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Hubo una época en que la expresión “la canción del verano” se cernía sobre nuestras cabezas como una amenaza, aunque su intención fuera la de poner música a la mejor noche de nuestra vida. Era un sonido temible destinado a unir experiencias, a convertirse en un Vietnam lúdico-festivo; algo capaz de crear una complicidad instantánea entre desconocidos: “¿Qué hacías tú cuando King Africa soltó la ? ¿La explosión te pilló en Calafell o en Gandía?”. Pero de un tiempo a esta parte, la otrora tan reñida como estomagante competición por alzarse con el título de “canción del verano” se ha ido diluyendo hasta crear un flujo de tonadas más o menos similares, más o menos irritantes, que se suceden en las listas de reproducción de medio mundo; eso sí, segmentadas según se aspire a galvanizar el run-run de un chiringuito o a complacer la indolencia de una foto instagramera de (por este orden) filtro cálido, pies y paraíso.
Pero… ¿Existe una música pensada para ser escuchada en verano? ¿Es concebible la idea de que un músico componga una canción con las vacaciones (ajenas) en mente? En los días previos a la escritura de estas líneas, merodeé por distintas webs que prometían la “playlist definitiva para el verano”; la selección más moderna y sabrosa de granizados auditivos. Cada hipervínculo a Spotify desembocaba en un hit (o un proyecto de hit) en el que, de forma invariable, se repetían palabras como “summer”, “beach”, “California”, “sun” y “sea”. Esto me lleva a concluir que el imaginario forjado por los Beach Boys en el capital ha derivado en un limitado abanico de muletillas líricas. Una dictadura estética y emocional que fuerza al verano a ser solamente efervescencia y chispa eterna, expulsando de la foto la tristeza por el final del sueño y el crepúsculo de, sin salirnos de la discografía de Brian Wilson y compañía, (no puede ser casualidad que este álbum, con todo su decaimiento oceánico, se editase un 30 de agosto). Como toda evolución, este patrón estético ha ido añadiendo capas de autotune en el caso de los figurones mainstream o de reverb y distorsión mansa en las sensaciones indie de temporada; ese sabor que tan bien representan bandas como , que a todo el mundo gustan pero a nadie importan demasiado.
De forma no precisamente sorpresiva, uno acaba aceptando que la música veraniega está hecha para no ser tenida en cuenta. Para, simplemente, estar allí, masajeando mentes reducidas a pulpa. Aunque, por supuesto, hay excepciones nobles: quizás sea una apreciación puramente subjetiva, pero me atrevería a decir que la robusta trayectoria de Yo La Tengo tiene siempre un cariz estival. Puede que sea la “normalidad” de las voces de Ira Kaplan y Georgia Hubley, que sin resultar nunca desafectadas, tampoco demandan el protagonismo absoluto, o su empeño en no sobrecargar el sonido incluso cuando se arrima al chisporroteo, pero se diría que sus canciones siempre corre el aire, espantando el calor. Incluso sus portadas parecen sugerir el escenario y la hora a la que deben ser escuchados los discos. está hecho para tumbarse a la sombra de un árbol a media mañana (o justo después de comer), mientras que y buscan brisas nocturnas, con el eco de algún trueno en la lejanía.