Ojos que
te acechan.

por
Sergi Sánchez

Mirar a cámara ya no es lo que era. Cuando, en 1903, Edwin S. Porter decidió filmar a un bandido disparando frontalmente al público en Asalto y robo al tren, provocando el terror entre los asistentes, estaba rompiendo ese contrato que colgó el cartel de “no trespassing” en el muro de la pantalla de cine. Es significativo que, en su época, los exhibidores pudieran decidir si colocar ese plano al principio o al final de la película, y la mayoría lo hiciera al final, intuyendo su condición de clausura definitiva que, sin embargo, funcionaba como recordatorio de la violencia del relato, no como un “the end” convencional. 112 años después, ese impacto llega no con una mirada sino con una eyaculación: en Love, película-escándalo en 3D por lo demás más pacata de lo que quiere aparentar, un pene erecto se corre en nuestra cara, mirándonos con su ojo ciego para estallar en un cum shot en toda regla. Me atrevería a decir que es el único momento del film en que Gaspar Noé se atreve a explotar el aspecto más efectista de la tecnología, y es el que mejor remite al cine de los orígenes.

Eso podría llevarnos a pensar que el impacto de la mirada a cámara, no importa si con símbolos fálicos o miembros viriles de por medio, apenas ha cambiado en más de un siglo. Craso error. Hagamos un poco de memoria. Cuando, a instancias de Harriet Andersson, Ingmar Bergman le permitió que, sin comerlo ni beberlo, nos mirara largamente en una escena de Un verano con Mónica, estaba abriendo la caja de Pandora de la modernidad. No era tanto que la actriz fuera consciente del dispositivo de registro sino de que la película sabía que podía entablar una conversación con el espectador a partir de una interrupción, de la apertura de una grieta en el discurso. De repente, un relato amoroso se volvía misterioso. Era el disparo de Edwin S. Porter en clave nórdica, cincuenta años después de que esa mirada fuera prohibida tácitamente por la transparencia del cine clásico.

Por aquel entonces, en el Occidente de los cincuenta, nadie sabía que Ozu había patentado la mirada a cámara integrando al espectador en sus cotidianas escenas de diálogo y vulnerando los obligados escorzos del cine clásico. Ozu, sin saberlo, había inventado el Skype. Mientras tanto, la Nouvelle Vague nos hacía partícipes de sus lúdicas subversiones cuando Anna Karina levantaba los ojos sentada en un café y nos observaba con descaro o Jean Seberg se repasaba los labios pidiendo silencio o besándonos con los párpados, quién sabe. Godard, gran admirador de Un verano con Mónica, ampliaba el campo de batalla de la mirada fundacional de Harriet Andersson abriendo no uno sino múltiples paréntesis en el relato, sugiriéndonos que la vida se desplegaba en toda su autenticidad en esos momentos de suspensión, en ese ‘entre imágenes’ que iba a convertirse en una de sus marcas de fábrica. A su lado, François Truffaut exploraba otro tipo de mirada a cámara en Los 400 golpes: la clausura abierta, la interrogación. Cuando Antoine Doinel corre a mojarse los pies, por primera vez delante del océano, se gira, nos mira y el tiempo se expande y se congela. ¿Qué será de su vida? ¿Qué le pasa por su cabeza? ¿Ser consciente de que lo estamos mirando le proyecta en el futuro, le hace confiar en él? ¿Pide compasión o ternura? No hay el distanciamiento brechtiano que hay en Bergman o en Godard  (y que, por ejemplo, Haneke o Tarantino llevarán al extremo en Funny Games y Death Proof, cuando los guiños de sus personajes criminales nos hagan cómplices de las atrocidades que cometen); es casi un síntoma de agradecimiento furtivo, como esas miradas a cámara que los fotógrafos captan en sus instantáneas urbanas. Como la sonrisa de Melora Walters en Magnolia.

Pero ¿qué significa la mirada a cámara en el siglo XXI? Después de todo, es un motivo visual que ha sido integrado en el lenguaje del cine de tal manera que ha perdido parte de su fuerza expresiva. Con la tan publicitada democratización de las cámaras digitales y la proliferación del cine autobiográfico, la mirada a cámara se ha transfigurado por completo. Cuando alguien se graba a sí mismo para indagar en su identidad, está lejos de entablar un diálogo con el espectador, no le interesa tanto interrogarle como interrogarse  Si podemos vernos en el visor de la cámara mientras ésta registra nuestra imagen, lo que hacemos es mirar nuestro reflejo (Zulueta no iba tan desencaminado en Arrebato). Hemos convertido en espejos lo que antes eran proyecciones, preguntas, llamadas de atención. ¿Qué es, en definitiva, un selfie, sino un espejo vacío, sin fondo, un abismo incomunicado? Ahora la mirada a cámara carece de volumen, de profundidad. Por eso cineastas como Martin Scorsese (en La invención de Hugo) o Wim Wenders (en Todo saldrá bien) investigan en los efectos del 3D sobre el primer plano del rostro, olvidando que, en los albores del digital, el angustioso monólogo de Heather Donohue en El proyecto de la bruja de Blair, palpitante y fragmentado, conseguía ese volumen estético y dramático con una simple cámara doméstica.

Pocos cineastas están dispuestos a restituir el código de honor de esos ojos que nos miran mientras les miramos. En general, las películas que incorporan a su gramática las multipantallas de las nuevas tecnologías –pienso en Open Windows o Eliminado, no tanto en 10000 km– son películas sobre un rostro aplastado y apaisado, que lucha por abrirse camino en un encuadre sobrecargado de estímulos. El rostro que nos mira es una pantalla más. La mirada a cámara contemporánea debería abrir un camino que es fundamental para entender el cine de hoy, y que prolongaría el discurso abierto por la modernidad. ¿Qué papel ocupa el cuerpo del espectador cuando hay unos ojos que le observan desde la pantalla? ¿Cómo reacciona ante un medio que le exige una respuesta y a la vez se la impide, al contrario que hacen los new media? Un cineasta tan poco proclive a las sutilezas como Gaspar Noé responde eyaculándonos en la cara. Otro como Abbas Kiarostami, en Shirin, dedica todo un largometraje a la experiencia, la percepción, la belleza de ser espectador. Difícil establecer un diagnóstico, pero está claro que la pelota está en nuestro tejado.

Ojos que te acechan – O Productora Audiovisual
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El seminal plano de Edwin S. Porter después mil veces homenajeado, como en la imagen final de Uno de los nuestros de Martin Scorsese.

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Harriet Andersson tomándose licencias con el espectador hasta entonces prohibidas por el clasicismo.

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El particular sentido del raccord de Yasujiro Ozu ya integraba con naturalidad la mirada a cámara años antes que en el cine occidental.

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Paréntesis en el relato: Jean Seberg coquetea con la cámara en Al final de la escapada.

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El plano congelado interrogador que nos pregunta cuánto hay en nosotros de Antoine Doinel.

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Complicidad brechtiana: miradas que nos obligan a cometer delito de cohecho.

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La sonrisa de Melora Walters como agradecimiento furtivo.

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El abismo de la imagen-espejo intuido por Iván Zulueta años antes de los selfies.

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El terror es Heather Donohue grabándose un monólogo a sí misma en medio del bosque.

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Los rostros encajonados, aplastados y apaisados de la era Skype.

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Shirin o ¿cuál ha de ser nuestro papel cuando hay unos ojos que nos observan desde la pantalla?

Sergi Sánchez