Los Scopitones eran los jukebox de videoclips antes de que existiera el videoclip. Felipe Cabrerizo repasa los prodigios de este fenómeno en Francia.
En aquel momento
por
Pipo Virgós.
Capítulo 2,
Buscando piso.
Desde que salí de Oviedo he vivido en once pisos. Ocho en Barcelona, dos en Madrid y uno en Londres. Y siempre cuento que cuando fui a meter mis maletas en el primero descubrí que mi habitación no tenía puerta. Tenía un hueco por el que entrar y salir, pero no tenía nada con que cerrarlo. Fue una manera bastante brusca de perder la virginidad en cuanto a confort se refiere. Y desde entonces siempre cuento el número de marcos y puertas de los pisos que visito para después vigilar celosamente que las cifras de unos y otros coincidan. Esta pequeña manía siempre le pareció una extravagancia a Milona, mi novia desde hace cuatro pisos. Hasta que llegamos a Londres.
Ya antes de mudarnos calculamos que, si queríamos estar cerca del centro, con nuestros ingresos no podríamos pagarnos un piso del tamaño del que teníamos en Barcelona. Y tras un breve rastreo del mercado por Internet decidimos reducir nuestras posesiones a lo que pudiera caber en cuarenta metros cuadrados. También barruntamos que si el camión de la mudanza internacional tardaría al menos tres semanas en llegar a Londres, eso nos daría tiempo a despedirlo en Barcelona, coger un vuelo, encontrar piso, aparcar las cajas y, con un poco de suerte, hacer una semana de vacaciones. Por lo que podríamos devolver las llaves del antiguo piso nada más despedirnos del camión y ahorrarnos un mes de alquiler que nos vendría de perlas para la economía que nos esperaba.
Para acelerar el proceso y asegurar un poco más el tiro habíamos hecho algunas pesquisas sobre cómo abrir una cuenta corriente en Inglaterra y habíamos descubierto que Barclays ofrecía una cuenta de bienvenida a los expatriados. Bastaba con dedicar tres cuartos de hora a rellenar un extenso formulario con todo tipo de información relativa a nuestra situación laboral y nuestra genealogía hasta los tiempos del rey Pelayo, escanear y enviar nuestros pasaportes, y concertar una cita en cualquiera de sus oficinas para, nada más llegar, poder recoger nuestras tarjetas. Habíamos alquilado un pequeño estudio en Bethnal Green para pasar “esos primeros días”, por lo que elegimos la oficina más cercana, que era la de Whitechapel, aunque por sus empleados y toda su clientela podríamos haber estado perfectamente en Mangalore.
Está claro que nos guiaba el mismo optimismo que empujó al general Custer a cargar a toque de corneta con sus seiscientos hombres contra los nueve mil indios de Caballo Loco en Little Bighorn. Y la misma capacidad estratégica. Está claro ahora, pero en aquel momento parecía una buena idea.
Y, efectivamente, la ilusión duró exactamente los tres minutos que tardó la empleada del banco en decirnos que había un fallo informático y que ese día no se podían tramitar nuevas cuentas. “Bueno, podemos volver mañana”, dijimos nosotros . Pero la mujer, al ver que éramos nuevos en esto de la inmigración y no captábamos la indirecta, se vio obligada a proseguir, informándonos de que, aunque el sistema informático funcionara perfectamente, sería imposible abrirnos una cuenta si no teníamos una “proof of address” . Es decir, si no teníamos un recibo de luz, agua o teléfono a nuestro nombre remitido a una dirección del Reino Unido.
De poco sirvió que le explicáramos que acabábamos de llegar hacía dos días y que habíamos rellenado un inmenso formulario para no residentes que no decía nada de ninguna “proof of address”. Y tampoco sirvió de nada que llegáramos con trabajo, que fueran unos ingresos más o menos decentes ni que fuéramos ciudadanos de la Unión Europea. También tratamos de puntualizarle la obviedad de que para alquilar un piso, y poder cosechar sus debidos recibos, antes necesitábamos una cuenta para pagarlo. Nada, aquello no iba con ella. Nos invitó a irnos y no volver hasta que tuviéramos la dichosa “proof of address” y, por si acaso, remató: “Hace tres meses todavía abríamos cuentas a griegos, italianos y españoles, pero ya no” . Marca España lo llaman.
En aquel momento, y por primera vez en mi vida, me puse en la piel de aquellos que cruzan el océano para empezar de cero en lugares donde no los quieren, no los entienden y no lo s quieren entender. No quiero decir que antes no me importaran pero, aunque mi situación fuera realmente mucho más acomodada, la sensación de indefensión que producen el rechazo y la incomprensión es algo difícil de explicar y asimilar. Esto me hizo dar cuenta del valor del paso que habíamos dado, de lo importante que es salir de nuestra zona de confort y tomar riesgos y perspectiva, de enfrentarnos a desafíos. Los nuevos escenarios nos obligan a rebuscar en nuestro interior las soluciones que nadie te ofrece y terminan en el tópico cierto: lo que no te mata, te hace más fuerte.
Tras esa epifanía barata consideré la experiencia (no tan barata) por amortizada y le propuse a Milona volvernos a Barcelona ese mismo día. Con un poco de suerte el camión aú n no habría abandonado la ciudad condal. Pero la moción no prosperó.
Y eso que aquello fue solo la puerta de entrada al complejo, burocrático y sobresaturado sistema bancario inglés. Donde, por lo visto, no necesitan más dinero y un español es, por definición, un vago sin formación ni ganas de trabajar que, de alguna forma, encontrará la manera de estafar dinero a los bancos y a la sociedad en general. Como si todos fuéramos como nuestros gobiernos.
Angustiados, terminamos pidiendo auxilio a mi agencia en Londres para que nos ayudaran a abrirnos una cuenta. Winky, que en sus horas de oficina es la persona al cargo de los movimientos de personal en Europa y Oriente Medio y que en su tiempo libre imagino que se dedica a salvar planetas en estrellas lejanas, nos ofreció intermediar con HSBC, banco de la agencia y a la vez cliente. Aplaudimos con las orejas. Envió un e mail a Vik, uno agente amigo suyo , concertándonos una cita, preparó una carta de credenciales con toda la información sobre mi contrato, la llenó de firmas y sellos y me la entregó en mano con un escueto “suerte” . Madre mía, ¡suerte! Cuá nta razón llevaba. De la primera reunión con HSBC me llevé una caja de caramelos de fresa y coco. De la segunda, un lápiz. De la tercera me llevé, por fin, un número de cuenta. Las tarjetas, dijeron, so lo podían enviármelas a casa y al cabo de unos días, así que tuvimos que ingeniárnoslas para saquear el buzón de nuestro apartamento de Airbnb (lo siento, Andrew). Inexplicablemente so lo estaban las mías, las de Milona las habían enviado a la oficina, esa oficina a la que no podían enviar las tarjetas. Creo recordar que lloré de la emoción, a pesar de que habíamos consumido diez de los veintiún días que teníamos so lo en abrir una cuenta, y los pisos que habíamos visto hasta el momento so lo podían considerarse habitables si te llamas Gregor Samsa y has tenido una mala noche.
Y es que, según cuentan los emigrados más expertos y los blogs especializados en el tema, el mercado inmobiliario londinense vive en una permanente burbuja desde que Boudica y los icenos brasearan las legiones romanas instaladas en la zona y allanaran el solar. Hay que ir con el dinero en efectivo a las visitas para reservar los pisos en el acto, y lo normal es entrar en una puja en vivo con el resto de personas aspirantes a la ratonera. Una puja que solo puedes perder, porque en Londres siempre habrá alguien más desesperado que tú o alguien con más dinero que tú. Y normalmente las dos cosas a la vez. Y yo me pregunto: ¿q ué necesidad tienen entonces los agentes inmobiliarios de llamarte a todas horas, convencerte de que jamás encontrarás piso si no es con ellos, ofrecerte cuchitriles infumables a un precio que saben que jamás podrás pagar y hacerte ir a verlos hasta la otra punta de Londres para, en la mitad de los casos, informarte al llegar de que alguien ya lo ha reservado antes? La única respuesta posible es e sta: lo hacen por placer. Eres su juguete sexual.
En aquellas breves visitas también me gustaba imaginar que los agentes inmobiliarios se encuentran en un impasse profesional previo al salto definitivo a la política. Si eres capaz de contener los tics mientras enumeras las bondades de un piso de treinta y seis metros cuadrados divididos en tres plantas enmoquetadas hasta el techo (dos de ellas por debajo del nivel del suelo) con un desnivel medio del 45%, puedes perfectamente afirmar mirando a los ojos de la humanidad que hay armas de destrucción masiva escondidas en Disneyland París y salir de ahí silbando con las manos en los bolsillos.
Con todo esto consumimos el tiempo previsto para la mudanza, con lo que tuvimos que buscar un acelerador: subir el presupuesto. Sea cual sea tu presupuesto cuando vayas a buscar piso en Londres, mi consejo es que lo aumentes un 20% antes de empezar. Y ya tendrás ocasión de seguir subiéndolo. Pero aú n más importante es que, sean cuales sean tus expectativas, rebájalas al menos en un 50%. En nuestro caso, decidimos recuperar el grito de guerra que lanzaban mis amigos antes de entrar en el último bar de Oviedo en busca de mujeres: “A veces es mejor enterrar el listón para no tropezar con él” .
Pero, eso sí, al menos tiene puertas