Aïda Camprubí se entrevista con Nicolás, el mítico creador de La gorda de las galaxias. Una charla sonámbula en cuatro habitaciones.
ME PIRO.
Entrevista a Maite Muñoz
Por Rafa Montilla
Fotografías de Maite Muñoz y del archivo del MACBA por Chus Antón
M
La persona cuyo nombre incluye una M es estable, reflexiva, interesada por la lingüística y sensible. En ocasiones puede ser sentimental y aventurera. La M se cuenta entre las letras y los sonidos sagrados. Brinda determinación y entendimiento. Asociamos su puntiaguda morfología a las montañas o a la parte superior de un sombrero. Simboliza el amparo, sobre todo del karma. La M es el símbolo de la esperanza y la protección.
Maite no tiene edad y las tiene todas. Es una niña vieja nacida no hace mucho en la calma Extremadura. Quería ser monja, “pero de las buenas”, redentora y misionera, capaz de salvar a mucha gente en algún lugar lejano. No obstante, con el devenir de los años la afición a la pintura se acabó imponiendo al espíritu aventurero. Hija de la pedagogía y del dominio de las estructuras, zigzaguea por la geografía hispana de occidente a oriente, de sur a norte, y por el camino va construyendo sus señas de identidad.
A
Si tu nombre incluye una A, eres una persona imaginativa, poderosa y, a menudo, gozas de éxito. La A es la letra de la creación y simboliza la conciencia, la estabilidad, el principio. Se asemeja a una casa, al esqueleto de una pirámide o a una escalera. Esto quiere decir que puedes encaramarte a ella para ver el mundo. La A simboliza la sabiduría y la conexión con lo platónico. En esta vida, tienes el deber de decir algo, de desarrollarte o de descubrir algo nuevo.
Camina entre la gente con una profundidad de campo limitada a conciencia. Así no hay desvíos y todo sigue el curso prefijado. Luego, sentados bajo un techo de pequeñas divinidades aladas, aparece otra persona que nos observa con detenimiento. Viste unos anteojos que aparecen de repente, como surgidos de uno de los personajes del cómic de Jacques Tardi El grito del pueblo.
I
Esta letra te proporciona poder y energía y te conecta con la tierra. Aunque la I también puede ser signo de alguien parcialmente inestable o distraído. Simboliza la tenacidad, la soledad y también el planeta Tierra, y brinda fuerza y luz a la vida.
Tal vez hubiera predestinación o no, no hacía mucho –en el calor de una tarde verano– me habían hablado de ella. Aunque eso forma parte de mi memoria y no es bueno fiarse de ella.
Joan Pons y Luis Cerveró me la refirieron de nuevo. Estaban convencidos de que la archivística como ciencia es un buen tema sobre el que hablar. Y me lo propusieron, tal vez por mi acusada tendencia al desorden.
La llamé.
T
Si tu nombre incluye la T, eres muy dinámico. De mente despierta e inclinación a lo espiritual, tienes una tarea: aprender y enseñar. En general eres feliz y algo sedentario, pero también puedes ser cínico y ofensivo. La T se asemeja a un martillo, quizá por ello es capaz de analizar a la gente, implacablemente. La T avisa de los errores y crea una base para el aprendizaje. Es la primera letra de la palabra Tierra y por eso reafirma la base de nuestros sentimientos.
“Me piro, lo he dejado, me voy a Los Ángeles la semana próxima, pero tengo tiempo para contestar vuestras preguntas”. El tiempo se vacía.
No migra empujada por la realidad de un país o su vacuidad. Lo hace por la necesidad de buscar y descubrir. Como cuando decidió tocar punk sin dominio de los instrumentos, acompañada de sus dos íntimas amigas. Motoretta 3, así se llamaba la banda. Piojos en las pestañas y Violencia, los dos grandes hits. Aunque hubiera podido tomar cualquier estudio -geofísica, ciencias criminales, bioingeniería- decidió el camino de las bellas artes. Pronto le aburrió el modelado de cabezas y se centró en la conceptualidad. Fue su manera de escoger su destino.
E
Quienes tienen una E en su nombre son despiertos y entusiastas y están abiertos a las cosas nuevas que la vida les brinda, aunque a veces pueden ser distraídos o indecisos. La letra E parece un tenedor, por eso tiene que ver con la forma de abordar las cosas. Actúa y confía en la E. Este carácter pertenece a la Tierra, así que puede vincularse a lo material, pero también tiene que ver con la energía cósmica: la parte izquierda de la letra es el universo y de él emanan las tres esferas de la existencia, la platónica, la emocional y la espiritual. La E simboliza el elemento fuego.
En su discurso no sobran palabras, como si no existiera una sombra de duda. Orden, esquema, precisión quirúrgica. Ni una micra a la derecha o a la izquierda. Empiezo a sentir la presencia de esa lógica a la que arrastra irremediablemente su profesión. Maite Muñoz es la responsable de un archivo tan significativo como el del MACBA. Pero solo quedan unas pocas horas para que deje de serlo. Ocho años en la conservación y ordenamiento de una parte de la memoria artística de una ciudad y de muchos otros testimonios.
“He pasado casi ocho años en el Archivo. He aprendido muchas cosas. Ahora lo acabo de dejar. Formo parte del colectivo Vista Oral. Nos interesa la relación entre teoría y praxis en el contexto del arte contemporáneo y las prácticas culturales. Entendemos el comisariado como un proceso de investigación. Acabo de hacerme una tarjeta y una página web para buscarme la vida como freelance. He escogido como nombre m_m, que son mis siglas y es como un emoticono cute. Ahora vivo en Los Ángeles”.
“The personal eight year is a time for the harvest
of what was sown in previous years”
¿El archivo es memoria?
Considero que la memoria es un constructo tanto en su dimensión individual como colectiva. Se tienen recuerdos de cosas que no sucedieron, anécdotas que por ser contadas muchas veces han acabado mezcladas con aquellas que realmente se han vivido. Memoria y archivo están intrínsecamente unidas en una relación subjetiva.
¿Es la memoria archivo?
Se trata de una relación inevitable y compleja. Me interesa especialmente el discurso de Derrida a este respecto, en conversación con el psicoanálisis y abordando la dimensión política, ética y legal del archivo. La relación de las técnicas de archivo y la custodia de los documentos con nuestra manera de recordar, con la memoria. Y cómo el exceso de archivo acaba deviniendo en mal de archivo bajo el influjo de una pulsión arqueológica, en el archivo del mal de todos los acontecimientos históricos catastróficos y traumáticos.
¿Es consciente el archivero de que la memoria está en sus manos, sea la individual o la colectiva?
Generalizar y hablar del archivero en abstracto resulta cuanto menos complicado. Si pienso en mi experiencia en el medio diría que sí hay una conciencia de la relevancia de mantener la documentación, a veces incluso una obsesión y un exceso de responsabilidad que deviene en mal de archivo. En la profesión subyace de manera constante la idea del valor de la información que contienen los documentos, que ejercen de testimonio y que, en ocasiones, actúan como testigos legales de las funciones y responsabilidades.
Quizá la cuestión crucial es si es consciente el archivero de la dimensión crítica, de un pensamiento más profundo sobre las implicaciones del tratamiento archivístico que se hace de la documentación que llega a sus manos. El archivo ejerce una función de autoridad, de señalar aquello que se considera significativo en un determinado contexto o cultura. Una de las reflexiones sería en torno a aquello que queda fuera del archivo y la repercusión que tiene esta acción llevada a cabo por el archivero. Por lo que conozco del medio, del que he formado parte en los últimos ocho años, pero en el que soy una intrusa, el discurso, generalizando de nuevo, se basa fundamentalmente en cuestiones técnicas con el fin de no dejar fuera del acervo la documentación que las normativas, y por tanto el poder, han decidido que han de formar parte de él y no atiende tanto a cuestiones tales como las políticas o las economías de los archivos.
No obstante, son cada vez más numerosas las voces que desde ámbitos como la filosofía, los estudios culturales e incluso el arte, están reflexionando sobre estas cuestiones y algunos sectores de la archivística están empezando a incorporarlas en sus discursos y a convertirlas en objeto de reflexión.
Maite, cuando nos mostraste en el archivo del MACBA una parte de la documentación de la obra de Brossa y Miserachs, vimos que había una amalgama de documentos, desde originales hasta cartas manuscritas en el caso de Brossa. Luego, cuando estuvimos presentes en la muestra de Miserachs, en la última sala habían expuestos contactos, intercambio de cartas del fotógrafo con sus editores, una time lap de su vida y un conjunto de otros documentos que nos fue muy útil para entender la obra de los dos artistas en su contexto. Para ti, con tu experiencia como responsable que has sido de un archivo, ¿qué papel juega ese contexto en el conocimiento de la obra de un artista?
Hace unos años, cuando era estudiante, me interesé por las teorías sobre la muerte del autor de Barthes, Foucault y García Calvo. Me seducía la idea de la desaparición del autor y la concepción de la obra como producto colectivo histórico. Afirmaciones como que la obra sobrevive al autor y que el lector/espectador/público tiene un papel activo y completa la obra en sus múltiples reinterpretaciones. Creo que nunca llegué a entender estas teorías en toda su dimensión, pero siempre me he sentido próxima a lo que conseguí olfatear en ellas. Aunque pueda parecer contradictorio, creo que son precisamente estas ideas las que producen en mí la fascinación de perderme entre la documentación de un artista; estas ideas de entender las circunstancias de creación de la obra y no una supuesta obsesión por reconstruir al personaje desde el punto de vista histórico.
No me interesa el fetichismo del documento original de archivo, sino la visión completa y compleja del contexto de producción de una obra que puedes obtener a través del estudio de la documentación. Creo que cualquier aproximación apasionada al trabajo de un artista implica un conocimiento de sus procesos, de sus relaciones personales, de sus filias y fobias, de sus referentes, de su manera de mirar el mundo al fin y al cabo. Y no con la actitud de un groupie que se derrite revolviendo entre los objetos personales de una celebrity, sino con la intención de conseguir claves que permitan una interpretación autónoma de la obra y un conocimiento del contexto producto del cual surge la obra.
Todo esto es especialmente relevante a partir de la segunda mitad del siglo pasado, y más aún a partir de los años sesenta con el arte conceptual y su desmaterialización del objeto artístico, en la que la documentación adquiere un papel fundamental.
Considero que la documentación artística tiene que ser entendida como patrimonio y, por tanto, ser conservada y puesta a disposición, permitiendo su consulta y estudio, en tanto que fuente esencial del conocimiento colectivo.
¿Cómo llega hasta vosotros un archivo? ¿Es por iniciativa de los herederos de las obras, por la propia investigación del museo?
El Archivo es un departamento relativamente nuevo en la historia general del MACBA. Comienza su andadura a finales del 2007, cuando se inaugura el Centro de Estudios y Documentación con la voluntad de reforzar la idea del museo como generador de conocimiento y no solo como contenedor de obras de arte. El Centro de Estudios fue un proyecto ideado por Manolo Borja Villel, en su período como director, y las bases de la política de adquisición fueron definidas bajo la tutela de Mela Dávila, directora del centro en sus inicios. Las líneas de investigación del museo, que también dan marco a las adquisiciones de obras de la colección y a la programación de exposiciones y actividades, han sido desde el comienzo de la actividad del centro las guías para las adquisiciones de los fondos de archivo y de todos los que hemos participado en el proyecto desde entonces.
Esto es lo que me sé de memoria, el discurso institucional que he repetido montones de veces durante los casi ocho años que he trabajado en el museo. El tema es muy complejo, los artistas y agentes culturales generan cantidades ingentes de documentación, la almacenan y gestionan según sus posibilidades y/o la importancia que le dan a su archivo. Llega un momento en el que no tienen capacidad para mantenerlo y entonces se aproximan a la institución para ver las posibilidades de hacer una donación o un depósito de ese material. En los últimos casos, entiendo que en parte con los agravantes de la crisis económica, se han llegado a crear listas de posibles incorporaciones de fondos. A estas listas se añaden archivos por los que el museo tiene un interés y que va a buscar, por la importancia de su contenido para la consecución de un proyecto concreto o por su relevancia patrimonial más allá de ningún proyecto específico. De todos estos archivos se hacen informes técnicos y curatoriales con el fin de estudiar la pertinencia de su incorporación, la coherencia con las líneas programáticas, la capacidad de la institución para asumir los gastos que supone su integración y los compromisos de gestión y puesta a disposición de los investigadores. La capacidad de las instituciones en este sentido es limitada y a veces se intuye el drama de la pérdida de archivos por falta de recursos y de políticas generales sobre la conservación del patrimonio documental. Vamos, que es un pollo.
Hemos entrado en una carrera frenética con las nuevas tecnologías, surgen constantemente nuevos formatos, nuevas herramientas para ejecutar una obra, por lo que más que nunca parece necesario el contexto para poder entender la obra, y un trabajo exhaustivo para tener al día el acceso a las obras. ¿Cómo se enfrenta este tema desde una institución que crea un archivo de arte contemporáneo?
Como bien comentas, la obsolescencia de los formatos y la creciente desmaterialización de los documentos son retos que forman parte del día a día de un archivo. Imagínate si además estamos hablando de un archivo de arte, y contemporáneo. Y sí, en este sentido se refuerza la importancia de la documentación. Las museos abordan esta problemática desde distintos frentes. Por un lado está la documentación que la institución tiene relativa a todas las obras de su colección. Especialmente interesantes a este respecto son los documentos que se refieren a sus instrucciones de montaje, a la reposición de piezas especiales y a las intervenciones de restauración, en caso de que hayan sido necesarias. El MACBA, a través de los departamentos de Colección y Restauración, realiza entrevistas a los artistas sobre todos estos aspectos con el fin de conocer al máximo posible sus ideas sobre la conservación de la obra y el tratamiento de la obsolescencia de los elementos que la componen, bien sea por ser efímeros o por la obsolescencia de los soportes o formatos asociados a una tecnología concreta. También se participa en proyectos de investigación con otras instituciones, en los que hay un interesante debate abierto a este respecto. Uno de los más destacados ha sido el proyecto Variable Media, con instituciones que se han especializado en el tema, como la canadiense Daniel Langlois Foundation.
La cuestión es que tampoco parece haber soluciones ni fáciles ni satisfactorias. Que la digitalización no es la panacea y que aspectos como la emulación, la migración de formatos, la reinterpretación y la exposición generan muchas preguntas pero pocas respuestas.
Si hablamos del caso concreto del archivo, históricamente el reto era la conservación del papel, que es un elemento orgánico y como tal sufre sus patologías. Sabemos que el control de la temperatura y humedad relativas y de la acción de la luz son elementos fundamentales. Sabemos cómo conservar un documento en papel durante siglos a pesar de reacciones químicas incontroladas y de amenazas de ataques biológicos (sí, como los zombis pero en escala micro). La cosa se ha ido complicando según ha ido avanzando la tecnología. Ya el desarrollo de la industria del papel a principios del siglo XX y la inclusión de ácidos en la composición del papel empezó a ponernos en nuevos aprietos. La impresión de faxes a partir de final de los años sesenta es otro nivel. Los textos impresos en el papel térmico se desvanecen con rapidez. He visto con horror montones de estos papeles en archivos de artistas. De algunos de ellos ya se podía leer poco, solo se intuía. Esta circunstancia los hace pasar a uno de los primeros puestos de las prioridades de digitalización y restringe la consulta del documento original.
Quizá la cuestión pase por asumir la obsolescencia de las obras y la desaparición de los elementos originales que en parte le daban sentido, como un retrato del ineludible devenir del ser, del ser como proceso. Y mientras tanto, no cejar en el empeño de documentar las obras y su contexto en un intento de captar su esencia y dar fe de ella. Y luchar contra el deterioro de los soportes. Y conservar, en la medida de lo posible, televisores, bombillas, ordenadores y cualquier otro trasto que un momento dado un artista utilizó como parte de su obra.
Volviendo por un momento a la muestra de Miserachs, el comisario proyectó una exposición de la obra fuera del formato habitual, recreó una escenografía donde la obra, a mi entender, quedaba diluida en algo que pienso que Miserachs nunca se hubiera imaginado. Hoy en día con las nuevas tecnologías ocurre algo similar, las consultas nada tienen que ver con el formato original en el que fue pensada la obra, sea fotográfica o audiovisual. Todos somos capaces de ver una película rodada en Panavisión en un smartphone o en una tablet. Nada más alejado de la intención del artista que la pensó y diseñó, con todo un amasijo de conceptos que se pierden. ¿Es este un fenómeno imparable, estamos corrigiendo al artista o desvirtuando su obra?
Creo que sobre este tema tengo una postura un poco contradictoria (si no bipolar). Soy de las que disfruto de la delicia del sonido del proyector de 16mm, mientras veo una película de Warhol en un museo. Siento el regocijo del artilugio, hasta de sus accidentes y errores y reconozco la gran pérdida de niveles de significado que supone sustituir esta experiencia por el visionado de una versión digital.
Hace unos días tuve la suerte de ver la nueva película de Tarantino, Los odiosos ocho, que ha sido rodada en 70mm., proyectada en su formato original. Digo lo de la suerte, porque tengo entendido que en España solo hay una sala que la proyecte en este formato (no tanto porque la película me maravillase). Disfruté la delicia del formato como experiencia estética, pero realmente no me apostaría nada a que soy capaz de distinguir esta proyección de una versión digital.
Un pantocrátor románico se saca de su emplazamiento original para ser mostrado en un museo, una corrupción de la experiencia a muchos niveles. Me imagino lo que debería ser enfrentarse a una de esas obras en una pequeña iglesia, casi a oscuras y con un contexto social, político y religioso muy determinado. Se desvirtúa la obra, se modifica su significado y, por si fuera poco, se la incluye en la institución artística por mediación de la historia del arte. Se me erizan los pelos cuando lo pienso, pero al mismo tiempo me planteo cuestiones, supongo que obvias, de acceso a la cultura y doy gracias a los dioses por vivir en esta era en la que puedo buscar en cualquier momento una película de Warhol en YouTube.
Como comentaba antes, quizá el quid de la cuestión esté en admitir que el tiempo pasa para todo(s) y que ver una película de Warhol en 16mm. tampoco es lo mismo que verla proyectada en la pared de una habitación del Chelsea Hotel en 1968. Y puede que también sea una tema de honestidad, de aceptar la desvirtuación de las obras de creación más allá de su contexto, pero no solo tecnológico o de formato, sino también político, social y cultural. Sin caer en posturas nostálgicas, se trata de entender esta complejidad y ser consciente de la pérdida de niveles de significado (o modificación de los mismos) que las reinterpretaciones y emulaciones suponen. Pero también de no olvidar aquello de que la obra sobrevive al artista, con todo lo que implica y que las reinterpretaciones y modificaciones de la obra, cuando no se ocultan y se hacen con solidez, pueden aportar nuevos niveles de significado. Eso sí, llamemos a cada cosa por su nombre o instaurémonos en una postura radical en la que la obra se autodestruya cuando las condiciones originales de exposición/visionado hayan desaparecido.