¿Por qué todo lo español siempre es cutre? ¡Incluso el porno! Aarón Rodríguez Serrano reflexiona sobre lo salchichero del género para adultos hecho aquí.
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por
Aarón Rodríguez
Serrano
Cuando Georges Didi-Huberman reescribió la figura del trapero fantaseada por Walter Benjamin, tuvo buen cuidado de evitar las habituales críticas y crujidos de dientes contra el sampleo postmoderno. En sus textos sobre el tiempo y la obra, Didi-Huberman celebra el montaje, el encuentro, la reivindicación, la joya oculta. Su trapero no es únicamente una figura ideológica, sino un feliz niño que arranca jirones del arte para llevárselos a los ojos y aúlla de placer, locamente, revolcándose entre montones de documentos inconclusos, cortándose las manos con los filos de la barbarie que asoman descuidadamente o quemándose las puntas de los dedos con las cenizas que ha dejado desperdigado aquel cadáver insepulto o aquel cuerpo amado al que dejamos ardiendo en un envés de una cama de hotel barato.
La feliz coincidencia en las pantallas de ¡Ave, César! y The Forbidden Room -la primera en pantallas de distribución oficiales y la segunda mediante flagrante filtración por los submundos de la cinefilia- ha mostrado de refilón cómo el trapero de Benjamin sigue parapetado en el interior de una sala de cine. El fragmento se impone a los profetas del relato clásico que siguen preguntándose por qué nos negamos a arrodillarnos frente al Hollywood pretérito, pero también a los iluminados de la nostalgia ideológica que se inyectan revoluciones frustradas en los chutódromos del 68. Es un territorio inestable, un cine líquido a medio camino entre la dinamita, la eyaculación precoz y lo que dura una caricia en un festival de techno.
Ciertamente, ambas películas avanzan como apisonadoras por carriles diferentes de la Historia del Cine. Sin embargo, y al contrario de lo que parece haberse convertido en una postal crítica habitual, no pagan peaje en una nostalgia de bajos vuelos. Los Coen, por ejemplo, mastican y escupen con fuerza los fragmentos de la MGM, demostrando con una claridad diáfana la histeria y el ridículo que componían aquellas topografías de cuerpos deseados y deseantes. No es de extrañar que una parte de los espectadores que me acompañaron en la proyección de la cinta en un pequeño cine de provincias salieran escandalizados del pase: no es simplemente que la cinta les hurtara la comodidad de transitar la cronología hermética de la historieta gastada hollywoodiense, sino que además, les estaba insultando sotto voce. Estaba mascullando al sesgo contra los usos y costumbres de una cortina de humo narrativa que sigue funcionando como la maquinaria oxidada del mal cine en las tardes de Semana Santa, las reposiciones de las pelis de Sissí o de los western de bajo presupuesto que se emiten en packs de compra baratos en el mercadeo de las teles locales. Basten un par de ejemplos: la recreación de las célebres películas de sirenas a-lo-Esther-Williams deja ver en todo momento el gesto histérico de la Johansson, su incredulidad, su profundo desprecio hacia el mecanismo espectacular. Su embarazo no deseado es simplemente una coda, una redundancia ante lo que ya está inscrito en las imágenes iniciales: el cuerpo femenino lleno de deseo que supera con creces ese estúpido marco fantasmático en el que se quiere sumergir y controlar su feminidad.
Esta escena se duplica literalmente en el musical de marineros protagonizado por Channing Tatum. Cada plano concreto, cada gesto cómplice a cámara, cada simple marca enunciativa deja escapar la evidente homosexualidad del asunto, la orgía entre bravos muchachotes, de nuevo el cuerpo incontrolable escrito sobre la pantalla y todo ese deseo que el Hollywood clásico se encargó de maquillar o de vestir de gladiador sudoroso para refocile y triunfo subterráneo del personal. El hecho de que el actor que finge ser un homosexual reprimido sea, a su vez, un comunista latente es una de esas fintas de genialidad pura que exigiría todo un artículo completo para desarrollarla.
Esa idea del cuerpo como problema mayor de la Historia del Cine –deseo de cuerpo que es mirado, o deseo de mirar el cuerpo- nos lleva lógicamente a la lógica del fragmento. En la fiesta del “objeto A” lacaniano, es precisamente la cámara la que fragmenta el cuerpo y la que muestra ese detalle, ese chispazo rasgado que es el motor mismo de nuestro deseo –el moño de Madeleine ya citado por Žižek, pero también el hoyuelo de Clooney, la nuca de la Binoche, el gesto sabihondo de Sasha Grey-. Los Coen llegan al paroxismo deconstruyendo el cuerpo de Cristo, cuerpo evangélico y mayúsculo, cuerpo-Dios que escapa de lo visible de la cámara y que, sin embargo, comparece como pórtico de la cinta. Luego, si tomamos el texto en todo su sentido, hay dos cuerpos que se ocultan en ¡Ave, César!: el cuerpo sagrado y el cuerpo gozoso, el cuerpo que resucita y el cuerpo que desea. No es, sin embargo, blasfemia alguna: el plano cerrado del Hollywood clásico, simple y llanamente, no puede dar cuenta de todo lo que hay en juego en ambos cuerpos, así que trata de sugerirlos mediante marineros que se practican felaciones elípticas o mediante miradas salvíficas que se enuncian desde el fuera de campo. El trapero de Didi-Huberman descubre ambos fragmentos y no puede evitar destrozarse el estómago de risa al pensar en toda la cantidad de ciudadanos de bien que van a pagar la entrada para ver el remake de Ben-Hur que ha dirigido Timur Bekmambetov cuando llegue a las pantallas este año.
En contraposición, la película de Guy Maddin y Evan Johnson se obliga a sí misma a inventarse una Historia del Cine de márgenes y espacios sombríos, de vanguardias olvidadas y tiempos cinéfilos imposibles. Si los Coen muestran la estupidez del fragmento clásico, Maddin y Johnson intentan retornar a un estado todavía anterior, una suerte de pasado cinematográfico reprimido que hubiera dormitado -en una lógica paralela a la del inconsciente- a la espera de que algo hiciera emerger su carga excitante, su profunda sexualidad.
La cinta de los Coen atraviesa con la excusa del estudio cinematográfico la mezcolanza de postales envejecidas. Maddin y Johnson se valen de la oralidad, la confesión, el recuerdo, la historia soñada o incluso delirada para arrojar sus apasionantes fragmentos contra el espectador. Por momentos, la cinta parece una canción de amor paranoica que emergiera de los huecos de los manuales de Román Gubern o de Mark Cousins, una negación explícita de la clasificación poblada de hermosísimos monstruos que cometen nobles aberraciones, o de aberraciones monstruosas de hermosísima mostración. Por sus frames pasean los grandes nombres de una tradición autoral que se escribió como rechazo a las escrituras de los Grandes Estudios –Udo Kier, Geraldine Chaplin, Charlotte Rampling…- pero absorbidos por una especie de limbo temporal cinematográfico, una materialidad fílmica desquiciada, una suerte de semen-imagen oscurecido, nutrido por el moho de las filmotecas, los discursos y las instituciones oficiales de la memoria.
Para Maddin, el erotismo del cuerpo no tiene esa exquisitez prohibida, casi religiosa de los Coen. Antes bien –y es, por lo demás, un rasgo que atraviesa toda su filmografía-, se trata de un problema casi biológico, más relacionado con la enfermedad o con la suciedad que con el placer. La película está literalmente cuajada de personajes que sufren de cuerpo: enfermas con todos los huesos rotos que tienen orgasmos al ser tratadas, obsesos con partes concretas de la anatomía que se someten a extrañas prácticas quirúrgicas, hijos que roban el opio a sus madres moribundas para nutrir a extrañas amantes vampíricas… el cuerpo enfermo, el cuerpo podrido de deseo, el cuerpo en el límite mismo de la muerte o del orgasmo es encerrado por Maddin en el interior de su topografía y seccionado, cortado, aceptando involuntariamente su naturaleza incontrolable. La propia cinta se abre con lo que parece un falso documental didáctico a propósito de la higiene personal: el baño como sinónimo de un extraño sumergirse en la propia suciedad y, a partir de ahí, el cine que se despliega como una colección de psicopatologías olvidadas, latentes, listas para encarnarse en rostros terroríficos que se convierten en máscaras mortuorias inevitablemente cinematográficas –véanse las apariciones terribles del gesto de la Rampling antes de llegar a su propio fragmento-, o en geografías hermosas, deseables, carnívoras y asesinas como las de Clara Fuey.
Las dos cintas se conectan en su escritura deshilvanada, pero a su vez, dibujan dos territorios de máxima urgencia: la distribución en sala (gesto nostálgico, película controlada) frente al Torrent presuntamente ilegal (gesto inmediato, película incontrolable), y en el medio, como un signo de interrogación, el futuro mismo de lo cinematográfico. Es, en cualquier caso, una pregunta que seguirá apuntando al cuerpo, a la narrativa, y al tiempo. Lo que Didi-Huberman se olvidó de escribir es que el trapero de Benjamin no solo es capaz de reírse o de sorprenderse ante los desgarros de tiempo que colecciona. También puede excitarse ante ellos, o quizá enamorarse, o quizá sacar a bailar con gesto de amor cupable (Coen) o de deseo brutal (Maddin) a los fantasmas desnudos de su propio pasado.