“Seis grados de separación”, ya sabéis de qué va el juego, hombre: unir conceptos, personas, animales o cosas muy distantes en seis pasos que revelan qué todo puede estar conectado.
También es cierto que este pasatiempo a partir de una lectura lúdica de la teoría del caos está un poco superado. Ya está muy visto, sí, vale, de acuerdo. Así que ¿para qué quedarse ahora so lo con seis vínculos cuando se puede establecer un mapa de conexiones de… Un millón de grados de separación?
Es esta una Historia Universal (la que nos gusta a nosotros, al menos) contada a partir de los links. Miqui Otero se deja caer alegre e inconscientemente por el tobogán de la libre asociación de ideas en una chifladura holística por entregas.
Cada capítulo de esta epopeya tiene seis grados para respetar el referente original. Pero como rezaba aquel célebre claim de The Wire“Everything is conected”:  el final de cada episodio de Un millón de grados de separación siempre será el principio del siguiente. Y así, y si nadie nos detiene antes, hasta el infinito.

ilustración por
Sergi Padró

Un millón de grados de separación


por Miqui Otero

Capítulo VIII

De J. S. Bach como la verdadera rock star y de fans actuales como James Rhodes, renovador de la música clásica que ha escrito las memorias más polémicas de los últimos años, cuyo veto llegó al Supremo donde las defendió el mismísimo Benedict Cumberbacht. El nuevo Sherlock Holmes apoyó a su amigo, pero prefiere no andar por ahí con el legendario sombrero deerstalker, usado por bandas de punk-rock como la liderada por Billy Childish, ex pareja de esa artista que expone las camas de sus resacas y tiendas de campaña con los nombres de todos sus amantes. Obra, esta última de Tracey Emin, que ardió en un incendio y que fue rescatada por el gran mago de la televisión española de los años setenta: Uri Geller. O la estrecha relación entre arte conceptual e ilusionistas televisivos.

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Johann Sebastian Bach viajó al Espacio exterior gracias al proyecto del Disco de Oro de las Voyager, que compiló músicas y sonidos terrícolas. Tres de sus piezas surcarían el océano sideral a la espera de que algún alienígena las interceptara y las escuchara en batín con una copita de Oporto.

A buenas horas, habría pensado Bach de estar vivo. Cuando era adolescente tuvo que recorrer a pie 340 kilómetros, pasando penurias, chupando carámbanos y pisando nieve, para completar el camino que iba desde Ohrdruf hasta Lüneburg, en la Baja Sajonia, donde debía estudiar una beca.

Comparado con las becas Erasmus, ese viaje iniciático dejaba clara la firme vocación del compositor. Pero lo peor no fue hacia dónde se dirigía Bach, sino de dónde venía. A los cuatro años había perdido a gran parte de sus hermanos, a los nueve murió su madre y un año después, su padre. Adoptado por un hermano mayor que le prohibía terminantemente estudiar música, sufría también palizas e insultos en el colegio. Cualquiera habría perdido la fe en la raza humana, pero en los veinte hijos que tuvo JS Bach cuando se casó se demostró su confianza ciega en nuestra especie. Once de ellos murieron en las primeras semanas de vida.

Motivos para desanimarse, como pueden ver, no le faltaban. Pero se dedicó a componer para la Iglesia, a oficiar cultos, a dar clases, a publicar más de 3.000 piezas. No imaginen, sin embargo, a una ratita de biblioteca: era un reputado bebedor y daba audiencia (y cama) a todas sus groupies. Esa doble faceta, trabajadora y desatada, es la que admiraba tanto Beethoven, que dijo de él que era “el Dios inmortal de la armonía”, como Nina Simone, que encontró su vocación cuando lo escuchó por primera vez.

Su hambre queda perfectamente ilustrada con esta escena: le gustaba tantísimo la armonía que cuando se quedaba sin dedos se metía un palo en la boca para tocar más notas del teclado y lograr el colocón musical que buscaba.

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Bach padecía un trastorno obsesivo-compulsivo: numeró el abecedario y empleaba recurrentemente en sus piezas cifras como el 14 o el 41. Un trastorno que también padece James Rhodes, uno de los grandes renovadores de la música clásica de la actualidad, que cuando escuchó por primera vez la de Bach creyó entrar en un trance “mediante uno de los trucos del mentalista Derren Brown mientras vas puesto de ketamina”

Porque Rhodes dice también, sin ambages: “La música clásica me la pone dura”. Y tiene mérito, porque también admite que le brotan las lágrimas cada vez que tiene una erección. Y no de alegría, precisamente.

Un profesor de gimnasia violó repetidamente a Rhodes cuando tenía cinco años. Desde entonces, padece actos reflejo como ése. Tres décadas después de aquellos abusos infantiles, James Rhodes quiso escribir la autobiografía donde por fin lo explicaba. En esos treinta años, intentó suicidarse varias veces, se tatuó Sergei Rachmaninov en cirílico en su antebrazo y se convirtió en concertista de piano. El Tribunal Supremo británico finalmente no le dio la razón a su ex mujer, que decía que las memorias podrían dañar a su hijo en común, y permitió la publicación de Instrumental: Memorias de música, medicina y locura.

En ese libro, Rhodes recuerda cómo la música le cambió la vida. Algo que hace también durante sus recitales, que interrumpe para explicar anécdotas personales asociadas a las piezas que interpreta en tejanos y leyendo las partituras de un iPad. Rhodes, protagonista de muchas series documentales en la BBC y Channel 4 sobre el poder terapéutico de la música, que además escribe incendiarios artículos en The Guardian (suele afirmar que si vuelve a ver una foto de unas olas de mar en un disco de música clásica podría meter la cabeza en un horno), fue el primer músico de clásica que firmó un contrato de seis álbumes con la discográfica Warner (no lo cumplió). Dice que le gustaría pasar desapercibido aunque tendría “menos posibilidades de acostarse con Rihanna”, porque, desde hace ya tiempo, se codea con la nueva aristocracia pop londinense. Durante el juicio sobre su libro, varios amigos salieron en su defensa.

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¿Su mejor amigo? Sherlock Holmes. O, más bien, el actor que lo interpreta en la serie de la BBC: Benedict Cumberbacht.

Si bien estamos ante un tipo de la Alta Sociedad londinense que llegó a tomarse un año sabático para enseñar inglés en un monasterio tibetano, no acabamos de visionar a Cumberbacht intentando cazar por Picadilly Circus con un gorro de Sherlock Holmes. Tampoco lo lleva en la serie, pero el caso es que ni siquiera el detective lo llevaba en las historias de Arthur Conan Doyle.

Pasearse por Londres con un sombrero Deerstalker (traducción: Acechador de ciervos) en la cabeza sería lo más parecido a hacerlo con una gorra de hélice o con una Ushanka rusa. Ese complemento de tweed o con estampado Príncipe de Gales se usaba en la Época Victoriana en las zonas rurales para las cacerías. Watson, que vio cómo Holmes le hace una radiografía de toda su vida solo a partir de su sombrero en el relato El carbunclo azul, sólo nombró una vez el Deerstalker de pasada en un relato canónico del detective pero fue suficiente: algunos ilustradores (y también ) lo incorporaron al icono.

Es curioso cómo nadie, pasado el tiempo, ve en ese sombrero el síntoma de un carácter lunático que se manifiesta oficialmente en la afición de Holmes por el violín o el opio. También cómo un sombrero introducido en la ficción nacional por azar da el salto al rock and roll underground de varias generaciones.

Del mismo modo que en un relato policiaco un tipo con una cicatriz será eso, una cicatriz, al margen del resto de sus rasgos, el Deerstalker es el centro simbólico de cualquier banda que lo emplee. A principios de los sesenta, Don The Hat Craine se lo encasquetó para liderar el , un grupo que contó con composiciones de Lou Reed y para el que audicionaron tanto Rod Stewart como Steve Marriott.

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Quince años después, adoptaría ese mismo sombrero: The Headcoats. De hecho, unidos por ese curioso gorro, incluso actuarían y grabarían juntos bajo el nombre The Headcoats Sect. Personalidades extremas unidas por el hecho de tener el suficiente amor propio, y el poco sentido del ridículo, para salir a la calle en el siglo XX ataviadas con ese gorrito.

Sin embargo, el líder de los Headcoats, Billy Childish, no quedó eclipsado por el deerstalker. Y eso tiene mérito.

Childish, con su aspecto de leñador en misa de domingo, con ese bigote de forzudo de circo victoriano, es poeta, pintor y rockanroller a tiempo completo. Solo que, pese a haber editado más de cien discos y cuarenta poemarios y cientos de lienzos, él niega la mayor: “No quiero un trabajo, no deseo ser escritor y no tengo ninguna ambición de ser pintor, sólo me gusta pintar. No tengo ninguna ambición de ser famoso. No me importaría, pero no quiero hacer estas cosas como trabajos. Los trabajos implican convertir lo que haces en algo miserable. Convertirse en un profesional destruye toda la diversión. La idea de “ser algo” es horrible.”

Ya decía Aristóteles (y también Placeres, mi abuela paterna) que la bondad no existe, sólo deberíamos intentar ser buenos. Childish es un poeta disléxico que considera que todos deberíamos hacer las cosas con el mimo y la dedicación de un artesano. Sin llevar a la dimensión industrial las Cosas que Realmente Importan. El hombre de las Cien Bandas, que toma los escenarios con el deerstalker en la cabeza para ofrecer una música que suena a cien hunos desembarcando en la sección de cubertería de Ikea, que en honor a una sociedad por la preservación de un tipo de pollo de su región, lo explica con minúsculas (no entiende ni quiere entender demasiado de correcciones sintácticas y ortográficas) en el poema partir esta vida en pedazos:

un hombre debería tallar poemas
como corta madera
y partir esta vida en pedazos
debería buscar la verdad
y romper la verdad
y partir esta vida en pedazos

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Y, sin embargo, el amor a menudo se pesca en las aguas picadas de las antípodas. Y quien mordió el anzuelo de Childish fue uno de los más enormes pescados. Algo así como el Moby Dick de todo aquello que él odia en el arte. No Damien Hirst, ese multimillonario que expuso un tiburón en una pecera y luego se esforzó en encontrar el título más pedante de la historia occidental: . No, Childish se enamoró de Tracey Emin. Y la novia de este artista de Kent tiene más talento que Hirst, si bien representa ese arte conceptual que los postulados de arte figurativo de Childish desdeñan.

Tracey Emin padece resacas como el resto de los mortales. Solo que mientras algunos las curamos con pizza, Enantyum y maratones de películas de catástrofes naturales, ella les saca mucho más partido. Un buen día de 1999 se levantó de la cama y lo que vio no era agradable: un lecho desordenadísimo, tests de embarazo, bombachos con restos de sangre menstrual, condones abiertos, botellas de vodka y pitillos descabezados. Ese bodegón a la Santa Resaca, pensó, tenía algo de poético. Tituló esa instalación My Bed y quedó finalista de los Premios Turner. Esa cama resacosa, que todos hemos visto en alguna ocasión, está valorada ahora en un millón y medio de euros.

Emin empezó pintando cuadros a la manera de Munch y Schiele, pero luego los quemó todos. Regentaba una tienda donde vendía ceniceros con la cara de Damien Hirst y mantenía un discurso rebelde. Llegado el momento, eso sí, decidió vender sus obras a Charles Saatchi, un hombre de origen iraní que tenía en su CV haber diseñado los carteles de una de las campañas electorales de Margaret Thatcher. Él, principal impulsor de los llamados Young British Artists, le compró por ejemplo la instalación Everyone I Have Ever Slept With 1963-1995, una tienda de campaña en cuyas lonas colgó los nombres de toda la gente que había compartido lecho con ella (el más grande y centrado, el propio Childish).

En una de las discusiones conyugales, esas en las que se disputa por quién debería apuntar el contador de la luz en el papelito del ascensor o quién baja a por tabaco, la artista conceptual criticó la forma de entender el arte de Childish: “Stuck! Stuck! Stuck!”. Para Emin, ya entonces una de las artistas más cotizadas, el arte de su entonces pareja estaba de lo más estancado, estancado, ¡estancado! Childish hizo lo que todos y todas hacemos: se fue a un bar y se lo explicó a un colega de barra. Su compadre Charles Thomson le propuso crear un movimiento artístico llamado Stuckism, el estancamiento de los estancados. A partir de entonces, firmaron manifiestos en 20 puntos donde defendían el anti-anti-arte y donde clamaban por una búsqueda de la autenticidad en contra del pavoneo efectista de los YBA. También se disfrazaron de clowns para manifestarse en los Premios Turner y siguieron con su (aparentemente) pacífico activismo.

Y entonces, las llamas. El 26 de mayo de 2004 un incendió redujo a cenizas más de cien obras que Saatchi guardaba en un almacén del polígono industrial de Leyton. La gran mayoría eran de los YBA. Asumo una llamada de Emin a su ex (un momento: ¿he borrado el teléfono?) y una respuesta de Childish con alzado de hombros: “A mí no me mires”. El caso es que el fuego bíblico acabó con una fortuna en lo que el mercado capitaliza como arte. Una de las obras era, precisamente, la tienda de campaña de Emin con su inventario de compis de lecho.

Pero el arte, dirían los Young British Artists, ni se crea ni se destruye (la cama resacosa solo requiere repetir la idea pasándose con los tequilas una noche), así que de esas cenizas surgió otra idea. ¿Y quién estaba ahí al acecho? Un tipo que doblaba cucharas y detenía relojes con la mente. No era Superman. Exacto: Uri Geller.

Uri Geller, en sus propias palabras, se personó en el lugar de los hechos con un cajón y una pala y el bedel que custodiaba la zona arrasada lo dejó pasar. Entonces llamó al joven artista Stuart Semple, que ya había endilgado algunas de sus obras a gente como Robin Gibb (el de los Bee Gees). De esas dos mentes preclaras surgió la idea de Burn Baby Burn, o una instalación artística creada a partir de los despojos de las anteriores obras hechas de despojos.

La conexión entre los trucos ilusionistas (la magia, si lo prefieren) y cierto arte moderno (o el mercado del arte moderno) es tan sumamente obvia que subrayarla sería obsceno. Pero, claro, Geller, ese israelí que arrasó en los platós de todo el mundo en los años setenta con sus trucos para las masas, se encargó de hacerlo aunque fuera inconscientemente.

Las malas lenguas afirmaban que Geller empleaba nitrato de mercurio para reblandecer el material, pero, paparruchas, el caso es que Geller había mantenido la atención de veinte millones de espectadores ibéricos cuando se dedicó a doblar cucharas con la mente en . Una sociedad que aún dormía el sueño franquista podría ser más crédula, pero el caso es que el mago telequinético, que tanto había trabajado como modelo fotográfico como había caído herido en uno de sus descensos como paracaidista en la Guerra de los Seis Días, que había ofrecido sus servicios a grandes empresas que querían buscar oro o petróleo, repitió la hazaña en países de todo el mundo conocido.

Últimamente, Geller tanto impulsa ese nuevo nuevo arte como protagoniza . Pero el caso es que el presentador del programa Directísimo, José María Íñigo, defiende aún hoy la veracidad del episodio: afirma que cuando acabó la emisión, bajó al parking y quiso abrir su coche no fue capaz. Geller, de algún modo, había doblado con la mente la llave de su auto.

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