Siluetas
con aura

Siluetas con aura – O Productora Audiovisual

A propósito de Llewyn Davis – el icono en sus inicios

Por Gerard Casau

Al final de A propósito de Llewyn Davis, el desdichado músico que encarna Oscar Isaac presencia la actuación de un novel cantante folk en el club neoyorquino donde realiza la mayor parte de sus bolos. Nadie dice su nombre, pero nos basta verlo sentado con su guitarra, el pelo ensortijado como rasgo más distinguible de un rostro difuminado por el foco, para reconocer al instante la figura de Bob Dylan (un efecto inspirado, acaso, en la portada del Greatest Hits de 1967). Con este guiño, Joel y Ethan Coen no buscan las semejanzas entre su protagonista y el autor de Blonde on Blonde; al contrario, los hermanos cineastas exponen con claridad meridiana todo aquello que los separa. A lo largo del film, hemos visto en diversas ocasiones a Llewyn Davis encima de ese mismo escenario, pero por más que la cámara se acerque a su cuerpo desde distintos ángulos, la sensación es distinta. La luz no cae sobre él del mismo modo que lo hace en el enjuto cuerpo de Dylan, no recorta su perfil como un traje a medida. Nada en su presencia lleva a girar la cabeza, captando nuestra atención aunque solo sea por un instante, como sí hace el propio Llewyn antes de abandonar el local mientras el joven de Duluth entona la letra de . Todo ello resulta lógico, pues el objetivo de los Coen era hacer el retrato de un músico con talento pero sin gracia, antipático. La clase de músico, en definitiva, cuya silueta jamás sería identificada a contraluz.

A fuerza de ser empleada estratégicamente en multitud de fotografías promocionales y portadas de discos, esta iluminación, habitual en cualquier espectáculo escénico, ha adquirido un eco dramático que dota a las personas retratadas de una cualidad legendaria y altamente icónica. En algunos caso, la imagen a contraluz puede envolver en mística el oficio del músico, como sucede en la portada del álbum en directo de Johnny Cash At San Quentin. En lugar de mostrarlo actuando frente a los internos de la penitenciaria, tratando de instaurar una filiación “peligrosa” entre artista y público, la instantánea captada por Henry Fox (que no es precisamente la única estampa legendaria tomada ese día) contempla a Cash en aparente pausa reflexiva, con la luz descargando sombras y tonos azulados sobre su figura. De algún modo, la mirada de Fox se identifica con la del público, y su cámara congela y eterniza el instante en que el espectador de un concierto se abstrae de todo lo que le rodea y se adentra en una dimensión sin referencias espaciales, donde solo existen él mismo, el músico y su genio tocado, literalment, por un halo (¿de santidad?). Únicamente el mástil de la guitarra de un miembro de la banda de Cash se interpone entre la estrella y el fan, agrietando el locus amoenus.

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Bob Dylan – Greatest Hits – ¿La portada que inspiró a los Coen?

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At San Quentin – The man in black goes blue

Aparentemente más prosaica, la portada de Sinatra at the Sands (de nuevo, el ejercicio del directo) también se presta a lecturas diversas. En ella aparecen Frank Sinatra y Count Basie, y un primer vistazo podría llevarnos a pensar que el cantante ha querido ceder el protagonismo al director de su orquesta, sentado al piano en primer plano. Pero también podríamos entender que Sinatra, de pie y con el micro en la mano, se está situando por encima de su compañero; a fin de cuentas, la luz parece llover solo sobre él. O quizás se trata, simplemente, de ver cómo cantante y pianista forman un duo artístico inigualable, traducido visualmente a dos cuerpos elegantemente vestidos que forman una totémica línea vertical, fundiendo sus rasgos a contraluz.

Hay veces en que esta iluminación, llevada a su extremo, libera al artista de la obligación de vender su imagen y cuerpo, impuesta por el mercado desde el momento en que el arte se instaló (o lo instalaron) en la época de la reproductibilidad técnica, que diría Walter Benjamin. Si la pop star definitiva traspasa lo estrictamente musical para articularse a través de todos los medios a su alcance, consagrándose con Elvis y atrofiándose a partir de Madonna, no habrá mayor señal de su victoria que la de ser reconocida sin necesidad de exhibir sus carnes. No es casualidad que The Rolling Stones (o, para ser más precisos, London, el selló que había distribuido sus primeros discos en Norteamérica), sellasen su definitivo ascenso a la primera división de la fama experimentando con el contraluz: la portada de Hot Rocks, recopilación de los éxitos que pergeñaron entre 1964 y 1971, estaba conformada por los retratos a contraluz, de perfil y concéntricos de los distintos miembros de la banda. Los morros de Mick Jagger se convertían así en el primer signo identificable de una entidad concebida como una muñeca rusa de individualidades, en la que se podría sospechar una cierta jerarquía sobre quien representaba el rostro externo del grupo; cabeza pensante que albergaba el destino y la fama de sus compañeros.

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At the Sands – Tándem

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Hot Rocks – El perfil de los Rolling

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Lenny – Lenny Bruce después de Lenny Bruce

El contraluz permite, incluso, que un personaje devenga mito después de muerto: la imagen de Lenny Bruce que ha quedado instalada en el imaginario popular no pertenece realmente al cómico, sino que se trata del cartel promocional de Lenny, biopic donde era encarnado por Dustin Hoffmann. En el póster, el actor renuncia a todos sus rasgos para convertirse, simplemente, en el recuerdo del fallecido Bruce; una silueta negro azabache bajo un foco blanco, alzada en el escenario como símbolo de toda la stand-up comedy. O, al menos, de aquella que entiende las tablas como un cuadrilátero donde reír y remover las inquietudes de la audiencia.

Pero de todos los usos posibles del contraluz, al menos en su aplicación al retrato/portada de disco, quizás el más sugerente es el que parece capturar al artista al borde de la revelación. Sería el caso de La leyenda del tiempo de Camarón, donde la foto en blanco y negro tomada por Mario Pacheco convierte un foco en una circunferencia solar, bajo la cual José Monge Cruz (o su sombra, con barba y cigarrillo en ristre) se nos aparece ajeno al mundanal ruido. No hay nada en el mundo que pudiera distraer a este hombre, que se prepara en su espacio mental para tensar la garganta y quebrar toda expectativa (sonora, pero también visual: compárese la portada con la cualquiera de los discos anteriores del propio Camarón) sobre lo que supuestamente debe ser el flamenco, cavilando el salto (el suyo y el de la tradición) a otro universo, eléctrico y vasto. Muchos años después, cuando Los Planetas torcieron su ruta indie para arrimarse a la intuición del de San Fernando, dejaron constancia del homenaje reformulando el título del disco -en su versión, La leyenda del espacio– como su portada. En ella Camarón, claro está, se ausenta, insustituible, y el foco enrojecido no encuentra objeto al que perfilar en esta escena vacía. Y, sin embargo, uno juraría que todavía es posible intuir el contraluz del cantaor en esta oscuridad ardiente, esperando al grupo granadino para enseñarles cuatro palos.

Siluetas con aura – O Productora Audiovisual
Siluetas con aura – O Productora Audiovisual

La leyenda del tiempo – Revelación en blanco y negro.
La leyenda del espacio – Ardiente oscuridad