Que no te engañen. Cuando alguien hace demasiados aspavientos para venderte algo, es que ese algo no merece ser comprado. Alexandre Serrano informa a partir de un GIF.
EL SIGNO DE LA NACIÓN:
LA TIPOGRAFÍA COMO
SÍMBOLO
Por Alexandre Serrano
Qatar consiste esencialmente en 11.000 km2 de tierras áridas, pedregosas y desiertas. Se diría también que yermas si no contuvieran reservas fabulosas de gas y petróleo. Así, antes de que su explotación revirtiera en rascacielos de relumbrón y mundiales de fútbol, el país estaba poblado por tribus beduinas y pescadores de perlas sin ningún atributo lingüístico, cultural o religioso que los diferenciara de sus vecinos árabes. También abundaron por sus costas los piratas y los traficantes de esclavos. A decir verdad, no eran mimbres muy sólidos con los que construir una identidad nacional.
Tal vez por eso, cuando en los albores del siglo XXI Qatar quiso reafirmar su carácter autónomo y distintivo, no acudió a folklores ancestrales únicos, epopeyas históricas o singularidades idiomáticas. Hizo algo propio de un estado que funciona a muchos efectos como una gran corporación: comisionó al diseñador Tarek Atrissi la creación de una nueva imagen tipográfica que condensará los rasgos con que los cataríes se querían presentar a sí mismos.
La idea de un branding nacional parece la perversión de un mundo moderno en el que los países son un producto más que etiquetar y posicionar. Pero en realidad había precedentes ilustres. A fin de cuentas, toda identidad colectiva implica un proceso de abstracción y cifrado simbólico. Y la tipografía es un medio óptimo porque permite transferir con mucha concreción todo tipo de alusiones a un pasado común y más o menos mítico, delimitar territorios, insertarse en múltiples manifestaciones cotidianas y expresar mediante su uso la adhesión a un proyecto colectivo. No extraña que fueran naciones oprimidas y que aspiraban a emanciparse las que primero se sirvieran de este recurso. Ahí está el caso emblemático de Irlanda. Desde el comienzo de su revuelta contra la ocupación británica, grafistas y editores nacionalistas privilegiaron el uso de la uncial como una seña externa del recuperado orgullo gaélico. Hombres como Colm Ó Lochlainn, que ideó la letra Collum Cille con la que pretendía poner al día la gloriosa tradición caligráfica de la isla, propagaron una asociación entre etnicidad y tipos celtas que llega hasta nuestros días.
El ejemplo aún más cercano de las tipografías vascas es igualmente ilustrativo. Inspiradas en los tipos populares que servían desde el medievo para grabar estelas funerarias y dinteles de puertas, el movimiento Euskal Pizkundea las popularizó en sus publicaciones y cartelería hasta convertirlas en parte de un discurso que resaltaba la continuidad histórica y cultural euskalduna.
Otros casos análogos esconden una sutileza encantadora. Como el de la Checoslovaquia emergente de principios del siglo XX, cuando personajes como Vojtěch Preissig se enfrentaron a la necesidad de poder imprimir en checo sin las carencias que suponía hacerlo en las fuentes alemanas disponibles. Los particulares diacríticos consonánticos de esta lengua eslava motivaron el nacimiento de tipografías como la Preissig Antiqua. A veces la identidad es una cuestión de acento.
Aunque no siempre una tipografía nacional ha servido para subrayar un carácter diferencial. La Suiza de los años cincuenta se convirtió en punta de lanza de un diseño de espíritu internacionalista que quería poner de relieve el talante moderno, neutral y ajeno a cualquier exacerbación patriótica del país alpino. De esa matriz surgieron dos de las creaciones más trascendentes de la tipografía contemporánea, que por una ironía con bastante guasa tomaron nombres tan contrapuestos como Helvetica y Univers.
En otros casos, el desasimiento que ha propuesto una letra ha sido más vidrioso. La emergencia del hebreo moderno apremió a buscar una fuente de imprenta más legible y actualizada que la que se empleaba en los libros litúrgicos. Pero en la confección de la New Hebrew Typography que había de servir a ese fin, el británico Hugh Schonfield puso especial atención en estilizar y romanizar lo suficiente los tipos como para no remarcar todavía más la alteridad de la comunidad judía ni estorbar a su asimilación.
Del éxito discreto en ese empeño rinde cuenta un inevitable último ejemplo de tipografía usada para la reafirmación nacional. Y es que durante los primeros compases del pasado siglo, algunos impresores alemanes empezaron a reemplazar sus tradicionales tipos góticos por los de la familia Antiqua. Esa apuesta suscitó agrias resistencias, al punto de que el Reichstag llegó a discutir acerca del asunto. Sin embargo, y pese a los desvelos modernistas de la república de Weimar, cuando se alumbraron tipos de letra tan notables como la Futura, cuya manifiesta intención era distinguirse de la idea de vieja nación germánica que rezumaba la Gebrochene Schrift, el pujante campo nacionalista de finales de los años veinte hizo de la familia gótica parte fundamental de su retórica visual. El ascenso del nazismo se escribió en sus trazos verticales y fracturados y hoy nos resulta difícil disociarlos de aquella edad de tinieblas. Paradójicamente, en 1941 se consideró que su empleo dificultaba la lectura de reportes, noticias y otra propaganda a los observadores y corresponsales extranjeros, a la vez que proyectaba un halo barbárico sobre Alemania. El partido hizo correr entonces una circular de Martin Bormann para prohibirla, aunque su uso popular se mantuvo sin grandes alteraciones. Un hecho que denota el poder de la tipografía para prefigurar imaginarios y cohesionar realidades, pero también de su capacidad para adquirir autonomía y sustraerse a apropiaciones.
…O para fracasar en todo ello: el proyecto de Tarek Atrissi para Qatar tuvo un recorrido modesto. Las composiciones sirvieron para promocionar su imagen turística durante algún tiempo, pero distaron de alcanzar esa simbiosis de otros de los casos citados. Hoy nadie ve esos tipos y evoca mental y automáticamente una imagen quintaesenciada del emirato. Y es que en ocasiones puede ocurrir que se confíe a la tipografía una misión que excede a sus posibilidades. Compendiar en signos una identidad ya acusada es una cosa; inventarla prácticamente desde la nada, otra más compleja e incierta.