Más legado audiovisual de Obama, en este caso en la televisión. Begoña Gómez Urzaiz contempla las series que preceden la era Trump en TV.
Suele pasar. Dos películas paralelas que cubren un mismo tema. Ahí están el Steve Jobs de Ashton Kutcher y el de Michael Fassbender, la Blancanieves de Julia Roberts y la de Kristen Stewart. Con los documentales también ocurre. En este momento, hay en camino no una sino dos piezas sobre Pink Floyd, y otras tantas sobre Delia Derbyshire. Recientemente, también hemos podido ver un par de películas casi simultáneas sobre Nina Simone, , que se emitió en el festival In-Edit, y , que se produjo y está colgado en Netflix. Aunque la protagonista (y menuda protagonista) lo eclipsa todo, en los dos filmes se cuela una figura de refilón enormemente intrigante que pide a gritos su propio documental: Lorraine Hansberry, dramaturga y activista, amiga de Simone e inspiración del tema . Simone grabó la canción, que se convirtió en un himno de la lucha por los derechos civiles, en 1969, cuatro años después de que Hansberry muriese de cáncer de páncreas a la edad de treinta y cuatro.
No es correcto decir que Hansberry sea una gran desconocida. En realidad, en Estados Unidos forma parte del currículum escolar por su obra A Raisin in the Sun, pero su historia no se suele contar entera. Esa pieza teatral la convirtió, a los veitinueve años, en la primera mujer negra que firmaba una obra de Broadway. Aborda las tensiones raciales en los años de la segregación y está basada en parte en la experiencia de su propia familia. En A Raisin in the Sun, la familia afroamericana Younger planea trasladarse a un vecindario blanco. No, inicialmente, como un gesto de activismo sino porque la casa es más barata. Los Hansberry vivieron una historia similar. El padre de Lorraine, Carl Augustus Hansberry, un prominente constructor y miembro activo del partido Republicano –sí, Republicano– compró una casa en una zona blanca dentro del South Side de Chicago, lo que indignó a sus vecinos. El empresario y activista tuvo que llegar hasta el tribunal Supremo para defender su derecho a vivir con su mujer y sus cuatro hijos donde le diera la gana, algo que marcó la infancia de Lorraine, que recordaba así el episodio: “la lucha requería que mi familia debía ocupar una propiedad disputada en un barrio blanco infernalmente hostil, lo que implicaba muchedumbres aullantes alrededor de nuestra casa. Mis recuerdos de esta manera “correcta” de luchar contra la supremacía blanca incluyen ser escupida, insultada y vapuleada en mi camino diario al colegio. También tengo presente a mi madre, desesperada y valiente, apatrullando nuestra casa con una pistola German Luger cargada, salvaguardando a sus cuatro hijos mientras mi padre llevaba la parte respetable de la lucha en un tribunal de Washington”. El destacado irónico de la palabra “correcta”, Hansberry transparenta la tensión que habita en sus escritos políticos y en sus obras, entre la obediencia y la desobediencia en la lucha por los derechos civiles, entre, por resumir, hacerlo a la manera de Martin Luther King o a la de Malcolm X. Los dos, por cierto, fueron amigos y admiradores suyos y quisieron estar en su funeral, que fue un acto trágico y catártico para toda la élite política afroamericana. Luther King no pudo acudir pero envió una nota que se leyó a los asistentes.
Para entonces, Lorraine ya se había separado de su marido Robert Nemiroff, un compositor y activista al que conoció en una manifestación en 1953 y que se ocupó de mantener su legado hasta su muerte en 1991. El suyo fue un matrimonio peculiar por muchas razones, no solo porque ella era negra –una negra con responsabilidades de linaje: se crió entre los intelectuales afroamericanos más prominentes y era amiga de James Baldwin y Sidney Poitier, que protagonizó el primer montaje de su obra– y él blanco y judío, sino también porque él era heterosexual y ella lesbiana.
Aunque Hansberry no vivió 100% dentro del armario, no se supo públicamente de su condición sexual hasta finales de los setenta, cuando una académica reveló que había formado parte de Daughters of Bilitis, una pionera organización de lesbianas, y salieron a la luz las cartas al director que escribió a dos revistas casi clandestinas de la comunidad gay. Una de ellas, The Ladder, que funcionaba solo por suscripción –probablemente porque pocos establecimientos se hubiesen atrevido a venderla, y aun menos mujeres a ir a comprarla– publicó un escrito que Hansberry firmó con sus iniciales en la que se identificaba como “una lesbiana casada heterosexualmente” y en el que equiparaba machismo y homofobia: “la persecución homosexual y su condena tiene su raíz no sólo en la ignorancia, sino también en un dogma activamente antifeminista”, decía. Las cartas se expusieron hace un año en la muestra Twice Militant, dedicada a Hansberry, que tuvo lugar en el Brooklyn Museum.
Allí se pudieron ver también los diarios que escribía en forma de resúmenes anuales y que titulaba “yo en notas”. Cuando tenía veintiocho años escribió bajo el epígrafe “me gusta”: “los ojos, la voz, las piernas y la música de Eartha Kitt”. Y en cosas que “me aburren”: “A Raisin in the Sun, la soledad, la mayoría de mis experiencias sexuales, yo misma”. A los veintinueve, apuntó “mi homosexualidad” en la lista de “cosas que amo” y también en la lista de “cosas que odio”. Y a los treinta y dos, en “me gusta”: “el 69 cuando funciona de verdad” y “el interior de la boca de una mujer preciosa”.
Ninguno de los dos documentales sobre Nina Simone acaba de dar a Hansberry el crédito que le corresponde en la tarea de politizar a la cantante, que en sus inicios deseaba ser, ante todo, pianista clásica y que empezó su carrera en el multirracial tirando a blanco Greenwich Village y no en Harlem. Simone tuvo una de sus noches más estelares cuando tocó en el Carnegie Hall el 12 de abril del 63. Esa misma noche, sin embargo, arrestaron a Martin Luther King y otros activistas en Birmingham, Alabama. Al fin del recital, Hansberry llamó a su amiga y no precisamente para felicitarla, sino para afearle que no hubiera denunciado los hechos. A partir de ahí, Simone se implicaría mucho más a fondo en la lucha por los derechos civiles –de la que los músicos de la Motown, obsesionados por llegar al público blanco, se mantenían bastante apartados– y escribiría canciones como o la propia To Be Young, Gifted and Black. En sus memorias, Nina escribió sobre su amiga Lorraine: “nunca hablábamos de hombres o de ropa, siempre de Marx, Lenin y la Revolución. Cosas de chicas”.