¡Que viene Obama! ¿Llegará en monopatín como en este GIF? Él es el presidente molón. Begoña Gómez Urzaiz cree que incluso es demasiado cool.
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Begoña Gómez Urzaiz
Sabes que una expresión ha venido para quedarse cuando la utilizan en la misma semana Carlos Sobera y Pedro Sánchez. Hace ya unos meses, antes de las segundas elecciones, el presentador vasco anunció su nueva aventura televisiva, First Dates, apuntando que, con este proyecto “se salía de su zona de confort”. A la vez, el ya desfenestrado secretario general del PSOE, alguien muy propenso a adoptar modas léxicas como quien se compra unas New Balance para los domingos -seguro que hace diez años empezó a decir “está en nuestro ADN”- le pedía a Pablo Iglesias que, por favor y por Gramsci, saliera “de su zona de confort” y aceptara formar un gobierno a tres con Ciudadanos –poco sospechaba con qué pocas contemplaciones le expulsarían a él de su zona de confort, si es que puede llamar así a la Ejecutiva socialista–. Ninguno de los dos ha sido adoptador temprano de este capricho léxico. El primero en llevarlo a los titulares, fuera de las secciones de coaching que velan por nosotros desde los suplementos dominicales, fue Jose Mourinho, que ya en 2013 azuzó su guerra contra Iker Casillas diciendo así muy melifluo él que lo que pretendía era sacar a los porteros del Real Madrid de su zona de confort.
La expresión ha echado raíces y se ha acomodado en el vocabulario mediático pero también en la vida cotidiana. Hagan la prueba, planteen en su entorno familiar y de amistades una duda del tipo “no sé si aceptar este nuevo trabajo que implica alterar significativamente mi vida” o “mi pareja me pide que vayamos a vivir juntos pero no lo tengo claro” y recogerán por doquier: “lánzate, sal de tu zona de confort”.
Aunque hay varias teorías sobre su origen, parece que la idea proviene del abanico de temperaturas en las que el ser humano se siente a gusto, entre los 20 y los 24 grados. En 1991 ya se publicó un libro de gestión empresarial titulado Danger in the Comfort Zone en el que la autora, Judith M. Bardwick, trasladaba la expresión al terreno de la autoayuda y definía la “zona de confort” como “el estado de comportamiento en el que una persona opera en un nivel neutral de ansiedad”, citando un famoso experimento con ratones que probó que los bichos rinden mejor bajo cierto estrés, pero no demasiado, lo que se conoce como ‘ansiedad óptima’, un oxímoron que podría ser el título de un . Aun así, le debemos su actual ubicuidad a otra investigadora, la socióloga Brené Brown, de la Universidad de Houston, que en su libro The Gifts of Imperfection hablaba de la zona de confort como ese lugar vital en el que “la incertidumbre, la escasez y la vulnerabilidad son mínimos, es decir, donde creemos que hay suficiente espacio para el amor, la comida, el tiempo o la admiración”.
Amor. Comida. Tiempo. Admiración. La verdad, suena a planazo. Se parece bastante a lo que buscaban los trabajadores que lucharon por el derecho a los obreros a tener un fin de semana, a las aspiraciones de la socialdemocracia clásica, en definitiva. Por algo le llaman confort, qué demonios, una palabra que en español tiene un agradable regusto setentero que remite a mantas, a plantillas ortopédicas y a una habitación bien climatizada. A mí, concretamente, me remite a Comercial Confort, la tienda de electrodomésticos de mi ciudad, Tarragona, donde uno podía encontrar desde una sandwichera a una tele de tubo. Al inicio de la crisis tuvo que reconvertirse en un Miró y acabó cerrando, víctima colateral de la crisis del ladrillo.
“Sal de tu zona de confort” es el nuevo “emprende”, el último “sal y arriesga”, el primo hermano del #ilovemyjob, la versión suavizada y convenientemente actualizada del “quien no triunfa es porque no se esfuerza”. Es, en definitiva, el grito neoliberal definitivo, la respuesta a un problema del último eslabón del primer mundo. Nadie que se ve obligado, por ejemplo, a exiliarse, piensa: “oye, pues no hay mal que por bien no venga, así salgo de mi zona de confort”.
En un contexto laboral tiene todo el sentido que la expresión y la idea misma hayan hecho fortuna porque entroncan con la idea de que al trabajo no vamos a ganar un jornal y/o a contribuir al bien común sino a realizarnos, y no solo por una cuestión de hedonismo sino por cierta moderna autodisciplina. Hoy está bien visto aceptar un puesto no porque pague bien o porque ofrezca cotización sino porque sirve para aprender. El concepto denota un desprecio bastante olímpico por los conceptos de oficio y especialización. Difícilmente puede salir de su zona de confort (sin patinar) un artesano que pasa décadas perfeccionando una labor concreta o un investigador que durante años estrecha el círculo en torno a su objetivo final. Si este de golpe se cansa y sale de su maldita zona de confort, porque, no sé, escucha a alguien en un programa de radio diciéndole que se está acomodando demasiado en su laboratorio, que ya no se estimula como antes, sucederían tres cosas igualmente catastróficas: se echarían a perder las ingentes horas de trabajo que había invertido, el objetivo final quedaría sin lograr o tardaría mucho más en alcanzarse y además el investigador, impelido por la sociedad a hacer algo nuevo, excitante, y arriesgado, probablemente malgastaría su talento haciendo algo para lo que está menos dotado.
Si nos trasladamos a un terreno emocional o familiar, la cosa se pone más resbaladiza pero para todos aquellos que mediten salir de su zona de confort, tenemos dos palabras: Anna Karenina.