Víctor Navarro Remesal ha descubierto a Peeqo, el robot que te responde cualquier cosa generando un GIF. Y está encantado con su nuevo amigo.
Glitches en Matrix,
o por qué no nos fiamos
de la realidad
Ilustración por
Irkus
Sabemos que todo tiene explicación científica y que las casualidades se entienden por la ley de los grandes números, pero admite que tú también flipaste con la foto de una persona duplicada en la misma calle, de un coche con otro medio idéntico detrás o del estampado de una camiseta repetido en el asiento de la que la lleva. La idea está tan extendida que se ha convertido en un meme: “a glitch in the Matrix”. Ponlo en Google y te saldrán decenas de listas en o el . Este juego, esta obsesión mundana y ligera, nos dice mucho sobre nuestra fijación con la cultura popular, la vigencia de algunos referentes (¡una peli con 16 años!), el alfabetismo digital y el gusto por la anécdota. Pero también esconde (ahí va mi hipótesis) una inquietud mayor: la de que el mundo es mentira, un escenario de cartón piedra del que, si miramos rápido por el rabillo del ojo, descubriremos la tramoya.
Es la misma sensación inefable que nos provocan los deja vù o esos sueños con premoniciones mínimas que se acaban cumpliendo (una vez anticipé que se hacia un remake de Posesión Infernal; supera eso, Oráculo de Delfos). El mundo, por un momento, deja de funcionar y los errores que antes tomaban formas sobrenaturales ahora imitan el lenguaje de la informática y la imagen sintética: muros invisibles, objetos repetidos, clipping, texturas mal cargadas… Así son nuestras historias de fantasmas actuales. Vemos Cosmos, leemos blogs de escépticos y nos choteamos de Cuarto Milenio, pero a la vez intuimos que hay algo que no encaja en el puzle de lo real.
Esta sospecha no se puede silenciar. La filosofía le ha dado vueltas desde sus orígenes con la caverna de Platón, el demonio liante de Descartes, el problema de las otras mentes de Russell o el cerebro en un frasco de Putnam: todos vienen a decir que conocer la realidad sin que medie nuestra percepción es imposible; y que vete a saber qué hay en verdad al otro lado de nuestros sentidos. Podríamos estar viviendo en un mal videojuego y no enterarnos. La epistemología es una putada.
La cultura pop, que es pariente muy lejana, pero molona de la filosofía, ha reflejado esta congoja de maneras más o menos claras. Y no, Matrix no es el mejor exponente, ni tiene los mejores glitches. Es bien sabido que la obra de los Wachowski recogió el testigo de otros textos sobre lo artificial como, por ejemplo, Los invisibles o Dark City. En el primero, un excelente y loquísimo cómic de Grant Morrison, nuestro universo es un holograma fruto del choque de otros dos y sólo algunos personajes pueden ver la realidad y saltar entre planos. En , de Alex Proyas, el mundo se reconfigura cada noche para experimentar con sus sujetos, como un gigantesco laboratorio gestionado por unos Otros, unos Ellos, a la vez demiurgos y tramoyistas, que diseñan la puesta en escena de nuestras vidas.
Tanto en Matrix como en Los invisibles y Dark City (y su prima hermana, El show de Truman) es central la cuestión del despertar como objetivo último. Nuestra realidad es un constructo, pero bajo ella hay una verdad a la que debemos aspirar para ser libres: la realidad-ficción contra la realidad-real. En esto, sus discursos se acercan a la conspiranoia que dominó los noventa: siempre hay un manipulador en las sombras, una mano maestra, alguien que mueve los hilos. El Poder persigue confundirnos con lo que Baudrillard llamaba “simulación”, una copia que se hace pasar por el original. El despertar, pues, no es tanto metafísico como político: la realidad sigue ahí, al otro lado de la impostura, y los glitches en Matrix revelan el engaño. Find the glitch, fight the system.
Aunque estas propuestas apuntan a un malestar muy moderno (vivimos en la era de la desconfianza), su dependencia de un gran villano me parece simplista. Vayamos más allá. Podemos bajar un peldaño e ir a virtualidades sin final boss como Abre los ojos o eXistenZ, en las que nos metemos por voluntad propia aunque no lo sepamos, o incluso a mundos digitales que se imbrican en el nuestro y lo expanden, como los de o . En todos estos herederos del cyberpunk literario, el despertar es en la dirección inversa: ya no se trata de recuperar la realidad-real sino de conectar nuestras mentes a una red digital gracias a la que transcendemos y alcanzamos una suerte de iluminación post-humana. Lo virtual ya no es realidad-ficción sino realidad-elevada. El glitch es ahora la marca de las HoloLens, la señal de los cyborgs sociales de Black Mirror. No te resistas. Embrace the glitch.
Pero aún podemos ir más allá. Si seguimos viajando a la raíz de nuestro recelo, de por qué queremos cazar glitches en la parada del bus, encontraremos al autor que mejor exploró las deformaciones de la realidad: Philip Kindred Dick, escritor, filósofo, esquizofrénico, paranoico, drogadicto, genio, posible contactado por extraterrestres. En historias fundacionales como Podemos recordarlo por usted al por mayor, El hombre en el castillo o la inabarcable Ubik, K. Dick ponía a prueba la realidad desde la tecnología, la mística, la enfermedad mental, las drogas, lo metafísico, lo onírico o lo cuántico. No nos podemos fiar de nuestros recuerdos, saber si la realidad es una simulación informática o siquiera asegurar que seguimos vivos. “Me gusta construir universos que se destruyan”, escribía en su ensayo Cómo construir un universo que no se derrumbe dos días después. Y luego añadía: “Nada es real”.
A fin de cuentas, mientras más avanza la ciencia moderna más extraño e inestable nos parece todo. Si en el mundo cuántico las cosas pueden existir y no existir, estar aquí y allá a la vez, a ver por qué no puede haber un gato duplicado mirándose a sí mismo. La ciencia extraña (de la que ya nos avisaba Lovecraft) ha dado lugar a uno de los conceptos más bellos y poéticos de nuestros tiempos: el tejido de la realidad. El glitch nos descubre que la realidad no es sólida sino un tejido frágil, que se pliega y se perfora, que falla y provoca que todos los pasajeros de nuestro vagón sean el mismo o todos los gatos se muevan al unísono.
Como si quisiera contestar a Leibniz (“¿Por qué hay algo en lugar de nada?”), K. Dick se preguntaba “¿qué es real?”, y admitía: “podréis ver que no he sido capaz de responder”. Para Dick, los glitches no revelan un engaño o una posibilidad de trascendencia, sino algo más inquietante: un enigma irresoluble. Lo único seguro es que están ahí. El glitch es, ahora sí, metafísico, casi zen. El glitch es un kôan.
Por este camino, y volviendo a Baudrillard, vemos que el tejido de la realidad no es simulación sino simulacro; no algo que esconde la verdad sino una verdad que esconde que no hay ninguna debajo. Es muy posible que detrás del glitch no haya nada, o peor, que sólo haya realidad-nada. Encontrar un glitch es admitir el Vacío. Celebrémoslo pues, no para liberarnos ni para elevarnos, sino para aceptar que la vida es sueño y los sueños, sueños son. Y al menos de vez en cuando se cuelgan y nos revelan los secretos del espacio-tiempo duplicando gatos despanzurrados en el pasillo, y, oye, nos echamos unas risas.