cuando Béla Tarr nos somete al régimen de la patata de The Turin Horse, cuyas imágenes tempestuosas pesan tanto como el más monolítico y árido de los riffs paridos por Dylan Carlson.

Hace apenas unas semanas, volví a tener la sensación de estar ante una pantalla de lentitud espectral y droneante. Sucedió mientras veía Reverberation, de Ernie Gehr, en la que un tejido sonoro urbano y maquinal envuelve las imágenes de una pareja que observa la construcción del World Trade Center. (…) el sonido es una aglomeración, es continuo, sus bordes son ásperos. Estas abundantes manchas de blanco y negro se igualan por medio de una imagen granulada y rocosa (un bajorrelieve que ni es plano ni redondeado). Se insinúa una ecuación de tono y luz por medio de constantes transformaciones. Los momentos, los movimientos se ralentizan, pesados, solemnes…”, , quien posiblemente oficializó el drone fílmico con su (el YouTube es puramente simbólico, pues visionar esta película fuera de una sala de cine, no digamos ya en la pantalla del ordenador, es antinatural). Aunque, siendo estrictos, el cine del canadiense tenga mucho más que ver con la obra de que con la escenografía de humo y túnicas con que se siguen vistiendo las manifestaciones extremas del doom.

Los ejemplos anteriores nos conducen hacia una curiosa paradoja: mientras el artwork metálico inspira  a imaginar historias truculentas; las películas de las que hemos acabado hablando parecen desplazarse a una zona progresivamente alejada de lo narrativo. ¿Significa esto que la epifanía del cine doom es solo posible en los círculos de vanguardia? ¿Se han visto privadas estas sensaciones, y sonidos, del gustoso escalofrío del cine de género? Afortunadamente, desde hace algunos años la respuesta sería un “no” rotundo. De forma puntual pero significativa, han ido apareciendo directores que mantienen una relación muy estrecha con lo doom. Uno de ellos es James Sizemore, autor de , quien pinta, esculpe y filma fantásticas criaturas entre luces rojas y azuladas, máquinas de humo y profundos guitarrazos, ahogando en látex y gore cualquier clase de desvío humorístico o irónico que entorpezca su mitología. Una seriedad encomiable, pero que está por encima de las posibilidades interpretativas del director, y de la precaria tropa de colegas que le hacen de actores. Con todo, cuando concentra el metraje a unos pocos minutos y sustituye el relato por la descripción de una acción concreta, como en el corto , su propuesta gana convicción, porque no depende más que de la apología sincera de un imaginario creepy y diabólico, efectuada por un autor que cree firmemente que la misión de las brujas, los diablos y la electricidad ominosa es dar miedo, no risa.

Las películas de Sizemore han encontrado su hábitat natural en el Festival de Sitges. Y en la última edición del certamen también se exhibió con éxito (obtuvo una presencia destacada en el palmarés) Bone Tomahawk, dirigida por S. Craig Zohler, quien debutaba en el cine tras haberse labrado cierta reputación como escritor y, significativamente, bajo el alias de Czar como batería (y cantante) en diversas bandas de metal, particularmente Realmbuilder y Charnel Valley. Bone Tomahawk no tiene escenarios sobrenaturales, sino que se desarrolla como un western progresivamente abocado al horror, pero su manera de avanzar inexorablemente hacia lo terrible sí es propia de quien ha aprendido a encabalgar sonidos ominosos. Y obviamente, si hablamos de músicos-cineastas, hay que pasar ineludiblemente por Rob Zombie y The Lords of Salem, su oda al potencial mesmerizante del rock, en la que todas las mujeres de una ciudad caían en el embrujo de un disco de doom (el vinilo como objeto esotérico, receptáculo de invocaciones y llave del más allá), y que con All Tomorrow’s Parties como banda sonora de un aquelarre contemporáneo.

Para cerrar el texto, me gustaría destacar una película, también muy reciente, que tiene su motor en la tensión existente entre la noción del metal como una descarga de energía positiva, y su declinación en algo genuinamente turbio: The Devil’s Candy, de Sean Byrne. El protagonista del film es un pintor que tiene como gran pasión los sonidos duros; una afición que ha contagiado a su hija preadolescente. Ambos visten camisetas de sus grupos preferidos, y una canción de Metallica o el gesto de hacer los cuernos con la mano les sirven de código para sellar su complicidad y cercanía.  En oposición a esto, la historia está recorrida por un sonido subterráneo, un rugido terrible que viola la mente y lleva a cometer acciones atroces, por más que algún desdichado intente taparlo con un método harto curioso: enchufando la guitarra al amplificador y liberando decibelios. Esta música del diablo no es sino un tema de Sunn O))) con Attila Csihar en las tareas vocales (concretamente,  Decay2 [Nihil’s Maw]), de una idoneidad acongojante, pese a que conversando hace poco con Stephen O’Malley, comprobé que la implicación del grupo en la película se limitó a autorizar el uso de su composición (en el momento de la entrevista, el músico ni siquiera había visto el film). Aun así, Byrne integra de forma cristalina y modélica los distintos humores del metal en la narración, convirtiendo el doom en una transmisión del abismo, que abre la puerta a lo aberrante y extiende su influencia sobre las imágenes como si fuera una plaga.

por Gerard Casau

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